Ser conscientes de la palabra es un arduo ejercicio espiritual. Ella nos forma y nos deshace, allí radica su fuerza creadora. Se teje en el silencio y reclama su puesto en el interior del ser humano, por eso es espiritual, porque no puede ser auténtica sino brota desde la intimidad. Quien vive de la palabra, entiende que lo más divino se da en el lenguaje.Lea también: Abrazar la finitudhttps://www.elmundo.com/noticia/Abrazar-la-finitud/380650Toda persona tiene necesidad de palabra, allí emergemos todos. Por eso, cuando contamos, nos contamos; al decir, nos decimos y exponemos. La palabra deja de ser forma y se convierte en rostro, toma carne, nos ubica en el mundo. A medida que vamos entrando en su terreno, nos damos cuenta que el bello oficio de escribir y hablar es reempalabrar la realidad. La palabra nos ha sido dada, es herencia, es don. Solo seremos humanos cuando seamos capaces de darnos en su finura.Hoy tenemos mucha saturación de voces, desde todos los ángulos se lanzan infinidad de comentarios que atiborran al ser humano de este tiempo. La palabra cuidada y bien dicha, partera de humanidad, ha caído en garras de habladores inicuos, timadores del lenguaje y la persona. Antaño, en la palabra se daba la persona, y tras el estrechón de las manos, lo expresado configuraba la vida y la obra de quien la pronunciaba. Aquí se percibía la belleza de un auténtico hablar, no era simplemente juntar letras para verbalizarlas, era dar en cada sílaba la vida.Tras el anuncio de cierre del periódico EL MUNDO, la palabra expresa tristeza, pues no es un ente abstracto, sino una realidad dinámica, encarnada en las manos de tantas mujeres y hombres que se han dado en la escritura. Quien vive de las letras está expuesto a que arda su corazón cada vez que quieran salir. Se vuelve incontenible su grito interior y no queda más remedio que plasmar lo que susurran. Le puede interesar: Educación y finitudhttps://www.elmundo.com/noticia/Educacion-y-finitud/380745 A todos ustedes queridos lectores, gracias por darle vida a estas letras, gracias por ampliar su contenido provocador y llevarlas más lejos. Quien escribe lanza una semilla, y en esa semilla lo impensable puede germinar. Por eso en toda palabra hay despedida, después de escribirla ya no es letra, es un trozo donado de quien la ha parido entregándose. Volvamos a la palabra con actitud de asombro, hagamos que en ella y a través de ella, lo más humano que tenemos pueda seguir dándonos vida.Los abrazo a todos con mis letras.
Nunca antes habíamos sido tan conscientes del tiempo. Todo este entramado de situaciones que se ha venido encima durante el confinamiento, ha hecho cambiar la frase típica de nuestras sociedades acosadas: “no tengo tiempo” por “¿Qué hago con el tiempo?”. Resulta que lo que se pedía a gritos en medio de las presurosas y agitadas jornadas, se ha vuelto un encarte, no se sabe qué hacer con el tiempo que sobra. Así, “nada en el mundo está más justamente repartido que el tiempo. La diferencia radica únicamente en cómo lo organizamos, en cómo lo usamos y lo vivimos” (Anselm Grün y Friedrich Assländer – Organizar el tiempo desde la espiritualidad).Lea también: La otra cara del coronavirushttps://www.elmundo.com/noticia/La-otra-cara-del-coronavirus/379045Cuando el ser humano asume, bien sea por opción o por circunstancias atípicas la quietud existencial, llega la zozobra de enfrentarse consigo mismo. Nada más temeroso para la persona que estar de cara a su interioridad. Más allá del otro, lo que de verdad revela la lentitud es lo que soy. Una de las palabras que se ha vuelto sinónimo de traumatismos vitales es soledad, pues esta compañía que siempre permanece y nos constituye, abre todo un panorama de posibilidades, que nada tiene que ver con el sentimiento de orfandad tan experimentado por muchos en los últimos meses.La soledad y el silencio se han vuelto lujos en medio del aturdimiento provocado por el sofoco de la realidad. Un espíritu libre siempre tenderá a ello, pues allí se descubre diáfanamente. Los que no soportan la soledad seguirán abriendo la brecha de inconformidad con lo que son, la rabia interna los lleva desesperadamente a narcotizarse de presencias. ¿Quién soy? Para madurar la respuesta a esta pregunta se necesita una buena compañía de soledad, pues muestra el hilo para ir tejiendo la verdad que emerge cuando nos asumimos.El activismo desenfrenado es ladrón del tiempo, secuestra lo fundamental de la vida y vuelve esclavos. Pero más allá de este dramatismo, la situación coloca de cara a una pregunta: ¿Qué es realmente lo importante? En la respuesta estará el sentido de la vida, unos muy superficiales y otros de gran altura. No es solamente en la escasez, sino también en la abundancia, donde se experimenta la tragedia de la frustración. Se anhelaba lo que no se tenía, cuando ha llegado así sea por la fuerza, no se sabe qué hacer con eso. Es la prueba de lo insatisfecho que es el ser humano.Le puede interesar: Vivir de lo fundamentalhttps://www.elmundo.com/noticia/La-otra-cara-del-coronavirus/379045El encarte que se ha vuelto tener tanto tiempo, desvela la fragilidad de las construcciones sociales y antropológicas que soportaban algún supuesto sentido. Esta percepción que desata el aburrimiento, será la tentación latente para todos en esta hora de la historia. No es un determinismo, pues siempre estará la oportunidad de decisión, todo radica allí, en lo que cuesta tanto a las personas de este tiempo. En definitiva, “Sin una estructura diaria, sin un orden temporal, el estrés y la insatisfacción aumentan. Las personas que tienen una estructura diaria establecida, y un ritmo y pausas predeterminados ven cómo la tranquilidad y el orden regresan a su vida” (Anselm Grün y Friedrich Assländer – Organizar el tiempo desde la espiritualidad).
La cercanía de otro semestre académico se atisba en el horizonte. Este tiempo de rareza humana ha puesto a pensar seriamente qué tipo de educación es la acertada para este momento histórico, pues se ha desvelado de una vez por todas las grandes grietas del sistema educativo tradicional. La lucha mordaz entre los que aman la tecnología y los que la detestan parece no terminar a puertas de regresar a clase.Más allá de los conflictos naturales que emergen por el cambio, esta oportunidad que nos brinda la existencia, nos hace ampliar el panorama de comprensión respecto a lo que es fundamental en la educación. Mientras unos quieren atiborrar de recursos tecnológicos a sus alumnos y otros seguir en lo mismo de siempre, pero con una pantalla, hay una demanda que nos grita desde la realidad: ¿Qué puede ofrecer hoy la educación a los estudiantes?Lea también: Educación para la esperanzaSin lugar a dudas, la comprensión de este tiempo particular no es fácil, pero la palabra de la educación puede brindar hermenéuticas que nos vayan llevando a construir respuestas a partir de nuestra propia finitud (vida). Lo que puede ofrecer la educación es una reconciliación con lo que somos, es decir, humanizarnos. Toda educación es menesterosa y contextual, encuentra en estas dos realidades su eficaz palabra para lograr transformar al otro y a lo otro.¿Qué está en el centro de la educación en un país como el nuestro? Tristemente lo que se evidencia allí no es al ser humano, sino, los intereses particulares de muchos que monetizan instituciones y personas. La trillada frase “educación para todos” y sus sinónimos, no es más que un sofisma de distracción que va permitiendo masificar la ignorancia. Desde que los colegios y las universidades se volvieron empresa, la educación fue aniquilada.Ahora, reconciliar la educación con su génesis (humanizar), implica un arduo trabajo de deconstrucción que muchos no están dispuestos a hacer, pues allí han sembrado intereses mezquinos y egoístas. Hoy se hace necesario este paso, debemos recuperar la finitud en la educación, estar dispuestos a renunciar al adoctrinamiento (político, religioso, moral, académico) y entender que somos proyecto inacabado. La finitud no es el problema, sino la oportunidad de devolverle al ser humano su puesto en el mundo. La educación se vuelve así servidora de todo lo humano.Le puede interesar: Esperanza vs optimismoEn el maestro la finitud se hace diáfana, es alcanzable a los otros, pues él está imbuido y reconciliado con esta realidad. Superando las discordias con el tiempo presente, atrevámonos a volver libres al encuentro con los alumnos, encuentro virtual, pero encuentro. Que este proceso de finitud, que es la misma vida expresándose, nos permita entender que “el maestro es el que vive en la transformación de sus alumnos. Un maestro que no se retire para dejar pasar al otro, que no abra y se abra a la interpretación del otro, un maestro que no cuide la palabra viva del otro, lo que hace es adoctrinar, no educar” (Filosofía de la finitud – Joan-Carles Mèlich).
El deleite del ser humano por llegar a ser divino lo ha hecho presa del absurdo existencial. En este sofisma de distracción, que sigue haciendo carrera en algunos discursos religiosos de este tiempo, se va diluyendo la posibilidad de estar reconciliados con lo que somos. La lucha mordaz que se ha establecido por superar nuestra condición nos está llevando a la vaciedad, a ser réplicas baratas.Asumir es el principio de libertad, el primer paso de una reconciliación antropológica que implica la vida entera. La pelea con lo que somos nos ha hecho híbridos en una sociedad que vive de traumas existenciales. ¿Para qué seguir gastando la vida no aceptando nuestra condición finita? ¿Quién nos hizo creer que ser finitos es un problema? ¿Por qué seguir alimentando esta rabia contra lo que somos?Lea también: De la norma a la vidaUna respuesta que ha hecho carrera es la resignación, asumir esta postura es transitar por la deplorable y vergonzosa vía del apocamiento. Nada más bajo para un ser humano. En la finitud se nos está revelando la gran posibilidad de ser auténticos y asumir nuestra realidad cambiante. Lo finito no está fijado, no es conceptual, no es inmutable. Estas ideas metafísicas de otrora, son un lastre para una vida que grita por ser vivida auténticamente.Los vestigios de una comprensión antropológica que dividía al ser humano en cuerpo y alma, desgraciadamente siguen estando presente en nuestra sociedad occidental. No hemos sido capaces de dar el paso a una antropología integral, en la cual es posible entender que la finitud es el gran don que nos ha sido dado. La lógica que entraña la finitud nos desafía a una deconstrucción diaria, los que se encierran en principios definitivos jamás conocerán la grandeza de la humanidad que siempre atraviesa sendas insospechadas.En este momento histórico se ha desatado la furia contra nuestra realidad menesterosa, seguir captando la vida desde este ángulo es alimentar la frustración y la decadencia. La voz silenciosa que susurra dentro del mundo nos está llamando a tomar en serio lo que somos, a parar de una vez por todas con la queja melancólica de tener una vida frágil. El sueño infantil de ser “súper humanos” es el monumento a la decadencia absurda del que no se ha aceptado en su totalidad. Aquí está la razón de ser de las grandes multinacionales dedicadas a la belleza física: viven del trauma de incautos, son vampiros que se alimentan de las débiles mentes que se ven feos.Le puede interesar: Repensar nuestra condición Abrazar la finitud es hacer conciencia de que existo en plural, que mi vida está volcada hacia la mirada, el gesto y la palabra del otro que construye conmigo. La existencia para que sea verdadera se debe abrir a la relación, cualquiera que sea, pues en esta experiencia relacional estamos como nunca expuestos a la finitud. Dejando abierto el panorama para que cada uno abrace su finitud, como decía Goethe, en su obra Los sufrimientos del joven Werther: “Soy un caminante, un peregrino en la tierra. Y vosotros… ¿Sois algo más?
Cansan las noticias, cansan las cifras, cansa la rutina de este tiempo. Parece que el mundo quedó suspendido por un virus, que el estaticismo devoró la dinámica que lo constituye. El drama de la parálisis que impera a todo nivel está sofocando la vida. El infierno es suspensión, fijación, agotamiento. Ser sin estar, este es el punto de quiebre de la vida que estamos padeciendo.En este abanico de traumatismos al que hemos sido expuestos, las fuerzas se han visto disminuidas, el cansancio propio de nuestra condición ha hecho estragos internos y parece que la batalla está augurando pérdidas irreparables. Uno de los síntomas que nos abre a este panorama es la nostalgia. No se trata de un aburrimiento pasajero, sino de uno de los mayores indicios de la vida, experimentar la nostalgia es captar la vida, saber que la existencia corre por nuestras venas.Lea también: Repensar nuestra condiciónEn esta línea, una bella orientación la regala Joan-Carles Mèlich, en su libro La lectura como plegaria, dice: “La nostalgia hace referencia al tiempo perdido, al paraíso perdido. Pero también hay otra nostalgia, la del tiempo deseado, la del anhelo. Es la extraña nostalgia de lo que todavía no se ha vivido”. Estar atrincherados en las casas nos ha hecho permeables a vivir nostálgicos, es decir, dejarnos impactar por la vida y sus detalles simples que la engalanan.Muchas voces se han levantado para denunciar la pérdida de tiempo en la sociedad posmoderna. El que pierde tiempo parece un irresponsable, pues no se adecúa a lo fijado por la sociedad capitalista. Aquí se denuncia la pérdida de tiempo como un atentado contra los intereses de los poderosos que ven disminuidos sus ingresos. La tragedia del consumo nos ha hecho ser esclavos del trabajo a niveles inhumanos, lo único que importa aquí es explotarse al máximo para tener migajas y gastarlas en baratijas. En esta lógica del amo y esclavo que la menciona Byung-Chul Han en su libro El aroma del tiempo, no puede haber nostalgia, pues no hay conciencia de libertad, sino de dependencia malsana.Le puede interesar: Vivir de lo fundamentalLa auténtica nostalgia siempre acontece de cara al otro, pues ese otro es el que me revela en qué he malgastado mi existencia. La obligatoriedad traerá la añoranza de lo impedido; lo prohibido tiene la capacidad de revelar lo fundamental de una vida. Es en este escenario donde el ser humano puede reconocer que el encuentro con el otro es la base insustituible de la humanidad. La nostalgia del encuentro nos ha hecho entender en este tiempo que la vida es más de lo que se ve.Encontrarnos es reconocernos y en este reconocimiento entender que todo está por hacer. Asumir la nostalgia es aceptar que estamos vivos y desde aquí deshacernos (condición humana de cambio) para que emerja siempre lo nuevo y haga de nosotros una realidad novedosa.
Hace muchos años le escuché decir al obispo emérito de Medellín, monseñor Alberto Giraldo Jaramillo lo siguiente: “Depende de la comprensión antropológica que tengas será tu posicionamiento en el mundo”. Esta frase resuena con mayor intensidad en estos tiempos, pues es la deuda que acarreamos como sociedad contemporánea. Parece que no tenemos clara nuestra antropológica para habitar el mundo, estamos especulando, nos estamos arriesgando a la improvisación con el ser humano y estamos pagando las consecuencias.Lea también: De la norma a la vidaLas pretensiones dogmáticas que encierran al ser humano en conceptos, son más peligrosas que las improvisaciones, pues en sus totalitarias respuestas se han hecho las grandes monstruosidades históricas que han rebajado al ser humano hasta el caos. Tanto la improvisación como el dogmatismo, son dos caras de la misma moneda, peligrosas y al acecho.Vislumbrar al ser humano por otro camino es una posibilidad siempre abierta. Todo este entramado de posibilidades que se ha tejido a lo largo y ancho de la historia, y que merece ser conocido, lo que transmite en sí mismo es que todo queda por decir. Los puntos de llegada siempre desatan la búsqueda, son intuiciones que nos brindan un panorama siempre abierto.Seguir prendados de las instituciones que ostentan algún poder es echar a perder nuestra capacidad de libertad. Los cambios reales no llegan jamás de las grandes estructuras, no los quieren y no los permiten, pues en su comodidad que está tapizada con sangre y anónimos, migrar hacia otros escenarios es renunciar a su comodidad ególatra.El primer paso para repensarnos sería asumir de manera consciente nuestra condición en el mundo. Un ser humano consciente asume su existencia como un proyecto implicativo, es decir, una construcción siempre en plural. Habitar el mundo es estar con otros y junto con los otros emprender proyectos de humanización. Esta realidad no se puede establecer de manera masificada, sino en comunidades pequeñas, donde las personas tengan capacidad de opción por lo distinto. Atrevernos a repensar nuestra condición es ir renunciando al Narciso que hemos creado y nos ha llevado al abismo.Un segundo momento es entender que los absolutos sobre el ser humano son la perdición del mismo ser humano. Quien pretenda dar palabras acabadas sobre esta realidad que somos, termina siendo un dictador y acaparador de la verdad. Nada más infantil que esto. Las dinámicas de la historia nos han llevado a confrontarnos sobre nuestras propias concepciones que vamos creando, el peligro es darlas por terminadas, pues esto iría en contra del dinamismo que nos habita. Lo más humano es deconstruir, cambiar, reorientar. Tenemos la capacidad de alzar la voz y no dar por terminado lo que somos. Esta será la tarea más urgente a realizar en este tiempo, ¿Qué clase de seres humanos queremos ser?Le puede interesar: Sobre la muerteEl tercer momento es tener la capacidad de no mutilarnos al comprendernos. La mirada holística siempre será importante a la hora de entender un fenómeno. Cuando nos acercamos a la realidad humana y dejamos por fuera algunos elementos que la constituyen, minimizamos la aprehensión de lo que somos. La tendencia a agotar todo en lo material, ha despojado la realidad antropológica de su facultad de trascendencia. El ser humano siempre será más, abierto a la profundidad inagotable de lo que es.El reto de forjar una nueva manera de estar en el mundo implica que tomemos en serio nuestra hechura antropológica. La historia reciente nos ha sacudido con fuerza mostrando las atrocidades de las que somos capaces, legitimemos nuestra condición al ser capaces de pasar del qué queremos ser al quién queremos ser.
Somos una sociedad enferma por las normas. Parece que estar prendado de ellas es síntoma de seguridad para algunas personas. Basta pensar en lo siguiente: ¿Cuántas normas, leyes, códigos, tiene un país como el nuestro? ¿Este abanico de disposiciones jurídicas pueden garantizar la hechura de un buen ciudadano? Seguir en la dinámica de la norma, es reventar por dentro la vida.Lea también: MaestrosLa heteronomía es la crueldad que se oculta en la moral que vive de la norma. La dependencia le robó al ser humano su humanidad. Estamos hechos para ser libres y felices, la norma y su cumplimiento no tienen una salida efectiva hacia el otro, no se deja tocar, rasgar, interpelar. Quien vive de la norma es un dictador porque no acepta lo diverso, se cree en posesión absoluta de la verdad.Uno de los peligros más latentes de apostarle la vida entera a la norma es la ceguera que produce ante la realidad que pasa. Quien está obstinado solamente en cumplir es un perfecto indiferente. La tiranía de la norma y la rúbrica que se establece en el ámbito religioso, político, económico, social, y demás, ha creado paranoicos existenciales. Se le ha jugado todo a cumplir la ley creyendo que esta opción puede generar cambios auténticos. De la norma jamás vendrán cambios, son externas y no implican la totalidad del ser humano.Muchos han optado por una anarquía, creen poder vivir en un tiempo y un espacio libres de implicaciones. Este es el sofisma de distracción más grande que existe, pues nadie puede vivir fuera, en algunos casos al margen, pero nunca fuera. La anarquía en este término se establece como una proyección infantil, un estancamiento en la historia que impide ver y acoger el mundo en su radicalidad. La expresión más genuina del anarquismo es el egoísmo, el grito berrinchoso de un niño caprichoso. Quien desea ser anarquista no ha entendido que su condición antropológica es evolutiva, es decir, una persona con capacidad de asumirse a sí mismo y a otros.El paso de la norma a la vida, es sencillamente, el paso de la moral a la ética. Cuando estamos empecinados en fundamentar todo en las normas, somos incapaces de dejarnos tocar por la vida del otro. La moral se fundamenta en especulaciones metafísicas, la ética tiene carne y rostro que me interpelan. Entrar en este horizonte es volvernos a hacer cargo de la existencia que hemos dejado a la especulación. En palabras de Joan Carles Mèlich: “La ética y la moral no son los mismo. La moral es el conjunto de valores, de normas, de hábitos, de actitudes que comparten los miembros de una cultura en un momento determinado de su historia. La ética, en cambio, es la respuesta a la demanda del rostro del otro en una situación de radical imprevisibilidad” (La lectura como plegaria).La ética es la vida misma hecha donación. Cuando me hago consciente que no voy solo en el camino, cuando la vida y los dolores del otro me importan e interpelan, cuando la mirada cambia, me encuentro con la identidad más original que me constituye. Existir es estar con… Desde este presupuesto, la base de toda sana antropología es una relación, un diálogo, una dialéctica. En el ser humano situado la ética se encarna, no como algo que viene de fuera, sino como la posibilidad siempre abierta de ser fiel a su humanidad.Le puede interesar: EspírituVolver a la ética es volver a la vida. En la osadía de forjar relaciones más humanas, es decir, con rostro y carne, está lo sublime de nuestra condición. Quien es ético hace del otro su opción, no lo excluye de su camino. La ética siempre superará a la moral, pues “La ética no es ni una teoría ni una práctica, sino una experiencia. La ética es la respuesta al sufrimiento del otro” (Joan Carles Mèlich - La lectura como plegaria).
“Si usted le tiene temor a la muerte, si está demasiado apegado a la vida,sus últimos suspiros serán horribles; la muerte será su más cruel verdugo;es un suplicio temerle”.La MettrieLa costumbre es el espíritu de la indiferencia. El peligro latente al que estamos expuestos es dejar pasar la vida sin más, sucedernos en una terrible monotonía que va ahogando lentamente la existencia. Durante estos meses de crisis, hemos vuelto la muerte una cifra que sube o baja dependiendo de las circunstancias. Quizá la tornamos costumbre, matamos la muerte con la monotonía de nuestras palabras para referirnos a ella, la hicimos parte del paisaje para no asumirla.Le puede interesar: Pascua, un grito de Vida para todos Toda esta relación que hemos formado con la muerte ha venido mediada por la cultura en que fuimos educados. La muerte tiene perspectiva de posibilidad o de frustración desde el ángulo en que nos situemos para asumirla. Esta realidad, en palabras de Enrique Martínez Lozano, sería: “Todos tenemos un ‘marco de comprensión’, nadie lo elige, nacemos dentro de él. Configura nuestro modo de pensar y actuar, y le atribuimos una validez absoluta. El marco de comprensión es toda una constelación de valores, creencias, costumbres, usos y técnicas, que configuran el espacio en el que nos movemos y desde el que nos aproximamos a la realidad. Esto es un paradigma”.Muerte y paradigma son una realidad dialógica que nos forma. Ante esta situación, absolutizar paradigmas sería lo más inhumano, pues rompería la dinámica evolutiva que nos constituye. Siempre estamos jalonados hacia el futuro, las posibilidades están abiertas desde nuestras decisiones presentes. Tomar distancia del propio esquema mental que tememos, lejos de suprimirnos o diluirnos, es una ventaja que permite integrar nuevas gramáticas, formas y estilos, de repensar una realidad como la muerte. Es darnos cuenta que la legitimidad de vivir los procesos de muerte en nuestra cultura, no son lo únicos y lo más válidos. Siempre existirán nuevas maneras, más sanas y más equilibradas que las nuestras.La sociedad occidental cayó en la tentación de dogmatizar maneras de vivir y asumir la muerte, creyendo que lo que se experimenta y se hace en esta latitud es lo único válido. Así pues, las tremendas dificultades a las que estamos expuestos para afrontar el hecho de la cesación de la vida nos ponen de frente a nuestro miedo más original: dejar de existir. La muerte se convierte así en la realidad más antagónica de la existencia humana.Toda persona que le haya dado absoluta validez a su paradigma, siempre lo establecerá como definitivo y único. Aquí radica el problema de la religión, la política, la economía, la cultura, etc. Este sesgo, producto de mentes cerradas, es lo que degenera en fundamentalismos anacrónicos, los cuales conocemos y van haciendo del otro y de lo distinto, enemigos radicales que deben ser eliminados, excomulgados, excluidos y odiados. Para entender y vivir la muerte, no podemos absolutizar nuestra manera de comprensión que tenemos de ella, o la que heredamos, debemos dejarnos impactar por la transversalidad que nos permite ampliar nuestro paradigma, incluso, dejarnos cuestionar lo propio para que así podamos asumir de una manera más diáfana esta vital realidad.La muerte para nosotros es un problema porque hemos radicalizado nuestro egoísmo. Esta situación se puede evidenciar en las palabras que legitimamos como sociedad, que hemos construido y seguimos replicando sin crítica alguna. Algunos ejemplos de ello: “Me duele mucho a mí… Me voy a sentir muy sólo… Yo no quiero que te mueras… ¿Si te mueres yo qué hago?”. El lenguaje que utilizamos va exponiendo nuestros egos, demuestra lo inmaduros y frágiles que somos para asumir la muerte como realidad profundamente vital. Mientras construyamos amores egoístas, la muerte siempre será una amenaza, tendrá algo que robarnos.La fascinación que tenemos por la finitud (vida), nos debería llevar a la apertura profunda de lo que somos. De la obsesión por pensar la muerte, deberíamos llegar a vivir la muerte todos los días. No tendría que ser una idea agobiante para la vejez, sino la realidad más límpida que se pudiera esclarecer en nuestra existencia. Esta crisis de la muerte ocurre porque las imágenes y palabras que tenemos para nombrarla, resultan siendo insuficientes y pobres, ya no significan, solamente entristecen. Robert Redeker, en su libro el eclipse de la muerte, nos dice: “La ausencia de simbolización significa lo siguiente: las imágenes ya no son íconos, ya no son puertas abiertas al misterio, ya no son presencias, se rebajan al estatus de vulgares productos de la industria. Esto es lo que son, mercancías fabricadas industrialmente”.Debemos hacer un ejercicio hermenéutico, arriesgarnos a entrar por el apasionante mundo de la deconstrucción. La muerte se vive, la muerte se respira; quien pretenda superar la muerte entra en el absurdo, no es humano. El hecho antagónico, vida-muerte, que heredamos de la cultura, no estamos obligados a aceptarlo sin más. La pasividad envenena el don de la vida, la arriesga, la deshace. Cuando no tenemos la suficiente hondura para repensar y proponer nuevos horizontes caemos en dos extremos: encerrarnos en tradicionalismos o simplemente ser indiferentes. De esta manera, “La ausencia de simbolización de la muerte la vuelve insoportable, razón por la cual, con el fin de escapar a lo insoportable, nuestra cultura la expulsa de la vida colectiva, obligándola al eclipse” (Robert Redeker, el eclipse de la muerte).Le puede interesar: ¿Apocalipsis hoy?La muerte es la capacidad antropológica que poseemos para plenificar la existencia. Entrar en el horizonte de sentido que otorga la muerte, es entendernos como seres humanos en gasto. La conciencia de donación nos permite integrar la muerte como la misma vida desplegada. Quien vive en la capacidad de donación jamás verá el desenlace de la vida como una amenaza, pues la dinámica de su existencia ha sido una salida de sí mismo, un romper con su ego y poder entender para qué existe. La donación de la vida es la posibilidad real de saber que nada es nuestro, que estamos porque los que han muerto, es decir, vivido en plenitud, se dieron a nosotros.
Tenemos un peligro latente como sociedad en este momento histórico: no aprender nada de lo que estamos viviendo. Esta tendencia que ha marcado nuestra condición humana a lo largo del camino, nos hace tremendamente vulnerables ante la tragedia de la repetición. Discursos, formas, gestos, se han eternizado y absolutizado, parece que no somos capaces de miradas profundas y reflexivas que nos hagan rehacer nuestro camino existencial.Una mirada a las redes sociales, en este momento nuestro espacio de comunicación, parece no augurar un buen futuro. Memes, videos, artículos, conferencias on line y demás, nos hacen abocarnos a lo mismo de siempre. Se está pidiendo a gritos la normalidad, justamente lo que no puede volver a ocurrir, esta sería la tragedia antropológica más grande de estos últimos tiempos.Lea también: EspírituEste espacio de restricción, de confinamiento, de limitación, ha suscitado emociones de diversos tipos que han puesto en jaque la estabilidad mental de muchos. Pero hay una realidad que se ha ido tejiendo muy sutilmente en el interior de las personas, una que es demasiado peligrosa: el desboque de la necesidad. Ceder todo al poder de la necesidad es el principio de la deshumanización. Muchos están esperando impacientes poder salir a comprar, poder hartarse, poder gastar, poder satisfacer irracionalmente sus deseos compulsivos. Esta es la lógica de la ambigüedad, querer seguir siendo los mismos, cuando la historia nos está dando la oportunidad de ser otros, radicalmente otros.Vislumbrar la crisis como un paréntesis de nuestra “normalidad”, es un atentado contra los hombres y mujeres que han muerto. Es caminar a pasos agigantados hacia la frustración antropológica pospandemia, es decir con nuestros actos que nos ha quedado muy grande ser humanos. Debemos dejar que la experiencia marque hondamente nuestra vida en este presente, dejarnos romper para que esto que estamos viviendo no sea simplemente un hecho más de recuerdo.La manera de ser en el mundo es la condición de posibilidad que tenemos para reformar-nos. En este diálogo: ser humano – estructuras, se erige la gran posibilidad de no volver a ser los mismos. Pero en esta oportunidad, también hay una amenaza grande para los intereses de muchas estructuras que escrupulosamente quieren seguir siendo las mismas de siempre: religión, política, economía, academia, etc. Todas ellas tienen miedo, pues las bases en las que están sustentadas no son capaces de soportar la realidad dinámica de la evolución humana. Sus gritos de pedido para que todo vuelva a la normalidad, es prueba de la crisis interna por perder poder. Donde hay un horizonte para hacer todo nuevo, ellas quieren volver atrás, hacia su confinamiento de ilusión mediocre.Quiero proponer una reflexión de la experiencia, desde la propuesta del filósofo español Joan-Carles Mèlich, en su libro Filosofía de la finitud, dice: “La experiencia es una pasión, un suceso, un acontecimiento. Improgramable, implanificable, impensable… La experiencia es lo que nos sorprende, lo que nos rompe. La experiencia no es ni lo que hacemos ni lo que nos hace, sino lo que nos deshace”. Esta última frase, “lo que nos deshace”, debe ser el gran aprendizaje de la pandemia. Solamente tenemos experiencia auténtica, cuando no volvemos a ser los mismos. Si salimos iguales simplemente hubo un hecho indiferente, como tantos en nuestra historia.Muchas hermenéuticas han surgido para entender lo que está sucediendo en el mundo en este momento, pero más allá de todas ellas, el ser humano capaz de experiencia debe ser determinante en su opción por aprender y dejarse tocar por la realidad acontecida. No puede haber cambio, es decir, aprendizaje, sin una afectación mutua entre realidad y persona. Así, “la experiencia es una verdadera fuente de aprendizaje de la vida que no nos permite solucionar problemas sino encararlos” (Joan-Carles Mèlich - filosofía de la finitud). Quizá nuestro esfuerzo mayor se ha situado en elaborar soluciones, y mientras más rápidas mejor, pero tomando distancia de estos métodos, lo que de verdad necesitamos es aprender, dejar que la realidad nos convoque para “encarar” lo que tantas veces hemos dejado de lado. Como diría el maestro Memo Ánjel: “Solamente podemos salir de la crisis cuando la entendemos”.Le puede interesar: MaestrosLa experiencia que es acogida nos sitúa en una nueva gramática de la vida, nos posibilita poder decir y entender no desde presupuestos preestablecidos, sino toparnos de cara con la realidad. Dimensionar la pandemia como una experiencia, es romper con la masificación mental a la que hemos sido expuestos durante estos meses. Quien sea capaz de situarse desde otro ángulo y construir palabras nuevas para nombrar la existencia, habrá entendido que este no es el final.