Las otras calles

Autor: Saúl Álvarez Lara
25 mayo de 2020 - 12:09 AM

En “la llamada realidad” es posible encontrar calles desiertas, esquinas sin tráfico, lugares sin ruido. En la virtualidad no hay de eso

Medellín

La necesidad de escribir estas páginas se reveló una tarde por una razón de peso. La fuente de los temas sobre los que he escrito en los últimos años, las ficciones que me salen al paso, vienen de la calle y en estos momentos es imposible salir porque no es bueno para la salud. En un atardecer de brillantez inesperado decidí que si la calle de afuera, de las vías y los pasantes y las ficciones que deambulan en todos los sentidos era imposible, lo mejor que podía hacer era buscar en las otras calles, las virtuales, aquellas que conocemos como “redes sociales” o en internet, para no ir más lejos. Así sin más. Me pareció que por allí, por aquellos entresijos a los que entro por la pantalla de mi computadora o del celular, eran tan ricos o más que las calles de la “llamada realidad”. En las calles de la “llamada realidad” los pasantes no se muestran, solo se dejan ver y en condiciones propicias: vestidos así o asá, en esta pose o en esta otra; no se muestran como son por temor del otro, del qué dirán. En las calles de la virtualidad que tienen la misma función que las de verdad, con esquinas, lugares de reunión, grupos y otras posibilidades de encuentro, cruce de palabras o mensajes completos, los “interúntes o redeúntes”, los llamaré así, se muestran, hablan más de la cuenta, critican y se destapan. ¿Por qué? Porque el otro está al otro lado de la pantalla, lejos, no lo vemos, y si dice o escribe o linkea algo que no nos gusta, no es con nosotros y listo.

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Circulan muchos videos por las otras calles, podría decir que una entrada sobre tres es un video, las otras son fotografías supuestamente bellas para quien las sube allí o frases dichas por personajes famosos que, la verdad sea dicha, no parecen de la cosecha de esos personajes. A pesar de la posibilidad de no estar en cuerpo a cuerpo, de viva voz con los habitantes de la virtualidad, sus calles, recovecos o esquinas son tan complicadas como aquellas que hemos recorrido a pie, en bus, rumbo al trabajo, a una cita o de paseo; tan congestionadas que en cualquiera de sus avenidas se pueden correr los mismos peligros y zozobras, quizá más, que en las calles a las que estamos acostumbrados, donde abunda la multitud, el gentío, los transeúntes que por no mirar al otro impiden el tránsito normal de los que van o vienen. En “la llamada realidad” es posible encontrar calles desiertas, esquinas sin tráfico, lugares sin ruido. En la virtualidad no hay de eso, cualquier video, cualquier fotografía, cualquier letrero, y abundan, viene acompañado de una música que en general tiene poco que ver con la imagen o figura que acompaña. La ventaja evidente de las calles comunes y corrientes está en que uno puede encontrar cafeterías, tiendas o centros comerciales donde detenerse y probar un café, un helado o una cerveza. En las de la virtualidad no. Si uno quiere tomar algo, un café por ejemplo, lo mejor es ir hasta la cocina y servirlo, después sí, regresar frente a la computadora o el celular a aquel espacio inasible, muchas veces innombrable, donde los unos y los otros se desdoblan y muestran fases de sus personalidades que de viva voz no mostrarían.

Pero también hay esquinas extraordinarias. En una de ellas me crucé con un texto de Paul Auster donde narra que en una población de Ucrania, de donde era originario su abuelo que murió veintiocho años antes de que él naciera, hubo una invasión de lobos. En 1944, cuando el ocupante alemán fue expulsado, los soldados rusos encontraron jaurías de lobos en las calles desiertas que se tomaron el lugar de los habitantes; jaurías, en las calles, en las plazas, en las casas. Auster nunca pudo comprobar si la historia era cierta o no, en ninguna parte encontró información sobre este hecho; tan inimaginable, como el rebaño de ovejas que encontré otro día algunas calles más allá, transitando por la avenida de una ciudad casi desierta. En la misma esquina donde me crucé con las ovejas encontré un libro abierto en la página ciento noventa y nueve. En el último párrafo de la página subrayado se podía leer: “… Cuando el propio Stalin fue encontrado muerto, había una grabación del concierto para piano número veintitrés de Mozart en su tocadiscos…” Extraño ¿no? Nunca imaginé al señor Stalin escuchando a Mozart o, quizá, fue eso lo que lo mató.

En tiempos normales escribo en mi celular lo que veo cuando salgo a la calle, monto en bus, o recorro las aceras, con frecuencia me siento en cafeterías y escribo sobre aquello que los otros, los parroquianos ocupados que esperan o desocupados que no esperan nada, hacen o sugieren que hacen. Pero no escribo todos los días porque no salgo todos los días. Solo escribo los días que salgo. Por eso asumir la virtualidad como una calle donde la gente se muestra, en ocasiones es una calle, en ocasiones una avenida, en ocasiones un edificio o una ventana, es de todos los días. La virtualidad no se detiene, como las grandes urbes nunca duerme, muta, y todos, a diferencia de los habitantes de la “llamada realidad” que hacen creer que no miran a nadie, los habitantes de la virtualidad que son los mismos de la “llamada realidad” obran como si nadie los viera. Entre unas cosas y otras he olvidado escribir sobre un hombre, en video, que vi en una esquina. Es posible que no haya sido en una esquina sino un punto preciso entre dos calles, delante de una pared alta; parece alta porque el hombre podría ser de estatura normal y entre el límite de su cabeza y el borde de la imagen donde lo veo hay un espacio que podría ser la mitad de su estatura. Es un hombre alto delante de una pared alta y sin accidentes, lisa. Está frente a la pared, quieto, casi quieto, lo único que mueve es el brazo derecho, lo levanta hasta el mentón y luego lo baja hasta desaparecer de la imagen. En cada movimiento de la mano una máscara, distinta, sube hasta cubrir su cara de colores y expresiones que van de la risa a la seriedad; de la mirada punzante a los ojos perdidos entre trazos de colores; de la nariz desmesurada a los dientes a punto del mordisco. Con solo el movimiento del brazo las máscaras suben y bajan tan rápido que en ningún momento es posible ver la cara del hombre o, es posible, la atracción de las máscaras es tan dominante que no permite ver nada distinto a ellas al cambio de personalidad, de intención, de humor. En este momento, algunos días después de haberme cruzado con él y su gama de personajes no puedo asegurar si lo único en color a su alrededor eran las máscaras; es lo que el recuerdo parece asegurarme; el resto de la imagen, según esto, era en blanco y negro, la gabardina era de un tono gris claro y su pelo, revuelto por el ir y venir de las máscaras era negro, no puedo asegurar nada más, solo su cambio de personalidad y su soledad.

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Es lo que me sucede en las otras calles, las de la virtualidad, donde los habitantes, cientos, miles, millones, siete días sobre siete, veinticuatro horas sobre veinticuatro, acumulan todas las ficciones imaginables y yo ahí. Seguramente es un buen comienzo para una novela de lo por venir…

 

© Saúl Álvarez Lara  / 2020

 

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