E. Puede llamarse J o K. Sin embargo E le va bien. Es de aquellos que podría decir: …tengo dos dientes falsos, solo mi dentista y yo lo sabemos… Es joven y si bien su expresión, en general, denota algo que no va con él es alegre y conversador, sin embargo necesita entrar en confianza, como la mayoría. En la medida que frecuenta las personas las barreras caen y su ingenio sale a flote, cuenta chistes y conversa sobre temas variados. Pero. Siempre hay un pero. Nunca ha podido superar el encogimiento que le causa el sexo opuesto. La presencia femenina lo apabulla y aun cuando entrado en confianza parece abierto a la conversación o incluso al amorío, una fuerza interior lo inmoviliza. Frente a una mujer preferiría ser otro…M. Por la mirada, así, grande abierta, quizá para ver más de lo necesario, y la boca que rechina, tiene la apariencia de una mujer a punto de tomar una decisión o saltar, sin apoyo, por encima del charco que se atraviesa en su camino después del aguacero. Sin embargo no llega a tanto. La mirada abierta y la boca en pleno esfuerzo son síntomas de una intensidad reprimida. M quisiera ser la rubia platinada a quien un galán heroico conquista y se enamora perdidamente. Pero no es así, sus galanes son mucho menos que heroicos. No soporta los avances de D, el contador, que no cesa de acosarla. Se siente atraída por E, el subalterno de D, pero cada vez que se cruza con él lo ve tan reprimido que ha llegado a creer que su sentimiento se acerca más a la lástima que al amor y, no sin dolor, piensa que algún día abandonará la idea de seducirlo…V. El vigilante, no lleva nunca la gorra que distingue su función, por eso hay clientes del banco que lo toman por un cliente más. No la utiliza para no desordenar el peinado en el que invierte minutos valiosos frente al espejo cada mañana y es causa de peleas interminables con X, su compañero. V solo piensa en su peinado y en su compañero, en ese orden; y no se interesa por nada más desde el día que E ignoró sus avances y por eso lo odia. Con su sonrisa de incógnita y los ojos a medio cerrar es testigo de que en el banco se cocinan ajustes, represalias, desquites y amoríos que mantienen en vilo al personal. Menos a él, dice con voz de canario, porque con X no necesita de nada ni de nadie más…D. Tiene la mirada vidriosa de quien pasa horas frente a listados interminables de cifras. Su oficio es sumar, pocas veces restar, dineros que no le pertenecen. Su jefe, O, le exige precisión y claridad a toda prueba; los clientes son minuciosos hasta el último centavo y cualquier error se paga caro. D es un solitario, sin embargo la soledad que ha cargado durante años se ha vuelto insoportable y por eso se insinúa a M, para tener algo de compañía, pero ella solo tiene ojos para E, el contador subalterno, que no le presta atención. Cuando D cae en la cuenta de que para acercarse a M debe ganarse la confianza de E, convertirse en su amigo inseparable y hacer que le sirva de lazarillo, decide comprar su confianza. ¿Cómo? Con dinero del que cuentan en jornadas interminables cada día. Si toman un poco, nadie lo notará, piensa D…O. Es un hombrecito pequeño de cabeza triangular, que peina los tres pelos que le quedan como si se tratara de una melena de león. De ahí los ojos desorbitados y el carácter áspero. Pero O, como todo el mundo tiene corazón y en secreto, sin que nadie lo note, es lo que cree, observa a M cuando camina por el pasillo, toma refresco en la cafetería o se aleja rumbo a su casa al final del día, entonces sueña con caminar a su lado. Desde la coincidencia de su ascenso a jefe de contadores con el ingreso de M al banco, O la persigue, mentalmente, claro. Una mañana se le ocurrió la idea de ordenar a E que le ayudara a organizar un encuentro accidental con ella en el salón cafetería de la esquina del banco. Incluso pensó en ofrecer al subalterno una suma que no hubiera visto nunca en su vida si hacía el puente con ella. Desgraciadamente, las semanas y los meses pasaron y nunca se atrevió a insinuar su pretensión a E y menos aún a acercarse a M. En despecho, cada día, se mostró más estricto con D…B. El señor B. Es, según O, el hombre más importante del banco. Es el gerente. Todos los días a la hora del café, la pausa de los empleados, el señor B pasa por el hall del banco y como después de tantos años es amigo de todos pasa entre los clientes saludando como una reina, entra al pasillo, toma café, se pone al día de las noticias o los chismes y trata de estar al lado de M que solo tiene ojos para E. Por supuesto el señor B es pudiente, dueño de una cuantiosa fortuna y viudo. Desde antes de la muerte de su mujer tiene los ojos puestos en M. Ahora, libre y con la posibilidad de cumplir el deseo de estar cerca de la mujer que tiene su corazón en vilo, siente la felicidad cercana. Sin embargo el señor B prefiere no cortejar a M delante de todos y lleva su discreción al extremo; se limita a seguirla cuando sale en las tardes rumbo a su casa. Esta situación no puede extenderse más en el tiempo, el señor B lo sabe…P es el patinador. Desde el día en que descubrió el cuerpo, que no reconoció, recostado de frente contra la pared del orinal, sin vida y ensangrentado, no ha podido cerrar la mirada de terror que lo acompaña a todas partes. No esperaba encontrar lo que encontró aquella mañana en el baño para hombres del primer piso. Como patinador, es decir, mensajero entre funcionarios, es quien lleva y trae todo entre las distintas dependencias y “todo” significa “todo”: incluso chismes, dires, desdichas, inventos, verdades y mentiras. Digamos que el hallazgo en el orinal aceleró la sorpresa en sus ojos ya desencajados por el estupor que le causaban las intenciones secretas de sus compañeros de trabajo. La facilidad para ir de un puesto a otro, intercambiar ideas con todos, también con O que se permitía esos deslices con él, y recibir a veces bajo juramento de estricto secreto, confidencias azarosas, había convertido a P en el “paño de lágrimas” del banco. Para los investigadores P es aquel que por sus intimidades con todos corre el riesgo de hablar más de la cuenta…E-2. Nadie lo vio, solo V quien dijo a los detectives que antes de que P encontrara el cuerpo ensangrentado había notado la presencia de E en los pasillos alrededor de la máquina de café, cerca del baño de hombres, pero cuando lo llamó con la intención de recriminarlo porque todavía no era hora de la pausa, éste no le respondió. V cayó entonces en la cuenta de que no se trataba del E que todos conocen sino de otro, idéntico, su hermano gemelo con bigote, dijo. Sin bigote, agregó, era igual, los mismos ojos, los mismos hombros caídos, la misma flacura lastimosa. Como a V le molestaba E sobre todo después de que lo rechazó, agregó que le pareció extraño verlo fuera de su puesto antes de la hora del descanso. También dijo que E no fue la única persona que merodeó por allí antes del descubrimiento y que, el muerto, cuando todavía estaba vivo, claro está, había pasado cerca de su puesto pero eso no era extraño…Epílogo. Un detective con cara, figura y bigote de detective en servicio llegó al banco minutos después de que la alarma fuera activada. Nadie hasta ese momento se había atrevido a tocar el cadáver. Cuando el detective y dos de sus colegas dieron vuelta al cuerpo incrustado de frente contra la pared del orinal y con cinco heridas de puñal, la sorpresa fue mayor. El muerto era nadie menos que el señor B. Los presentes se miraron interrogantes: D mira a O con temor; O se siente observado, busca a E entre el grupo y solo alcanza a verlo detrás de M; todos, sin excepción miran a M que lanzó un grito pequeño y con la mano coronada por uñas rojas se tapó la boca. El único que no centró su mirada en ella fue E porque se encontraba a sus espaldas; pero todos notaron la forma insistente como V clavó sus ojos en E, seguramente en busca del bigote que llevaba aquel que imaginó como su hermano gemelo poco antes de descubrir el cadáver. El único que no mostró expresión fue el detective. Se limitó a observar los presentes uno por uno. M era la más conmovida porque, aunque no lo pareciera, sospechaba el por qué de las frecuentes visitas a tomar café del señor B y como, en la práctica, las esperanzas de conquistar a E eran mínimas, su interés ya se había volcado hacia el señor B. Esa intención, si M la hubiese mencionado, habría convertido a E en el sospechoso número uno. Si lo hubiera sabido, P no se hubiera guardado un chisme de ese tamaño. Desde su lugar, algo alejado del grupo para no interferir en el dolor de los empleados, el detective tomaba nota y hacía el análisis de la situación. En ese momento P notó algo extraño en el ojo izquierdo del detective. Es de vidrio, se dijo, y lo murmuró al oído de V pero éste no lo escuchó porque su atención estaba puesta en E. Mientras los forenses hicieron las diligencias del levantamiento, el detective midió, evaluó y sacó conclusiones. Todos, anotó en su libreta, tienen razones para matar al señor B: por envidia, por celos, por M. Todos culpables, anotó mientras miraba de reojo las actitudes falsamente conmovidas. Los diez ojos clavados en M y las cinco heridas en el cuerpo de la víctima certificaban su duda. Del gemelo de E, posible asesino, nadie dijo nada, el detective concluyó que era un invento de V para distraer su atención…© Saúl Álvarez Lara / Reescrito en estos días de confinamiento…
¿Qué se alcanza a hacer en un minuto? Escribir esta línea. En un minuto un locutor con buena dicción dice sesenta palabras, una por segundo. Sin embargo con ese número de palabras es posible contar una historia con comienzo, desarrollo y final. En sesenta segundos una persona, a paso rápido, atraviesa una avenida de cuatro carriles y le sobra tiempo. En un minuto se toman decisiones tan trascendentales como comprometerse en matrimonio, nacer o morir. Un minuto es mucho tiempo, demasiado, para algunas cosas; para otras no. Un minuto cuando uno está a la espera de algo o alguien es una eternidad, el mismo minuto cuando uno es el esperado es menos de un instante.Lea también: VecinoY esto hablando del tiempo. Si pensamos en dinero, los doscientos cincuenta pesos que vale un minuto de celular vemos que es poco, tal vez lo único que se puede consumir por esa suma es un minuto, nada más. Una bolsa de agua en la ciclovía vale trescientos cincuenta y a veces, cuatrocientos pesos, lo mismo sucede con tres papas, cuatro zanahorias o una pucha de arvejas. Un refresco cualquiera o un jugo valen mucho más y en la mayoría de los casos se consumen en menos de un minuto.Y ni hablar de pasajes, todos cuestan más de lo que vale el minuto, por supuesto si se hace la cuenta entre el tiempo de duración del trayecto y el valor del pasaje es posible que el minuto resulte más barato. Sucede igual con el mismo minuto pero no de conversación, sino, de trabajo para un asalariado que devenga el mínimo. Entonces, doscientos cincuenta pesos el minuto ¿es poco o es mucho? Una hora de trayecto en transporte público, cobrado a doscientos cincuenta pesos el minuto vale quince mil pesos, muy caro y no llevaría muy lejos si se tiene en cuenta que debido a las congestiones nada es rápido en las vías urbanas. Un salario del mismo valor el minuto alcanzaría los tres millones seiscientos mil pesos, es decir, el salario de un mando medio que tiene por función poner trabas a quienes buscan realizar diligencias oficiales y gastan muchos minutos intentando finiquitarlas. Es un salario promedio para un cargo con responsabilidades, incluso es posible que de sus decisiones dependan dos, tres o cuatro personas que no llegan a ese nivel salarial.Visto y calculado desde la racionalidad de los doscientos cincuenta pesos y su valor de cambio en el día a día de las personas la cosa sucede más o menos como quedó descrito. Aunque sería posible hacer otras aproximaciones y extenderse al infinito sobre el tema, de manera que quede claro si ese valor por minuto es poco o es mucho entonces cabe la pregunta: ¿poco o mucho?, ¿para qué?Para dar una solución a la pregunta, cabría entonces agregar ficción al asunto de los carteles que abundan en las calles y aceras de todas las ciudades anunciando minutos a doscientos cincuenta pesos (se han visto minutos más baratos). Tratemos imaginar que un hombre o mujer, con una pensión suficiente para vivir con ciertas holguras se preocupa porque ve su tiempo languidecer y quiere alargarlo pero ninguna de las terapias naturistas, bio-energéticas o deportivas le aseguran una mayor longevidad de la que tiene prevista su azar, que todos los tratantes desconocen, si no, no fuera azar, y por lo tanto ninguno puede, ni debe, pronunciarse o asegurar tiempos o fechas. Lo único tangible que queda es la oferta de doscientos cincuenta pesos el minuto de los carteles en las esquinas de la ciudad. El hombre o la mujer, hace cálculos, según su presupuesto diario puede invertir los quince mil pesos que vale una hora en su lista de compras de cada día, así al final del mes tendría un día y seis horas, y al cabo de cuatro meses podría disponer de cinco días de más, lo que da como resultado un mes en dos años. Todo esto sin contar que en períodos de primas salariales, junio y diciembre, o en meses fríos pero de poco gasto, podía invertir más en comprar minutos sin desbarajustar el presupuesto semanal. Incluso podría, como hacen las y los jóvenes de hoy, comenzar alguna dieta pero no para adelgazar, sino para comprar minutos dejando de lado cosas que es bien sabido acortan el tiempo: las grasas, los carbohidratos o el cigarrillo; incluso considera abandonar el trago pero como no se atreve a hacerlo por completo, rebaja los tres rones dobles semanales a uno los viernes y aumenta el consumo de vino, un poco más barato. De esta manera, calcula, puede cambiar, sin traumatismos un trago por otro.Le puede interesar: Como un dibujo de CuevasEl hombre o la mujer, se hace cliente de un puesto de minutos a tres calles de su casa por donde pasa a diario. La primera vez que quiso negociar una hora el vendedor se quedó sorprendido pero al cabo de algunos minutos de explicación aceptó el dinero y, a cambio, le entregó un tiquete donde aparecía marcado: sesenta minutos a razón de doscientos cincuenta pesos el minuto, a favor de, sigue el nombre del hombre o la mujer, para un total de quince mil pesos. Debajo, como en todos los recibos venía la letra menuda: “Este tiempo lo puede hacer efectivo el titular de este tiquete, personal e intransferible, en cualquier momento en horas hábiles y días laborables siempre y cuando la empresa continúe prestando sus servicios en el mismo lugar. Si por algún motivo hay cambio de sede y el titular no ha hecho efectivos sus minutos vigentes pierde todos los derechos sobre ellos.” El hombre o la mujer, no presta atención a la letra menuda, nadie lo hace, y sigue comprando minutos y guardando los recibos en un cajón bajo llave para el día que los necesite.© Saúl Álvarez Lara / 2020
Durante estos meses de cuarentena el Museo Maja continuó con su trabajo. Difícilmente, como para todos, nos adaptamos a la situación de cierre y confinamiento, sin embargo, en medio de la crisis, encontramos nuevas formas de comunicación y en este aprendizaje abrimos nuestras salas a espacios virtuales. El sábado 11 de julio el Museo abre sus puertas a la comunidad de Jericó con cuatro exposiciones presenciales siguiendo todos los protocolos de bio-seguridad. Las mismas exposiciones estarán abiertas para el público en general con videos en redes sociales y en nuestra página web, www.museomaja.com, a partir de la semana siguiente.Abrimos nuestras puertas, físicas y virtuales, con tres exposiciones muestra del patrimonio artístico del Museo. Una cuarta exposición, resultado de la convocatoria para artistas jericoanos que el Museo lanzó en el mes de mayo hace parte del programa:Lea también: Voces y carteras, cerámicas de Lilly LernerArte, realidad e identidad. Donaciones de artistas y empresas: Con esta exposición, el Museo Maja se propone acercar a la comunidad algunas de las obras de arte que conserva en su patrimonio. En su mayoría donaciones de artistas y empresas privadas como Sura y Bancolombia e igualmente obras en préstamo de la colección del Museo de Arte Religioso de Jericó. En esta exposición presentamos obras de Luis Fernando Peláez, Luis Caballero, Aníbal Gil, Humberto Chávez, Armando Villegas, Diego Figueroa entre otros artistas que hacen parte del patrimonio del Museo.Retratos & Esculturas. Donación del artista Gustavo Jaramillo: En varias ocasiones Gustavo Jaramillo ha expuesto su trabajo en el Museo Maja. Según sus palabras ha realizado setenta y dos retratos en su vida de artista. El Museo Maja presenta en esta exposición cuarenta y cuatro retratos y ocho esculturas. Entre los retratos hay pintores como Alexander Calder, Amadeo Modigliani o Jackson Pollock; filósofos como Hannah Arendt o Walter Benjamin; escritores como Federico García Lorca, Pablo Neruda, Octavio Paz, Ernesto Sábato; y académicos de la talla de Héctor Abad Gómez, María Teresa Uribe, Carlos Gaviria.Maestros del Arte Popular Colombiano. Donación patrimonial del Grupo Suramericana. Es una exposición que propone la posibilidad de descubrir el trabajo y la imaginación de artistas populares que han dedicado décadas a oficios que los identifican y hacen parte integral de sus días. La mayor parte de los hombres y mujeres presentes en esta exposición representan con la sencillez que viene del conocimiento profundo de su entorno, una imaginería original, propia, que identifica pueblos y regiones, y expresa el sentimiento de vidas enteras dedicadas a observar la naturaleza, los colores y las formas que nos rodean.Talento y creatividad jericoana. La imaginación, el talento, las habilidades manuales, no se detienen cuando la creatividad y el ingenio desbordan. Por esta razón el Museo Maja, con la sugerencia y apoyo de reconocidos artistas jericoanos, lanzó a mediados del mes de mayo una convocatoria que invitaba a los habitantes del Municipio a enviar, para una exposición colectiva, trabajos artísticos o manuales realizados durante los dos primeros meses de la cuarentena. Estos trabajos deberían estar realizados en las siguientes técnicas: pintura, dibujo, grabado, escultura, técnica mixta, fotografía, audiovisuales en formato de video, talla en madera o piedra y manualidades. La respuesta fue múltiple.Le puede interesar: Conversaciones con el retratoDe esta manera el Museo Maja de Jericó reabre sus puertas físicas y virtuales a todos los públicos. Bienvenidos.* Curador
Un lugar público, un encuentro. Sucedió en la Plazuela de San Ignacio en Medellín. Eran poco menos de las cinco de la tarde. No hacía frío, ni calor. El ambiente, húmedo por la época de lluvias, era frío. El hombre sentado a mi lado, ya estaba allí cuando llegué, llevaba una chaqueta abrigada y no tenía actitud precisa, ni espera, ni reposo, parecía concentrado en una lectura pero no tenía libros a la mano. Yo no estaba retrasado para nada, sólo quería asistir, a las seis y media, más de una hora después, a una conferencia en uno de los edificios que bordean la Plazuela. Escuché su voz cuando notó que miraba mi reloj: “…No se afane, dijo, a esta hora en otras épocas del año parece más temprano…” No respondí. Pasaron unos minutos. El señor no se movió de su lugar, calló y continuó con su actitud de lectura imaginaria. Me pregunté de qué podríamos hablar ese hombre, mayor, pensionado quizá, y yo, aun sin jubilar y a la espera del tiempo que pasa. Qué relación podría haber entre dos personas desconocidas, sin puntos en común, en un lugar público. La no respuesta a la defensiva abrió un espacio de observación para mí; él conservó el suyo y me ignoró, lo hizo adrede, era una táctica, una manera de leer al otro, comprendí más tarde. Sin que lo percibiera, eso creí, lo observé por la esquina del ojo y tomé nota en una libreta de bolsillo de sus gestos, movimientos, miradas, actitudes de lector imaginario, observador de situaciones, gente y lugar que nos rodeaba.Lea también: El arte de selfiarTomé nota, al cabo de cierto tiempo releí lo escrito y constaté que ninguna de las particularidades de su figura, de su ropa o la razón por la cual, imaginaba que estaba allí aparecieron en esos apuntes. Todo se ajustaba a su actitud, a la forma como miraba las cosas y las personas, a la posición que adopta el cuerpo cuando su dueño está enfrascado en una lectura cuidadosa. Su figura transmitía concentración. Decidí que su actitud no era el resultado de un trabajo ejercido durante su vida laboral, tampoco era resultado de una profesión cercana a los documentos y las lecturas. Su actitud consistía en leer lo que le rodeaba en todos sus detalles como páginas de un libro que pasaba con lentitud. El hombre estaba involucrado en la lectura de un libro que mantiene abierto.Lo dicho hasta el momento está en la libreta de bolsillo, ahora sólo transcribo lo que anoté mientras él, mi vecino, seguía concentrado en su lectura. En cierto momento, tal vez de distracción, hice un movimiento inesperado para buscar de nuevo mi reloj, entonces percibí una especie de temblor en sus párpados, algo parecido a un alto en su actividad de lector permanente. No me miró, sólo murmuró: “…el tiempo es lento cuando uno no lo desea así…” No lo dijo para entablar conversación, no cambió de posición ni de actitud, tampoco me di por enterado y no interrumpí la intención de consultar la hora. Cuando la pude ver debí adjudicar el beneficio de la precisión a lo que dijo, apenas habían transcurrido cinco minutos.Después de la interrupción, Vecino, lo llamaré así para no sugerir interpretaciones banales de su nombre, pareció concentrarse en un hombre a unos veinte metros de donde nos encontrábamos. Había estado allí todo el tiempo y era, lo menos que puedo decir, ilegible para la mayoría de los pasantes aunque desplegaba una actividad que debía llamar la atención. El hombre anunciaba el precio del jugo de naranja: doscientos cincuenta pesos el vaso sencillo, quinientos el doble y setecientos cincuenta el doble acompañado de huevo crudo, fuente de energía y salud para deportistas, trabajadores, amas de casa, niños en edad de estudiar y adultos en general hombres o mujeres. En su actitud de lector, Vecino separó al hombre del lugar donde se encontraba y lo consideró por partes, la cara joven, el peinado revuelto, la piel quemada por el sol, la camiseta entre verde y gris con letrero desvanecido por el tiempo, el agua y el jabón; los pantalones de tela azul como todo el mundo. El aparato de aluminio brillante por el uso para exprimir las naranjas pegado al cajón sobre ruedas que servía de mostrador le llegaba a la cintura lo mismo que la jarra para el jugo, los vasos desechables y los huevos. Vecino calculó el tiempo dedicado a los jugos: un par de años. Antes trabajaba en la construcción y antes la tierra, sus manos eran rudas. Hubiera podido exprimir las naranjas sin necesidad de aparato pero el exprimidor de aluminio le daba seriedad y también higiene al negocio.Vecino se revolvió en su lugar y por primera vez desde cuando me senté a su lado sentí que me observó, hice lo mismo, él buscaba constatar que seguía tomando nota y yo quería estar seguro de que a pesar del frío y la humedad todavía estaba ahí. No me atreví a buscar la hora en mi bolsillo por temor a desconcentrarlo. Sin embargo él percibió mi intención y dijo: “…el tiempo se toma su tiempo, no hay por qué preocuparse…” Me sorprendió y la sorpresa me llevó a constatar mi inocencia al creer que Vecino leía a los otros, pero era yo el objeto de su observación. Si ahora percibía mis pensamientos y la necesidad de saber la hora ¿qué otras situaciones habrá intuido?, ¿qué habrá imaginado?, ¿se daría cuenta de que paso buena parte del día imaginando historias de otros y él en un acto de retaliación me está incluyendo en una de sus lecturas?, ¿cómo me habrá considerado? quizá como un desactivado que se sienta en una banca pública sin nada más que hacer que tomar nota en una libreta. Alcancé a creer que me consideraba como un solitario sin capacidad de relacionarme con otros; estaba a punto de salir corriendo cuando una mujer de edad promedio, bonita, con piernas largas, minifalda corta, cabello negro que se perdía entre los arabescos de su vestido ajustado, vino a sentarse en un lugar donde no había bancas sino un muro bajo que servía de posadera para las gentes que agachaban la cabeza pensando o haciendo cuentas. La mujer hubiera pasado desapercibida si la certeza de que Vecino había sucumbido, como yo, al movimiento tenue de sus muslos al frotarse entre ellos. Pero ni la mujer ni el paso repetido de un vendedor de lotería lograron opacar un llanto estancado, represado, de esos que no se quieren dejar oír y nos sacó de la tentación de la suerte comprada y del embrujo de las piernas. Los sollozos vinieron de un lugar a la derecha de la mujer. Vecino identificó antes que yo su origen preciso. Anoté en mi libreta que una silueta que no lograba identificar había comenzado a lloriquear protegida por el casco de plástico un teléfono público. El llanto distrajo por completo nuestra atención de la dama y ella desplazada por las lágrimas desapareció como había llegado.Vecino asumió, en mis notas, la posición de quien infiere el por qué del drama, ¿es una joven abandonada por un incumplido que no llegó? La joven, apenas veíamos el cuerpo, mantenía la cabeza clavada al interior del casco de plástico. Vecino tuvo la intención de consolarla pero algo lo hizo arrepentir, algo que sólo comprendí cuando su centro de atención flotó sobre las cabezas de la gente que conversaba mirando el piso: el ruido. El ruido era intenso. Fue un instante de calma, inesperado, lo que nos permitió escuchar el llanto. Otro momento igual, escaso, limpio, sin interferencias confirmó que la figura clavada en el casco de plástico del teléfono ya no estaba allí. La Plazoleta era más fuerte que el llanto.Le puede interesar: Conversaciones con el retratoLos árboles centenarios se unieron en la sombra de la noche. La hora de la conferencia estaba cerca. La luz del alumbrado público recortaba al azar las figuras en pequeños grupos o simplemente pasando por allí. Pero no había azar, el barullo que invade la Plazoleta desde la mañana disminuye con la llegada de la noche. Todo estaba previsto, incluso mi llegada y mi inquietud. Vecino también. Cuando el movimiento se calmó, fue como unas páginas que se cierran, unas imágenes que se aquietan, unas figuras que se sostienen en equilibrio entre lo leído y lo por leer hasta el día siguiente. Vecino entonces murmuró una frase que me pareció de despedida. Era casi noche y yo apenas tenía tiempo para llegar al auditorio en el cuarto piso del edificio que ocupa el costado más lejano de la Plazoleta. “…Ya es hora…”, me parece que dijo y se fue. No pude reprimir un estremecimiento al pensar que me llevaba como parte de sus lecturas del día. Como protagonista de alguna historia fantástica sucedida en aquel banco público. Sin embargo me tranquilizó saber que las casi dos horas pasadas a su lado habían enriquecido las notas en mi libreta. Me tranquilizó la seguridad de que yo también lo tendría a él en una de mis historias.© Saúl Álvarez Lara / 2007 – 2020
Dibujo durante un embotellamiento en el periférico (1983), tinta sobre papel. Obra de José Luis Cuevas (México, 1933-2017). Tomado de http://www.artnet.com/artists/josé-luis-cuevas/dibujo-durante-un-embotellamiento-en-el-mytMNRaEWiyw12kpbsEkGg2Sucedió en la televisión. En un programa sobre fotógrafos, una mujer, fotógrafa, muestra un libro con su trabajo a un señor que la entrevista en vivo. Pasan las páginas, reconocen los personajes y los lugares fotografiados, hacen comentarios sobre cada uno y sobre el momento de la foto. Cuando iban por la mitad del libro el señor pregunta ¿...y éste quién es? La mujer fotógrafa responde ¿no lo reconoces? es alguien cercano a ti y a mí. ¿Sí? dudó el hombre, su cara me parece conocida pero no sabría decir quién es. Después de unos segundos la mujer fotógrafa le dijo, eres tú, es el retrato que te hice hace unos años.Lea también: Qué caramelo tan escasoSucede con frecuencia. Me sucede. Sucede a todos. Si es así con nosotros mismos, debe ser, también, corriente con otros. El accidente en la tele, porque no es otra cosa, me trajo el recuerdo de un conocido a quien perdí de vista durante treinta años. Ahora, después del tiempo lo veo con frecuencia sin reconocerlo. Con esto quiero decir que lo ignoro, tal vez por temor al error o a la efusividad sin respuesta. Después de treinta años me pareció uno de los personajes de José Luis Cuevas, el pintor mexicano. Las expresiones atareadas de sus caras, los cuerpos enmarañados con trazos feroces que, en apariencia, van en todas direcciones y caen sin prevenir en cualquier parte a pesar de que todo, desde el inicio, es preciso, ninguna línea, ninguna sombra está fuera de lugar y a pesar de su apariencia pesada, son figuras ligeras. Así vi al conocido cuando lo reencontré después de treinta años.Cada vez que recordé al conocido de antes lo vi como uno de aquellos personajes de Cuevas, a veces enmarañado, a veces a punto de partir, a veces feroz. No sé por qué sucedía así, no puedo tampoco decir que la mezcla de las figuras de Cuevas con el vago recuerdo del conocido hubiera sido así desde siempre porque sólo conocí a Cuevas en la primera mitad de los años ochenta cuando habían transcurrido ya por lo menos veinte años desde la última vez que el conocido y yo nos vimos o hablamos, no recuerdo. La sensación de que podría ser uno aquellos personajes apareció la primera vez que me crucé con él después de tantos años. Para decir la verdad yo no estaba seguro de que fuera el conocido de antes, supongo que él tampoco estaba seguro de que yo fuera yo. Nos saludamos a cierta distancia con una seña y nada más. Ni él, ni yo, preguntamos si éramos quien imaginábamos; fue una seña de esas que significan menos que un saludo y quedan fijas en el tiempo, quizá por miedo al error o a la efusividad sin retorno. Fue en aquella ocasión que el personaje de Cuevas hizo su aparición de pie, no muy distante, con trazos múltiples en todas direcciones pero en su lugar, manos detrás y expresión fija. Algunos trazos insinuadores de sombras, se movían por la figura. Así, con figura de dibujo de Cuevas, quedó fijo en mi memoria el conocido de otros tiempos.Esto sucedió hace unos quince o más años. Después lo volví a perder de vista. Sin embargo, ya conocía a Cuevas, sus grabados y dibujos me producían el afán de dibujar o grabar como él, nunca lo logré, pero con frecuencia recordé el cruce fallido con el conocido. Después, una mañana, mientras hablaba del diseño de un libro con el editor en un lugar del centro comercial Sandiego, donde el café es fuerte y los buñuelos se distinguen porque los llevan a la mesa después de que explotan, el conocido con figura de dibujo de Cuevas apareció en un pasillo cercano. Lo reconocí de inmediato, no tuve duda, era el mismo que la coincidencia había convertido en dibujo del pintor mexicano. Ese día se limitó a caminar, mientras hablaba en su celular, por el pasillo que bordea las mesas. Los encuentros con el editor se repitieron con alguna frecuencia durante aquellos días en el mismo lugar y siempre el conocido está por allí, algunas veces pasa por el pasillo, otras, ocupa una de las mesas vecinas. En ocasiones va acompañado por personajes que también parecen dibujados por Cuevas. La visión es contagiosa. A fuerza de verlo cada vez que me encuentro con el editor en ese lugar, extraño cuando se demora en aparecer o se disimula entre la gente, sin embargo los personajes de Cuevas no tienen parangón y casi siempre de un momento a otro aparece.Le puede interesar: El arte de selfiarUna vez definidas con el editor las portadas de los libros no volví al centro comercial y tampoco a ver aquel conocido de otros tiempos. Hace poco más de un año, una mañana, en el pasillo estrecho de un supermercado vi venir, desde el extremo opuesto, un cliente empujando un carro, nada extraño en él solo que veo poco de lejos. A medida que nos acercamos la figura con el carro de compras vacío fue tomando forma de dibujo de Cuevas y cuando ya estuvimos a pasos de distancia caí en la cuenta de que era el conocido aquel y, además, que no había espacio suficiente en el pasillo para dos clientes con sus carros. Como había sucedido ya en los encuentros anteriores solo un gesto de parte y parte fue el saludo, seguramente por los temores mencionados. El momento tomó los segundos suficientes para darme cuenta de que no había cambiado, seguía siendo un dibujo de Cuevas: el ojo con mirada fija, la boca cerrada, la nariz amplia, el peinado alto, quieto, y los trazos cortos que parecen dibujados con distracción pero cada uno está donde debe estar. Nada había cambiado en la figura que siempre vi cuando nos cruzábamos y él iba y venía por el pasillo mientras hablaba por celular y yo esperaba detrás de un café y un buñuelo reventado la llegada del editor. Ahora, en el pasillo del supermercado frente a mí tenía el mismo dibujo. Creo que intenté un saludo, una seña, una levantada de ceja en el momento en que nos cruzamos convertidos, él y yo, en figuras tan delgadas como hojas de papel hecho a mano, ideal para dibujos o grabados, sin incomodarnos y sin interrumpir nuestro paso por el pasillo estrecho. Entonces caí en la cuenta de que él también, durante los años de cruces sin reconocernos, me había visto como un dibujo, un grabado, ojalá de Cuevas, me dije, y por eso nuestros saludos solo pasaban de una seña siempre igual.Medellín 2020, reescrito durante los días del confinamiento.© Saúl Álvarez Lara 2020
Un día del año 2016 José Ignacio Vélez me dijo que había iniciado una serie de autorretratos que le tomaría todo ese año bisiesto, uno cada día entre el primero de enero y el treinta y uno de diciembre. Trescientos sesenta y seis autorretratos. Siento una especial atracción por los trabajos en serie, aquellos que al final, son una suerte de mirada interior, de indagación universal alrededor de un tema único que se desenvuelve por dimensiones insospechadas. En los años siguientes, cada vez que vi a José Ignacio mencionamos los retratos, él había subido algunos a su blog acompañados de reflexiones en torno a la experiencia que le había impuesto el proceso del retrato diario, pero no pasamos de allí. Un día me enteré de que iba a exponerlos en Lokkus Arte Contemporáneo y pude ver en la página web de la Galería uno de los meses del año: abril. Hice contacto con José Ignacio vía correo electrónico. Le anuncié que quería escribir un texto sobre los retratos pero que necesitaba ver más, no solo los de abril, quizá algunos realizados al principio y otros al final del año. Mi pedido incluía el primero y el último retrato. José respondió al correo y me hizo llegar por la misma vía retratos realizados en distintos momentos del año. Los consideré con atención en la pantalla de mi computadora, más de una vez los busqué para recorrerlos, entonces sucedió algo inesperado: la sensación de que necesitaba ver más retratos me alcanzó, un año es extenso y lo que sucede de un día al otro puede estar al origen de situaciones inesperadas sobre todo si se trata de uno cada día. Quería verlos verlos todos, si era posible, mirarlos de cerca, entrar en ese espacio, establecer una suerte de conversación con ellos, hablar de momentos, de devenires; pasarlos y repasarlos. Hice el pedido a José y entonces recibí en mi correo los trescientos sesenta y seis retratos que hacen parte de su proyecto “Self - ie - Portrait”.Lea también: Voces y carteras. Cerámicas de Lilly Lerner18 de mayoInició así un encuentro con los autorretratos de José que ha tenido varias fases. Primero, acercamiento a una conversación que no iba a ser con él sino con sus autorretratos: lo que dijo, insinuó, quiso decir, logró y no logró en ellos. Los meses pasan, los días, el tiempo, el sol, la lluvia, los viajes, todo es sujeto de retrato aunque su representación no figure. Segundo, hablaríamos poco de técnicas o materiales; los momentos, las expresiones, en algunos casos los borrones o las texturas, mezclas de colores, de apariencia espontánea pero seguramente impuestas por el día, la hora, el ánimo serían más presentes: días de cuerpo entero, seguidos de días con primeros planos al detalle o días por las nubes con copas de árboles al alcance de la mano. Tercero, el contacto con el papel, del mismo tamaño cada día, manifiesta, antes que la técnica: dibujo, acuarela, pluma, seguramente óleo y acrílico, incluso mezcla de material impreso con dibujo o pintura, un designio interior, la representación del instante, del ánimo o del pensamiento. Quizá por eso la representación no es la literalidad, en algunos casos dejó de lado el parecido y se concentró en detalles, formas, colores, texturas.Le puede interesar: Un día río arribaEl cruce con los autorretratos de José Ignacio Vélez es a trescientas sesenta y seis voces, cada día viene con su voz. Algunos gritan, otros callan, los hay que murmuran, ríen o parecen sonreír. Cuando el retratado mira para otro lado la pregunta es ¿qué estará mirando?, ¿qué llamó su atención?, ¿qué vió? y sobre todo qué ve él, retrato de él mismo. Es una aventura vivida en su totalidad del primero al último día. Conversar con el retrato me llevó tras los autorretratos de José Ignacio, seguramente, de mirarlos y remirarlos la elaboración de lo sucedido aquel año se reflejará en otras obras, en otros momentos, en otras reflexiones. Recorrer sus retratos es una aventura misteriosa que abre múltiples espacios de representación.17 de julio“Self-ie-Portrait” los autorretratos de José Ignacio Vélez están en Lokkus Arte Contemporáneo. Recorrido virtual 3D de la exposición: https://www.lokkus.com/self-ie-portrait. Vistas presenciales con cita previa: 318 389 5244 y 321 605 0670.
Desde hace algunos años, selfie es la palabra con mayor incremento en su uso gracias a la proliferación de celulares inteligentes, tabletas, cámaras y otras ayudas portátiles que facilitan la relación on line con el mundo entero. La otra razón por la cual su uso aumentó es porque selfiar se ha convertido en un fenómeno cultural que navega con propiedad en las redes sociales donde los participantes, en sus representaciones personales, se permiten una gama infinita de símbolos, objetos o situaciones, incluso mascotas, que los representan y además, son la imagen que en la ficción paralela, cada día más presente y menos paralela, se debe reconocer de sus creadores.Lea también: EsperarUn selfie es una fotografía. Un autorretrato. La operación es sencilla. Consiste en hacer una imagen de uno mismo con la ayuda de un celular a la distancia que permite la extensión máxima del brazo. Los selfies se hacen en cualquier parte pero no en cualquier momento, son el rastro de momentos cuya intensidad es difícil de medir y el selfie es la manera de hacerlo. El selfie es espontáneo y su calidad fotográfica importa poco, lo que importa es que el sujeto se vea, se vea bien, en el momento y en la compañía precisa. ¿Qué significa verse bien? Como la calidad de la imagen no es lo prioritario, verse bien está más del lado de reconocerse, de dejar rastro, haber estado en donde había que estar: “allí”. Y ésta, entonces, es la otra cara del selfie: el “allí”. Un “allí” que ni siquiera es un lugar, que es cuando y el con quien debe ser. Un selfie es la confirmación de que el sujeto existe pero con prueba visual de su existencia.El selfie ha evolucionado. Lo que en un inicio fue representación en un contexto especial, quizá único, ha dejado paso a la intervención de símbolos que representan, situaciones que sugieren o accesorios que emocionan. El selfie necesitó de ese tipo de enriquecimiento, digamos conceptual, para sobrevivir en el espacio sin tiempo de la ficción paralela. Los selfies en su necesidad de representar lo que el sujeto piensa o desea de él en paralelo, es decir, una presencia que no es solo física sino también espacial, ha encontrado que su figuración virtual, vista o reproducida en objetos, textos, figuras, otras imágenes o movimientos, cumple la función de representar sus sentimientos más íntimos, difícil de lograr en otras circunstancias porque la esencia selfie tiene más de ficción que de realidad. Que el selfie tenga más de ficción que de realidad es algo que parece evidente aun desde el Renacimiento cuando los grandes maestros se retrataban en situaciones inesperadas o en medio de grupos donde su presencia, imposible en esas compañías, era certificado de autenticidad o de crítica.Puedo decir ahora, después de esta introducción, que soy un perseguidor de selfies, y que la acción de selfiar es un ejercicio al que dedico buena parte del tiempo que me dispenso en la ficción porque tengo el convencimiento de que vivimos en ella, presente o paralela, y que la realidad es solo una consecuencia. Entonces voy por las calles virtuales que transito en la pantalla de mi computadora y persigo selfies. Me detengo frente a ellos, ellos no me ven, están del otro lado, y los considero a mis anchas. Algunos me causan risa, otros estupor, otros son incomprensibles, pero he llegado a la conclusión de que aquellos de gentes que no conozco personalmente, quiero decir, sus selfies en la mayoría de los casos, me han llevado a hacerme su amigo o por lo menos su contacto. Y entonces los persigo, voy tras ellos a diario a ver si han cambiado. Una contingencia que perfila a los selfies es su capacidad de cambio frecuente, si hoy es un texto lo que traduce una actitud del alma, digamos; mañana puede ser un paisaje o una piedra, incluso una imagen de juventud o niñez es válida si el momento lleva a la nostalgia.En alguno de mis recorridos vi una mujer que hizo su selfie girando delante de una cámara y en cada giro el color proyectado sobre su cara era distinto y, a pesar de que su expresión era la misma, seria e impasible, el color hacía ver en cada giro una expresión distinta; el cabello negro, abundante y ondulado que pasaba al mismo ritmo frente al espectador era el vínculo entre las expresiones, una suerte de telón que se abre y se cierra delante de un escenario cada vez distinto. Vi también un hombre que se hizo tatuar su propio retrato en el pecho y desde los cuarenta y cinco centímetros que el brazo permite alejar el celular, hizo su selfie. Y aunque en apariencia se trata un selfie corriente de doble representación, el hombre cambió cada día la manera de hacerlo hasta lograr que aun sin mostrar el tatuaje fuera evidente que estaba “allí”. Es el mismo “allí” que en ocasiones es “allá”, “acá”, “detrás”, “en frente” o “más allá”.Me he encontrado con selfies concebidos a partir de formas reconocidas, como libros, cajones, nubes o reflejos de espejo, que imagino, no debe ser cualquier espejo, debe ser el espejo que ha visto ese reflejo durante días, meses o años y puede dar testimonio del tiempo. Un selfie así, uno en particular, me tuvo varios meses siguiéndole la pista. Y para decir la verdad no he podido descifrarlo. Imagino que se trata de un saltimbanqui que en ocasiones hace de mago o al contrario; imagino que le gustan los circos y, como el personaje del mago con quien estuve en contacto hace unos años, el Gran Marolini, tiene la capacidad de ser y no ser.Le puede interesar: Las otras callesEs seguro que hay quien piense que exagero y que selfie es solo la representación sencilla del personaje, su compañía y su momento, su presente en otras palabras. Quienes han llegado a esta línea del texto han notado que selfiar tiene para mí un atractivo especial y los atributos que otorgo a la acción de crear selfies va más allá o más acá, en la virtualidad no se sabe. Debo decir que he cometido algunos, solo que no los he hecho públicos y en ocasiones han pasado por personajes de las ficciones que saltan en permanencia frente a mí. Me siento como el mago que mencioné en el párrafo anterior, con la posibilidad de mutar entre la “monja de clausura”, el hombre “suiche”, o la sombra que no es otra cosa que una presencia donde no debe estar. Así son los selfies, representaciones prestadas que tomaron el lugar de los autorretratos…© Saúl Álvarez Lara / 2020
Un miércoles a primera hora de la mañana, un par de años antes de la coyuntura que nos acorrala, fui a la Administración Municipal. Para evitar filas y congestiones llegué antes de la hora. Fui tercero en la fila de espera con tan buena suerte que las personas de los primeros puestos estaban allí en busca de servicios distintos al mío. Tomé de la máquina dispensadora el ficho G22 que me acreditaba como el primero en la fila frente a las ventanillas de despacho al usuario. La diligencia fue rápida. Menos de tres minutos después iba camino al edificio donde despachan los abogados, a la vuelta de la esquina, porque la joven funcionaria tras la ventanilla no tenía autorización para confirmar mi diligencia sin la autorización de Jurídica.Lo bueno, si así se puede llamar, comenzó en la Jurídica, un espacio amplio con muros pintados de verde y cubículos en el centro del salón a la misma distancia de las paredes. A esa hora de la mañana, ocho y doce minutos no había público. Cuando me acerqué al cubículo que una dama me indicó con un movimiento de manos, al fondo, en la fila de atrás, el funcionario apoyado en su escritorio dijo “qué caramelo tan escaso”, en referencia a otra persona, quizá compañero de trabajo, pensé en ese momento. La frase podía llevar a interpretaciones: un sujeto amigable o extraño, lo contrario, o también alguien con quien no era posible caer en el descuido. Sin lugar a dudas era una advertencia.Lea también: LinchadoEl funcionario me invitó a ocupar una silla frente a su escritorio. Explique la situación, le entregué las hojas que su colega de la ventanilla me pidió que hiciera revisar por los expertos de Jurídica y esperé. El análisis fue rápido. El funcionario, Augusto de Jesús Araque Pinilla, según la escarapela con fotografía, escudo de la Municipalidad, sello y firma registrada que colgaba de su camisa blanca, impecable a esa hora, lo identificó. Augusto, lo seguiré llamando así, aseguró que su colega de la ventanilla tenía razón y era necesario hacer algunos ajustes en la liquidación de los documentos. No hay ningún problema, dijo, haremos la operación rápidamente, Sistema está funcionando muy bien hoy. A esta hora es veloz agregó para tranquilizarme. Eran las ocho y quince minutos de la mañana. Las voces de otros funcionarios en los cubículos vecinos se escuchaban alegres, había poco público a esa hora y tenían tiempo para conversar. Augusto concentrado en su computadora hacía los ajustes necesarios para solucionar mi caso, no los escuchaba y mi silencio parecía ayudarlo en la tarea. En ocasiones dejaba de escribir en el teclado y anotaba números en un papel diminuto. En ocasiones parecía reflexionar, más tarde me di cuenta que esperaba que la computadora hiciera su parte del trabajo. A las ocho y media, me miró con algún desgano pero no habló y yo en mi función de espera tampoco dije nada. Tal vez ocho o diez minutos después un hombre llegó hasta el cubículo y le preguntó por unos papeles oficiales. Augusto se desconcentró de la pantalla y de su labor en mis documentos y dio al hombre algunas indicaciones, éste respondió con una pregunta y Augusto se apresuró a dar otras indicaciones, de nuevo una pregunta y más indicaciones. Entonces Augusto dijo al hombre que lo llamara en diez minutos, la diligencia conmigo no le tomaría más tiempo y en ese momento le entregaría toda la información necesaria. El hombre se disculpó y se fue. Faltaban cinco minutos para las nueve. Augusto y yo no hablábamos. A las nueve y cuarto dijo: no me da. ¿Qué pasa? pregunté. No encuentro la solución, respondió, Sistema no quiere reconocer ciertos datos. ¿Y entonces? pregunté de nuevo. A partir de ese momento Augusto comenzó a referirse al Sistema como si se tratara de otra persona que se encontraba allí con nosotros. Cada vez que la operación fallaba era él, Sistema quien no quería responder o hablaba de otra cosa. En ocasiones murmuró palabras incomprensibles y me di cuenta que se dirigía a Sistema. A las nueve y media, dijo, voy a llamar al técnico, descolgó el teléfono y marcó tres veces números equivocados, a la cuarta vez dijo: Wilson tengo un problema con Sistema, lo dijo así como si se tratara de alguien conocido por ellos, y luego se lanzó en una explicación sobre las actitudes que estaba tomando en ese momento. Wilson debió dar indicaciones sobre la forma de tratar a Sistema, sobre todo si se volvía voluble, sin embargo, le aseguró que se encargaría de ponerlo en su sitio desde su escritorio. Augusto, más tranquilo, cesó de teclear, cruzó los brazos y miró fijamente la pantalla. Está esperando algo de Sistema, pensé. Eran casi las diez de la mañana cuando dijo, está bloqueado. ¿Quién? pregunté. Sistema se bloqueó y no quiere hacer nada, respondió. ¿Qué hacemos? Augusto me miró con el mismo desgano con que Sistema lo miraba a él y preguntó, ¿No tiene otra diligencia para hacer? No, respondí.A las diez sonó el teléfono. Imaginé que era Wilson con buenas noticias sobre Sistema pero no, era una llamada personal para Augusto. A las diez y media, Sistema no se había recuperado de su rabieta, Faltaba un cuarto para las once cuando sonó otra vez el teléfono, por las respuestas me di cuenta de que era el hombre que había prometido llamar más tarde. Mientras hablaba, Augusto me miraba como disculpándose con el hombre por mi presencia allí, cuando dijo, sí, todavía está aquí, constaté que la disculpa era verdadera y no sabía cómo justificar mi presencia allí. Sí, dijo antes de colgar, en diez minutos.Faltaban diez minutos para las once cuando se paró de su silla y salió del cubículo. Cuando regresó, la situación no había cambiado, Sistema seguía bloqueado en su actitud y entre Augusto y yo las palabras no circulaban, aunque hicimos intentos de conversar no fructificaron y siempre quedaron en las primeras frases. El silencio instalado entre nosotros me permitió notar el cambio que Augusto estaba sobreviviendo a medida que pasaban los minutos. Era mínimo y muy lento, pero entre el funcionario bien peinado y recién planchado que encontré a las ocho y cinco de la mañana, y el hombre de pelo parado, camisa arrugada, escarapela al revés, nudo de corbata caído y botón cerrado, como el doctor Mejía, había un mundo de diferencia. Pensé que Sistema estaba ganando su punto y la descomposición de Augusto era la muestra real de su derrota. Eran las doce cuando Wilson llamó para decir que se iba a almorzar y que a las dos de la tarde daría solución al problema, Augusto me comunicó lo dicho por su colega, constató la hora, me miró con la intención de saber si yo conservaba la costumbre de almorzar y murmuró para sí “Qué caramelo tan escaso”.Le puede interesar: EsperarLo narrado sucedió hace algunos años, antes de que la cuarentena hiciera parte de nuestro día a día y con ella el desborde de encuentros por todos los medios con Sistema que en ocasiones parece accesible, en ocasiones no responde ni siquiera al teléfono y en ocasiones, como el “caramelo escaso” de Augusto, se limita a mirarnos con sorna desde su nube, su no lugar, su nada.© Saúl Álvarez Lara 2007 / 2020
La necesidad de escribir estas páginas se reveló una tarde por una razón de peso. La fuente de los temas sobre los que he escrito en los últimos años, las ficciones que me salen al paso, vienen de la calle y en estos momentos es imposible salir porque no es bueno para la salud. En un atardecer de brillantez inesperado decidí que si la calle de afuera, de las vías y los pasantes y las ficciones que deambulan en todos los sentidos era imposible, lo mejor que podía hacer era buscar en las otras calles, las virtuales, aquellas que conocemos como “redes sociales” o en internet, para no ir más lejos. Así sin más. Me pareció que por allí, por aquellos entresijos a los que entro por la pantalla de mi computadora o del celular, eran tan ricos o más que las calles de la “llamada realidad”. En las calles de la “llamada realidad” los pasantes no se muestran, solo se dejan ver y en condiciones propicias: vestidos así o asá, en esta pose o en esta otra; no se muestran como son por temor del otro, del qué dirán. En las calles de la virtualidad que tienen la misma función que las de verdad, con esquinas, lugares de reunión, grupos y otras posibilidades de encuentro, cruce de palabras o mensajes completos, los “interúntes o redeúntes”, los llamaré así, se muestran, hablan más de la cuenta, critican y se destapan. ¿Por qué? Porque el otro está al otro lado de la pantalla, lejos, no lo vemos, y si dice o escribe o linkea algo que no nos gusta, no es con nosotros y listo.Le puede interesar: Leer, en Ficción La Revista 8Circulan muchos videos por las otras calles, podría decir que una entrada sobre tres es un video, las otras son fotografías supuestamente bellas para quien las sube allí o frases dichas por personajes famosos que, la verdad sea dicha, no parecen de la cosecha de esos personajes. A pesar de la posibilidad de no estar en cuerpo a cuerpo, de viva voz con los habitantes de la virtualidad, sus calles, recovecos o esquinas son tan complicadas como aquellas que hemos recorrido a pie, en bus, rumbo al trabajo, a una cita o de paseo; tan congestionadas que en cualquiera de sus avenidas se pueden correr los mismos peligros y zozobras, quizá más, que en las calles a las que estamos acostumbrados, donde abunda la multitud, el gentío, los transeúntes que por no mirar al otro impiden el tránsito normal de los que van o vienen. En “la llamada realidad” es posible encontrar calles desiertas, esquinas sin tráfico, lugares sin ruido. En la virtualidad no hay de eso, cualquier video, cualquier fotografía, cualquier letrero, y abundan, viene acompañado de una música que en general tiene poco que ver con la imagen o figura que acompaña. La ventaja evidente de las calles comunes y corrientes está en que uno puede encontrar cafeterías, tiendas o centros comerciales donde detenerse y probar un café, un helado o una cerveza. En las de la virtualidad no. Si uno quiere tomar algo, un café por ejemplo, lo mejor es ir hasta la cocina y servirlo, después sí, regresar frente a la computadora o el celular a aquel espacio inasible, muchas veces innombrable, donde los unos y los otros se desdoblan y muestran fases de sus personalidades que de viva voz no mostrarían.Pero también hay esquinas extraordinarias. En una de ellas me crucé con un texto de Paul Auster donde narra que en una población de Ucrania, de donde era originario su abuelo que murió veintiocho años antes de que él naciera, hubo una invasión de lobos. En 1944, cuando el ocupante alemán fue expulsado, los soldados rusos encontraron jaurías de lobos en las calles desiertas que se tomaron el lugar de los habitantes; jaurías, en las calles, en las plazas, en las casas. Auster nunca pudo comprobar si la historia era cierta o no, en ninguna parte encontró información sobre este hecho; tan inimaginable, como el rebaño de ovejas que encontré otro día algunas calles más allá, transitando por la avenida de una ciudad casi desierta. En la misma esquina donde me crucé con las ovejas encontré un libro abierto en la página ciento noventa y nueve. En el último párrafo de la página subrayado se podía leer: “… Cuando el propio Stalin fue encontrado muerto, había una grabación del concierto para piano número veintitrés de Mozart en su tocadiscos…” Extraño ¿no? Nunca imaginé al señor Stalin escuchando a Mozart o, quizá, fue eso lo que lo mató.En tiempos normales escribo en mi celular lo que veo cuando salgo a la calle, monto en bus, o recorro las aceras, con frecuencia me siento en cafeterías y escribo sobre aquello que los otros, los parroquianos ocupados que esperan o desocupados que no esperan nada, hacen o sugieren que hacen. Pero no escribo todos los días porque no salgo todos los días. Solo escribo los días que salgo. Por eso asumir la virtualidad como una calle donde la gente se muestra, en ocasiones es una calle, en ocasiones una avenida, en ocasiones un edificio o una ventana, es de todos los días. La virtualidad no se detiene, como las grandes urbes nunca duerme, muta, y todos, a diferencia de los habitantes de la “llamada realidad” que hacen creer que no miran a nadie, los habitantes de la virtualidad que son los mismos de la “llamada realidad” obran como si nadie los viera. Entre unas cosas y otras he olvidado escribir sobre un hombre, en video, que vi en una esquina. Es posible que no haya sido en una esquina sino un punto preciso entre dos calles, delante de una pared alta; parece alta porque el hombre podría ser de estatura normal y entre el límite de su cabeza y el borde de la imagen donde lo veo hay un espacio que podría ser la mitad de su estatura. Es un hombre alto delante de una pared alta y sin accidentes, lisa. Está frente a la pared, quieto, casi quieto, lo único que mueve es el brazo derecho, lo levanta hasta el mentón y luego lo baja hasta desaparecer de la imagen. En cada movimiento de la mano una máscara, distinta, sube hasta cubrir su cara de colores y expresiones que van de la risa a la seriedad; de la mirada punzante a los ojos perdidos entre trazos de colores; de la nariz desmesurada a los dientes a punto del mordisco. Con solo el movimiento del brazo las máscaras suben y bajan tan rápido que en ningún momento es posible ver la cara del hombre o, es posible, la atracción de las máscaras es tan dominante que no permite ver nada distinto a ellas al cambio de personalidad, de intención, de humor. En este momento, algunos días después de haberme cruzado con él y su gama de personajes no puedo asegurar si lo único en color a su alrededor eran las máscaras; es lo que el recuerdo parece asegurarme; el resto de la imagen, según esto, era en blanco y negro, la gabardina era de un tono gris claro y su pelo, revuelto por el ir y venir de las máscaras era negro, no puedo asegurar nada más, solo su cambio de personalidad y su soledad.Lo invitamos a leer: EsperarEs lo que me sucede en las otras calles, las de la virtualidad, donde los habitantes, cientos, miles, millones, siete días sobre siete, veinticuatro horas sobre veinticuatro, acumulan todas las ficciones imaginables y yo ahí. Seguramente es un buen comienzo para una novela de lo por venir…© Saúl Álvarez Lara / 2020