Volver a la ética es volver a la vida. En la osadía de forjar relaciones más humanas, es decir, con rostro y carne, está lo sublime de nuestra condición.
Somos una sociedad enferma por las normas. Parece que estar prendado de ellas es síntoma de seguridad para algunas personas. Basta pensar en lo siguiente: ¿Cuántas normas, leyes, códigos, tiene un país como el nuestro? ¿Este abanico de disposiciones jurídicas pueden garantizar la hechura de un buen ciudadano? Seguir en la dinámica de la norma, es reventar por dentro la vida.
La heteronomía es la crueldad que se oculta en la moral que vive de la norma. La dependencia le robó al ser humano su humanidad. Estamos hechos para ser libres y felices, la norma y su cumplimiento no tienen una salida efectiva hacia el otro, no se deja tocar, rasgar, interpelar. Quien vive de la norma es un dictador porque no acepta lo diverso, se cree en posesión absoluta de la verdad.
Uno de los peligros más latentes de apostarle la vida entera a la norma es la ceguera que produce ante la realidad que pasa. Quien está obstinado solamente en cumplir es un perfecto indiferente. La tiranía de la norma y la rúbrica que se establece en el ámbito religioso, político, económico, social, y demás, ha creado paranoicos existenciales. Se le ha jugado todo a cumplir la ley creyendo que esta opción puede generar cambios auténticos. De la norma jamás vendrán cambios, son externas y no implican la totalidad del ser humano.
Muchos han optado por una anarquía, creen poder vivir en un tiempo y un espacio libres de implicaciones. Este es el sofisma de distracción más grande que existe, pues nadie puede vivir fuera, en algunos casos al margen, pero nunca fuera. La anarquía en este término se establece como una proyección infantil, un estancamiento en la historia que impide ver y acoger el mundo en su radicalidad. La expresión más genuina del anarquismo es el egoísmo, el grito berrinchoso de un niño caprichoso. Quien desea ser anarquista no ha entendido que su condición antropológica es evolutiva, es decir, una persona con capacidad de asumirse a sí mismo y a otros.
El paso de la norma a la vida, es sencillamente, el paso de la moral a la ética. Cuando estamos empecinados en fundamentar todo en las normas, somos incapaces de dejarnos tocar por la vida del otro. La moral se fundamenta en especulaciones metafísicas, la ética tiene carne y rostro que me interpelan. Entrar en este horizonte es volvernos a hacer cargo de la existencia que hemos dejado a la especulación. En palabras de Joan Carles Mèlich: “La ética y la moral no son los mismo. La moral es el conjunto de valores, de normas, de hábitos, de actitudes que comparten los miembros de una cultura en un momento determinado de su historia. La ética, en cambio, es la respuesta a la demanda del rostro del otro en una situación de radical imprevisibilidad” (La lectura como plegaria).
La ética es la vida misma hecha donación. Cuando me hago consciente que no voy solo en el camino, cuando la vida y los dolores del otro me importan e interpelan, cuando la mirada cambia, me encuentro con la identidad más original que me constituye. Existir es estar con… Desde este presupuesto, la base de toda sana antropología es una relación, un diálogo, una dialéctica. En el ser humano situado la ética se encarna, no como algo que viene de fuera, sino como la posibilidad siempre abierta de ser fiel a su humanidad.
Volver a la ética es volver a la vida. En la osadía de forjar relaciones más humanas, es decir, con rostro y carne, está lo sublime de nuestra condición. Quien es ético hace del otro su opción, no lo excluye de su camino. La ética siempre superará a la moral, pues “La ética no es ni una teoría ni una práctica, sino una experiencia. La ética es la respuesta al sufrimiento del otro” (Joan Carles Mèlich - La lectura como plegaria).