La frase era de Mae West (eso le habían dicho) y todos los días se la repitió como una oración. “Las mujeres viejas vamos a todas partes”, se dijo subiendo las escaleras de su casa, mirando por la ventana, dándole de comer a los canarios que tenía en el patio de atrás, que eran tres y uno de ellos muy gordo; viendo la luna cuando se dejaba mirar y hasta cuando se pintaba las uñas. Le gustaba el color rojo vivo. También musitaba la frase al terminar de leer un libro o al apagar la radio después de una canción. Siempre apagaba el aparato cuando alguien estaba cantando y así la música y el canto le quedaba por un momento en la cabeza. Sonreía cerrando los ojos, que seguían siendo color almendra y redondos. A veces las arrugas se los rodeaban y le daban aspecto de nuez. Dos nueces, una a cada lado de la nariz un poco curva.Lea también: Un día de trabajoRebeca Abulafia, que por años siguió viviendo con su marido, aunque vivir, como nos contó, era ya una historia pasada, hacía tortas de miel y pasteles hojaldrados por pedido, arreglaba porcelanas quebradas (tenía herramientas de orfebrería, pinceles finos y pinturas italianas) y acompañaba al centro de la ciudad a toda amiga que se lo pidiera. La ciudad la atraía y buscaba cualquier excusa para salir del apartamento: necesitaba la gente, el ruido, una que otra emoción, ver cómo donde antes había algo, ahora se veía otra cosa.En los años que tenía, que eran los de la sequedad, Rebeca no había perdido el porte ni la risa. Conservaba unos buenos dientes. Y si bien el rouge le duraba poco en los labios, igual que el toque naranja suave que se aplicaba en las mejillas, la risa le compensaba estas faltas. Y a su marido, un buen vecino ya, le sonreía. Lo vio regarse por encima del sillón desde donde miraba el televisor. Por los días de esa expansión, el hombre había dejado de rezar (ya no creo en D’s, para que lo sepas, le dijo en 1999), se había olvidado de toda ingeniería (había ejercido la ingeniería civil) y los libros de su biblioteca ya no se movieron más. Cada tanto, la mujer los limpiaba para que el polvo no se tomara el lugar. Así que siguió atenta a que su marido no desapareciera. Lo oyó toser, moverse en el sillón, maldecir, pedir algo de comer o solicitar una bufanda. En días y noches, Rebeca llegó a la certidumbre que ya no era comida ni ropa limpia lo que ponía al alcance de su marido, sino ofrendas a un Buda. La mujer le había escrito a su hija: tu padre se infla como un globo, una tarde estallará o saldrá volando. Pero no te preocupes, ya sé qué hacer en este caso. La hija le respondió hablándole de una nueva casa, de un reconocimiento importante a su esposo (era médico) y de otro embarazo que había llegado a nada, a un aborto minúsculo (decía en un renglón de letra pequeña). Que el padre explotara o saliera volando, pareció importarle poco.Con la frase, las mujeres viejas vamos a todas partes, Rebeca, cuando no tenía nada qué hacer (pasaba cuando llovía mucho), se dio también a tejer. Y fue por los días del rouge que desaparecía en la boca (debe tener los labios secos, se dijo) cuando los pedidos de pasteles y tortas fueron disminuyendo, al igual que las porcelanas que se quebraban. Así que se miró las manos y se dijo: a tejer. Comenzó con unas carpetas, pasó luego a los calcetines. Hizo quipot (sombreritos para el rezo), tejió un par de bufandas en las que abundaban las lámparas de siete brazos y habló de sus tejidos en la sinagoga, en la parte donde se hacían las mujeres, sacando del bolso unas muestras. Las quipot gustaron mucho. Un sábado, en el rezo de la mañana, vio que algunos hombres las estaban usando. Se sintió muy bien. Ese día, leyendo las oraciones del sidur (libro de rezos), intercaló: las mujeres viejas vamos a todas partes, y lo dijo en voz alta. La mujer que estaba su lado, la esposa de nuestro panadero, la miró extrañada. ¿Qué dices?, le preguntó. Lo que hay que decir a esta edad, le respondió Rebeca. Sigue rezando.Tortas, pasteles, tejidos, una que otra reparación, caminatas acompañando a sus amigas a comprar o esperarlas mientras hacían una fila en el banco, lo que le servía a su marido y ponía encima de la mesita al lado del sillón, la comida que les daba a los canarios, lo que miraba por la ventana, el rouge que se le caía de los labios, todo esto comenzó a anotarlo, Rebeca Abulafia, en una libreta. Y a esas notas le agregó entradas a lugares equivocados, cines en los que la película la durmió, restaurantes pequeños en los que alguien le guiñó un ojo, calles interminables bajo el sol, taxistas que nunca le hablaron y la miraron por el retrovisor, no fuera y ella sacara una pistola y se las pusiera en la nuca (esto que anotó la hizo sonreír, no tenía cara para hacer esto). La libreta era pequeña y gorda, las páginas tenían renglones y su letra era como una marcha de hormigas. Y algunas de las notas las hizo con letras hebreas. Si alguien va a leer esto, que lo lea en todas las direcciones, se dijo. También añadió algunos dibujos, lo que la llevó a la infancia. Los barquitos abundaban a lo largo de esas notas, al igual que trenes que echaban humo.Las mujeres viejas vamos a todas partes, no estaba mal la frase de Mae West, la de la cintura de avispa y muchos hombres detrás. La del cine en blanco y negro y un pianista que ambientaba la escena. Pobre Mae, suspiró Rebeca en medio de un juego de cartas. Y las otras que jugaban con ella, preguntaron: ¿quién es Mae? ¿Un perrito? Rebeca, ya sin rouge en los labios, les sonrió.-Es una mujer vieja- les dijo.-¡Ah!- dijeron las otras y volvieron a sus cartas. Rebeca pensó que con rabia o susto, pues escupieron sobre las manos para que no las tocara el mal de ojo. Por los días de Rebeca Abulafia (que fueron muchos y variados), muchas de esas mujeres habían atravesado el mar con maletas grandes en las que se escondieron algunos demonios y duendes de la vieja tierra. Y a esos había que escupirlos e incluso machacarlos, si aparecían en la tabla de la cocina o en alguna conversación. Claro que en ocasiones aparecían en las camas, pero las jugadoras de cartas se hacían las dormidas.La ciudad con sus calles arboladas, avenidas cargadas de vehículos, semáforos cambiantes, buses repletos, taxis amarillos, gente con sombrero y sin él; con avisos y vitrinas donde se exhibían desde ollas a pequeños santos de yeso, aceras donde algunos trataban de vender algo medio escondido, mujeres de caderas amplias y tacones, edificios con porteros mirando el teléfono o leyendo el periódico, fue el escenario vivido de Rebeca Abulafia, sin contar resolanas, lluvias largas y cortas, y predicadores de la Biblia en algún parque. Y cuando llegaba a su casa, descansaba. Aunque hubo una ocasión en que llegó, calentó agua y luego puso sus pies adentro de la palangana, tomó una navaja de filo delgado y, frente a su marido, se rebanó un callo. El hombre la miró con cansancio: un día de estos caerá uno de tus dedos a mi lado y yo vomitaré.-Te hará bien-, dijo Rebeca.Pero lo del dedo no pasó y ella siguió caminando, subiendo y bajando escaleras, y en ocasiones saltando en la acera como si jugara a la rayuela. Unas veces la miraban y otras no. Una vecina le preguntó:-¿No estás muy vieja para eso?- Rebeca le dijo que no. El rouge de los labios solo le cubría el labio inferior, lo que le dio el aspecto de alguien que hubiera perdido los dientes de adelante. Pero cuando sonrió se le vieron completos, aunque un poco amarillos. Ella se los cuidaba mordiendo raíces secas de limoncillo. Ese día de la vecina, se preguntó si valía la pena seguir tejiendo, pero llegó a la conclusión de que cada tanto no vendría mal juntar una hebra de lana con otra. No le dijo nada a la vecina, que parecía clavada a la puerta del edificio. La tarde ya estaba cayendo y esa mujer era un reguero de luces y sombras.Rebeca Abulafia caminó y caminó (aunque cuando le dolían las piernas se calmaba el dolor con anti-inflamatorios), a veces con una caja de tortas y pasteles, en otras con un paquete que contenía hilos y agujas, las más yendo y viniendo como un pájaro. Y mientras lo hacía y los relojes marcaban las horas, enterró al marido (en la sinagoga, rezando el kadisch, sus amigas le pidieron que llorara), tejió más calcetines y bufandas y al final, después de escribirse muchas veces con su hija y anotar cosas en la libreta, hizo las maletas, cerró la casa y tomó el tren de la tarde, un día asoleado. ¿A dónde se fue? No lo sabemos. Quienes hablaron con su hija no recibieron ninguna respuesta convincente. O sí, que andaba por alguna ciudad, parando en las esquinas a tejer y a pintarse los labios. Y que en la espalda lucía un cartel: las mujeres viejas vamos a todas partes.Lea también: En viaje-Claro que esto no es fácil de creer- dijeron los judíos del edificio cercano al apartamento donde vivía Rebeca. A uno de ellos, a don Abraham Selig que sabía de herramientas y tenía una ferretería, Rebeca Abulafia le había dejado la llave de la puerta, pidiéndole que, si entraba, no destapara nada. Y fue don Abraham el que acotó:-No se dice creer sino aceptar, admitir, certificar. Uno cree en cualquier cosa-. Se oyó el canto de los canarios cuando lo dijo, lo que fue raro, pues Rebeca Abulafia se había ido con ellos. Cuando salió con las maletas y la jaula en la mano, se la veía muy graciosa. La vecina esa de cuando la vio jugando a la rayuela, dijo: ni tanto.
El cielo se oscureció y un relámpago amarillo re reflejó en los ventanales de los edificios y encima de los de los autos y autobuses que a esas horas pasaban por allí. De inmediato sonó un trueno largo y comenzó a llover. Y los hombres que trabajaban en la alcantarilla subieron rápido a la superficie, corrieron hasta el camión de la empresa de servicios telefónicos y se resguardaron adentro. La lluvia que caía era fuerte y abundante y en un momento convirtió la calle en un arroyo y opacó los vidrios del camión donde estaban los hombres. El frío comenzó a colarse por la puerta entreabierta. Afuera se veía gente resguardándose en las puertas de los almacenes y edificios y no se vio ni un solo paraguas.Lea también: En viaje-Creo que no trabajaremos más-, dijo Andrade y se frotó las manos grandes y de dedos callosos. Se le notaba la mugre entre las uñas.-Eso lo decido yo-, contestó un hombre de cara cuadrada y pelo ensortijado. Tenía la nariz grande y una boca de labios gruesos. Era el jefe. Los hombres que estaban al lado de Andrade miraban al suelo.-Este aguacero puede durar mucho-, siguió diciendo Andrade. Las manos del hombre se abrieron y cerraron.-Es mejor que te calles-, dijo el jefe. Se pasó la mano por encima de la nariz grande.-Me pagan por soldar tubería, no por callarme-, dijo Andrade. Los otros hombres levantaron la vista. Estaban sucios y cansados. Hasta el momento de salir a resguardarse, llevaban más de cinco horas dentro de la alcantarilla.-Me duele la cabeza-, dijo el jefe y se recostó contra una caja de herramientas en la que se veía una estopa grande. Lo miraron. El interior del camión era amplio y los seis que estaban allí podían pasarla cómodos mientras durara la lluvia.-Usted me dice cuándo nos vamos-, dijo el hombre que conducía el camión, dirigiéndose al jefe. Le decían puntilla porque tenía la cabeza grande y era chico. Había estado en Cuba de cuenta del sindicato.-No nos vamos a ir-, contestó el jefe, su pelo rizado daba lástima. Todavía nos falta cerrar los conductos de las líneas telefónicas.-Con la cantidad de agua que va a estar pasando por esa alcantarilla será imposible-, dijo otro de los hombres. Se frotaba un ojo.-Veremos-, dijo el jefe y estiró las piernas. Tenía los botines muy untados de barro y olían mal.-Quién tiene un cigarrillo-, preguntó Andrade. Dos manos se extendieron hacia él. Escogió un cigarrillo de tabaco negro.---Los hombres de la empresa de teléfonos habían llegado a eso de las diez de la mañana y antes de comenzar a trabajar habían bebido café. Luego miraron el mapa técnico que tenía el jefe y uno a uno se fueron introduciendo en la alcantarilla, siguiendo las instrucciones de ese hombre de nariz grande. Y a medida que entraban iban recibiendo las herramientas necesarias. Todos llevaban cascos con linterna, botas de suela gruesa, mascarillas y frascos de oxígeno, por si de pronto había gases peligrosos. Andrade fue el último en entrar y tuvo que hacerlo con cuidado debido a su corpulencia y a que llevaba el equipo más grande. La alcantarilla era amplia y vieja, húmeda y resbalosa. Pero no había ratas ni cucarachas. “Las alcantarillas no son como antes. Las han convertido en túneles de concreto y los ratones se mueren de hambre adentro”, había dicho Andrade antes, pero ahora miraba al jefe que señalaba con una tiza negra los sitios que cada hombre debía intervenir. Accionó el soldador y una llama azul pegó contra el piso. Lo apagó.Escuchar a alguien que habla a través de una mascarilla es tedioso. También lo es seguir los pasos de otro que avanza en la semioscuridad. Pero lo peor es el olor que hay dentro de una alcantarilla, porque no se sabe si es propio del sitio o proviene de los hombres que trabajan allí o de algún animal muerto. Y esto del olor, las voces enmascaradas y la luz intermitente tenían de mal humor al jefe. Claro que nunca lo habían visto contento. Alguien había dicho que tenía un matrimonio podrido y siempre debía dinero a causa de jugar a las cartas o irse de putas y dejar todo el dinero en la casa de citas. Le gustaba presumir. “Él debe haber podrido su matrimonio”, dijo Andrade cuando le contaron.-Andrade, no vuelvas a encender el soldador-, chilló el jefe. La nariz grande se le hizo enorme. -Es que no sé si está bueno, por eso lo ensayo-, dijo Andrade y se tiró un poco el casco hacia atrás. Hacía calor ahí dentro.-¡Pues no lo jodas para que no se acabe de dañar!-, volvió a chillar el jefe y se acercó para mirar el trabajo que hacía otro. “¡Estos ladrones de cobre la hacen cada vez mejor, hijos de puta!”.-Espero que no falle. Le dije que pidiera herramienta nueva-. A Andrade le gustaba poco el jefe, no porque fuera el jefe sino porque le parecía un hombre feo y servil. Además, era de esos que cometía un error y le echaba la culpa a otro. Por eso Andrade lo molestaba probando las herramientas antes de usarlas, igual que los equipos, para que se equivocara.-Si está malo es porque tú lo dañaste-, dijo el hombre de la nariz grande y el pelo ensortijado. El jefe.-No lo dañé yo sino el tiempo, llevo años con cariñito al rojo-. El jefe odiaba que los hombres a su cargo les pusieran apodos a las herramientas. Y esto también lo aprovechaba Andrade para ofuscarlo. -¡A ver qué tan malo está, comienza a soldar aquí!-. La mano del jefe era pequeña y rechoncha. Tenía los dedos gordos y torcidos.-Quite la mano, que se la quemo-, dijo Andrade. Bajó la careta de acero sobre la cara y activó el soldador. Primero fue una llama amarilla corta y luego una azul larga y sonora. El humo de la soldadura hizo recular a los otros hombres.----Casi me quemas con la soldadura, en la alcantarilla-, dijo el jefe. Se había incorporado y se frotaba las sienes con las puntas de los dedos. La lluvia golpeaba el techo del camión.-Eso le pasa por estar calculando cuánto acetileno gasto-. Andrade soltó una bocanada de humo. -Que siempre es más del necesario. El acetileno cuesta-. El jefe sacudió la cabeza y los demás vieron cómo su boca se movía como una trompa. Dos de ellos sonrieron.-Aquí los únicos que no costamos somos los obreros-, dijo el conductor del camión.-¿Y es que vos valés algo, maldito comunista?-, dijo el jefe. Y se rio. “Ustedes los comunistas son cosa de museo”. El conductor se cerró la chaqueta y encogió los hombros.-Vale más que el acetileno-, dijo Andrade y miró el soldador.-Si lo enciendes te saco del camión-, dijo el jefe. Se notaba que la cabeza estaba por estallarle. Tenía los ojos rojos y respiraba con dificultad.-El que debe salir al aguacero es usted. Quizás así se le quite el dolor de cabeza. Al frente hay una farmacia-, dijo el conductor. Seguía con los hombros encogidos y la cabeza hundida dentro del cuello de la chaqueta.-¿Podrías acercar el camión?-, preguntó el jefe.-No puedo, hay dos conexiones dentro de la alcantarilla. Si nos movemos las reviento-. El conductor guiñó un ojo a los hombres que estaban a su lado. Uno de ellos se hizo el que tosía.-¡Qué conexiones! Ahí no debe haber ningún cable conectado-, chilló el jefe. Los pelos rizados se le ampliaron en la cabeza. Dentro del camión olía a húmedo.-Pues salga y compruebe-, dijo Andrade y señaló con el soldador la puerta entreabierta del camión.Le puede interesar: P’al baile---El aguacero comenzó a detenerse cuando ya casi oscurecía. Los hombres se pusieron las chaquetas y salieron del camión. Había muchos vehículos en la calle tratando de abrirse paso al lado de las señales que los hombres habían colocado alrededor de la alcantarilla. Por las aceras se veían personas con paraguas negros y amplios. Una mujer anciana y flaca llevaba uno muy grande.-Es imposible bajar, el agua corre enloquecida-, dijo uno de los hombres mirando al interior de la alcantarilla.-Y los cables que estaban conectados, ¿dónde están? -, preguntó el jefe. Los que estaban a su lado se miraron sonriendo.-Se los debió llevar el agua-, dijo Andrade. La chaqueta que tenía puesta lo hacía ver más grande.-Entonces los van a pagar ustedes-, dijo el jefe. Tenía la voz ronca, el pelo pegado a la cabeza y los pantalones mojados hasta casi la bragueta. Pero ya no tenía dolor de cabeza.-Hay que hacer primero el inventario-, dijo Andrade. –A lo mejor aparecen-. Los demás se frotaron las manos, riendo. Una mujer los miró y movió las manos, parecía decir algo.-Hay mujeres que hablan solas-, dijo Andrade acariciando a cariñito al rojo.
El hombre se llamaba Rubén Papo y tenía la piel marcada por muchas picaduras de mosquitos. En su pasaporte, un documento sucio y grasoso, repleto de sellos negros, rojos y azules, se leía que era turco. En la estación de policía del puerto revisaron con atención el documento. Uno de los agentes, de gran barriga y con cadenas de oro en el cuello, miró también al hombre de los pies a la cabeza y le calculó que no traía nada que valiera la pena. Con Rubén Papo habían llegado una mochila, unas botas barrosas, un sombrero de trapo y una cara de enfermo. Y ya estaba en el puerto, después de un viaje de no sabía ya cuántos días.Lea también: El trompeta-¿Qué viene a hacer?- le preguntó un policía que sudaba detrás de una mesa. A su lado había una pequeña estatua de un buda que reía. Encima, un abanico con las aspas sin moverse y, por todos lados, un calor pegajoso en un ambiente verde y cobre con cucarachas pisadas en el piso. Detrás del hombre que preguntaba, se veía un mapa de Colombia con muchos puntos señalados en tinta roja y algunas cagadas de mosca y grillo. Una bombilla de luz blanca mostraba la oficina: cuatro sillas, una mesa, una foto de mujer con cara de cansancio, tres policías de piel brillante, unos papeles pegados a la pared con un clavo y una caja de cerveza con las botellas vacías.-Vengo a dormir. Necesito una cama limpia y un baño- respondió Rubén Papo diciendo bien que mal eso que pronunció. Su español era fatal. Luego tosió un par de veces, la segunda tosida con un ruido sordo. El policía de las cadenas en el cuello sonrió. Tenía dos dientes forrados en acero. Desde la puerta de la inspección se veía un almacén de variedades. De una grabadora enorme que llevaba al hombro un tipo de sombrero rojo, llegó una música tropical que Rubén Papo no identificó bien. Sonaba muy duro, como si las orejas fueran peras para entrenar boxeo. La imagen del que oía ese ruido desapareció.-¿Trae dinero?, preguntó el policía que seguía con el pasaporte en la mano.-Unos reales brasileros- murmuró Rubén Papo. La mochila en la espalda le daba un aspecto de camello viejo.-No serán falsos- se rio el policía de la mesa y le entregó el pasaporte. –Ya es hora de cambiar esta porquería-. La música que venía de afuera aumentaba el calor. Ese calor macizo de antes del aguacero. Por esa selva llovía cada tanto, de improviso y, después de las aguas caídas del cielo, se deshacían las defensas y los barrancos se iban al río, subía la inundación y la corriente se llenaba de culebras y gusanos. De lo sucias, esas aguas parecían un mal café. Pero no había comenzado a llover.Cuando Rubén Papo salió de la estación de policía, miró al rio. Anclados al muelle, vio dos barcos de quilla oxidada, la lancha a motor en la que había llegado y muchas canoas ya sin nadie. El cielo estaba entre azul y gris, la tormenta no tardaría en llegar. Volteó la cara y miró a la calle larga que se extendía delante de su nariz. Un par de indios pasaron por su lado con bultos a la espalda. Eran pequeños y de pies muy abiertos. Podrán nadar también como patos, supuso Rubén Papo. Él sabía que con esos pies abiertos, los indios subían como micos a las palmeras de chontaduro, manejaban las cuerdas con las que ataban sus bultos y sostenían el cordel cuando los peces que pescaban eran muy grandes. Unos pies que son manos, callosos y ágiles, de uñas gruesas y quebradas.Dejó que los indios lo adelantaran y luego comenzó a caminar. La música salía de los bares y las casas de putas. Vio hombres bebiendo cerveza y cachaza, mujeres acomodándose los senos y sacando la lengua, niños de estómago redondo, comerciantes con la cara entre las manos, una mujer vieja que dormía de pie contra una pared. Abundaban los avisos de colores, los jeeps sucios, los billares llenos de golpes secos, la gente armada y el calor. Rubén Papo miró con atención las fachadas: en alguna aparecería la palabra Hotel. Y una cuadra más allá, todavía entre el ruido de la música, la palabra apareció en letras marrones. Dos pisos, seis ventanas cerradas, una puerta con olor a pintura de aceite y un pasillo que daba a un patio con macetas. Entró.-Necesito una habitación por dos días- le dijo Rubén Papo a una mujer que se miraba unas uñas pequeñas y rojas. La mujer levantó la cara: tenía unos puntos tatuados en la frente y la señal de que había sufrido de viruela.-¿Será un cuarto?- preguntó la mujer y agregó: -¿Con ventana o sin ventana?, ¿Con matamoscas o sin matamoscas? ¿De puerta roja o azul?-Solo necesito un cuarto y un baño- respondió Rubén Papo, tratando de que entendieran su español y mirando las cuentas de colores que daban vueltas en el cuello de la mujer. También miró una guacamaya tallada en madera, la laminita de un santo con una veladora encendida en frente y un calendario de hacía dos años.-El baño queda al final y el cuarto es el tres, con mirada al patio de atrás. No se demore mucho en el baño que a veces entran animales-, dijo la mujer y extendió un papel: -firme y me paga.-¿Recibe reales brasileños?- preguntó Rubén Papo. Había comenzado a llover y bajó la temperatura. La mujer apagó el abanico que daba vueltas en medio de la habitación.–Para que no haya corto-, le dijo. –Y si, recibo reales pero no doy devueltas-. El hombre se encogió de hombros y le extendió dos billetes. La mujer los miró. –Ajados pero buenos-, sonrió. –Y voy a ser buenita, le encimo una comida y un desayuno-. El agua comenzó a correr por la calle. Unos pericos entraron volando y siguieron de largo. –Tienen el nido en el baño- dijo la mujer. Mostró unos dientes con manchas negras. A Rubén Papo, lo que dijo la mujer se le pareció a la música del hombre de sombrero rojo. Respiró hondo y memorizó: cuarto tres.La tormenta no fue larga y el cuarto con vista al patio de atrás más parecía un hueco: una cama catre, un jarrón con agua, un mosquitero amarillo y un taburete que cojeaba. Sobre la cama una colcha de retazos, unos de un solo color y otros estampados. Rubén Papo se tiró encima y se quedó dormido con las botas puestas. No soñó nada.El viaje de Rubén Papo había sido imprudente, largo y sin sentido. Por ese río habitado por cacharreros, barcos madereros, vacíos inmensos, remolinos, ciénagas y caños, plantas flotantes más grandes que un hombre, serpientes acuáticas, micos burlones, mantas raya que comían tierra, pastores protestantes alucinados y monjas con las mangas de los hábitos remangados hasta el codo, a más de una multitud de borrachos con uniforme y sin él, no era ya conveniente viajar solo a tomar fotografías. Ya no era un río romántico, con indios de cara pintaba y plumas en la cabeza, sino una vía de comercio y contrabando, explotación desmedida y asuntos ilegales, que incluían esclavos y cangaceiros puñaleros. Allí, en una de las paradas del río, en uno de esos puertos sin muelles pero con cantinas, perdió la cámara en un juego de cartas al que lo obligaron a participar y del que lo sacó una india que, decían, leía sueños y hacía profecías. Y que en lugar de sacarle malos espíritus se lo llevó a la cama y lo hizo beber algo que lo alucinó. Rubén Papo se vio por dentro, voló, le pareció ver a su abuelo resucitado, se hundió en el abismo y al fin despertó en un mar de diarrea verde. La india, a su lado, lo miró con cara de jaguar.-Tú hombre blanco, yo india dueña de hombre blanco- le dijo la mujer y le pasó una pluma por la nariz. Y a él le importó poco lo que pasara. Se puso de pie, fue a lavarse y regresó donde la india.-Mi poder es más grande que el tuyo, si quiero te convierto en un gusano-. La india le sonrió y comenzó a preparar caldo de pescado con fariña. Del fogón salió un humo picante.–Estoy aburrido- le dijo Rubén Papo, recibiendo el plato que la mujer le ponía enfrente. Comieron, mirándose por encima. El hombre se pegó en la frente con la mano. No pudo golpear a los moscos.-Te dejaré ir, pero cuando quiera te voy a llamar y tendrás que venir- murmuró la india sorbiendo del plato con caldo. A Rubén le pareció que la mujer era una talla de madera parlante. Cuando terminó de comer, se anudó los cordones de las botas, revisó la mochila y miró a la india. No le dijo nada. Puso los brazos a la espalda y tiró de ellos. Traquearon.-Que la Virgen te acompañe-, dijo Rubén Papo. Esa frase le gustaba mucho, se la había aprendido a unos paisas que negociaban con madera. Y no le sonaba mal en la boca. Hablaba un mal español, pero la frase le salía entera, fina.-La cámara no te la devuelvo, el dinero sí- dijo la india –quiero tenerte conmigo-. Le entregó un rollo de billetes anudados con un caucho.Rubén Papó tomó la mochila y salió. Contra el rio había unas canoas con frutas y una lancha de motor con tres monjas. Se acercó y pidió ir hasta Leticia. Las monjas le abrieron campo entre un montón de bultos. No preguntó que llevaban ahí, le responderían con palabras que él no entendería bien. Se encogió de hombros y se sentó, después de dar un billete que al asistente del timonero le pareció bien. Y durante cinco horas, Rubén Papo no hizo más que mirar el río mientras oía rezar a las monjas. Vio las sombras de los árboles, las estelas que dejaban otras lanchas, los micos que parecían seguirlos, algunos peces que flotaban y se hundían, pájaros que entraban en las aguas como una flecha y salían con un pescado en el pico. Y así pasó, hasta llegar a la aduana y encontrarse con los policías, dejar sellar el pasaporte y entender que no le preguntarán más. ¿Qué más le podría pasar a un hombre que había llegado con unas monjas sino decir que venía a dormir? El policía de los dientes de acero pudo imaginarse cosas. Allá él. Cuando Rubén Papo se levantó y corrió el mosquitero, un perro ladraba en el patio, una mujer tendía ropa sobre un alambre y un grupo de guacamayas daba vueltas por cielo completamente azul. Más allá se veía el río mientras desaparecía la niebla que le flotaba encima. Se quitó las botas y movió los dedos de los pies. Un sabor amargo le subió por la boca y tuvo ganas de orinar. En el baño había dos lagartijas del tamaño de una mano, que desaparecieron por entre la taza del sanitario cuando entró. Y mientras orinaba pensó en la india que se había quedado con su cámara, en que el viaje había sido una confusión, en una mujer que lo esperaba en Villavicencio (eso le había jurado), en sus tierras de más allá del mar donde estarían hablando de sultanes y derviches. Y en que estaba aburrido, muy aburrido. El viaje se le había venido encima, como un aguacero en el que cayeran también trozos de mango, así que si caminaba podía resbalarse. Nada le había salido bien y solo lucía picaduras de mosquito. Rascándose, se aburrió más.Le puede interesar: P’al baile-¡Estoy muy aburrido!-, gritó en turco. Si alguien lo oyó, pudo pensar en el graznido de un pájaro mojado. De una habitación cercana salió un hombre gordo poniéndose un sombrero blanco, sonriéndole a una mujer de senos grandes. Los pericos que habían entrado en la tormenta por la puerta, entraron ahora por comida. Por la ventana del cuarto, que daba a una calle ahora más concurrida, le pareció ver también a los policías de la estación repartiéndose un dinero, a mucha gente que iba y venía por la calle saludándolo, a él que estaba alucinando. El sonido fuerte de una canción lo situó en la realidad, como si le hubieran dado una trompada. Se sacudió. Bajó a desayunar y la mujer que le sirvió el bocachico frito con yucas, que era la misma que lo había atendido al llegar, le insinuó al oído: yo también hago parte del desayuno. Sonreía y estaba pasada a perfume dulce. Rubén Papo no entendió. Comía y pensaba en el hombre del sombrero rojo. Aumentaba el calor.
La vida no es buena ni mala, depende de lo que hagamos con ella. Otros dicen que es como la sopa: depende de lo que echemos en ella.Una frase de mi abuela, a lo que yo le agregaría: igual pasa con la ciudad.La ciudad es subjetiva sin interrupción.Jean Luc Nancy. La ciudad a lo lejos.Una ciudad no es un conglomerado de casas, edificios y calles. No es una construcción de materiales que se unen unos con otros para permitir que se use un espacio. No, una ciudad, en los términos de medio ambiente, es un hábitat en el que se desarrolla la vida. Es una espacialidad donde varios se unen para vivir en condiciones que eviten estar en soledad y estado de alerta. Y si se va a vivir mejor en la ciudad, es porque nos vamos a construir en condición de mejores ciudadanos, pues la ciudad es un pacto, un consenso, para habitar en estado de seguridad y convivencia (y conveniencia) con el otro. Cuando Aristóteles escribe La política, analiza en su texto una buena cantidad de constituciones para encontrar la mejor (nacida de la suma de lo más lógico en ellas) y asegurar, con estas normas (que son la manera más inteligente de no cometer errores) una vida digna, es decir, la posibilidad de vivir con otros sin tener miedo.Lea también: Medellín sin urbanismo, o de cómo desaparecemos una ciudadDesde el principio, los hombres han sobrevivido porque han vivido en sociedades regidas por normas que establecen órdenes (métodos lógicos) para vivir sin temor: jerarquías[i], deberes, oficios, relaciones debidas, aprendizajes para ser útiles, ritos de iniciación[ii] etc. Al dejar la condición animal (el estado de naturaleza) evitamos ser como los lobos que viven solos y en estado de miedo, siempre angustiados y con hambre, y construimos la sociedad, ese espacio en el que nos hacemos socios unos de los otros, con base en la diferencia (que es la que aporta al otro)[iii], para poder estar en la vida. Y ese estar en sociedad exige unas obligaciones (unos deberes, unas responsabilidades) que apunten a que estar juntos sea seguro, entendiendo por seguridad aquel estado en el que me puedo desarrollar como ser humano, es decir, como alguien que pierde el miedo en la medida en que deja de ser un animal asustado y se reconoce en el mundo relacionándose con él, con sus contenidos y confrontaciones, de manera inteligente, es decir, racional, siendo la razón la capacidad que tenemos para acertar en lo que hacemos sin causar dolor con lo hecho. Y que nos lleva a reconocer al otro como ser necesario para mí, pues está vivo como yo y ejerce una tarea que me es necesaria para vivir. Necesidad que nace del oficio que ese otro tiene, de los conocimientos que aporta y de la manera como nos confronta, pues las sociedades son en el diálogo y no en la imposición de criterios absolutos nacidos del deseo y que llevan a la represión en lugar del crecimiento. En el diálogo crecemos con las preguntas y buscamos respuestas para que el tiempo vivido tenga sentido. Somos buscadores de estar bien (de aquí la palabra bienestar). Y en ese estar bien, está en lo posible que el otro tenga la razón, lo del otro (sus experiencias, sus saberes, su hacer) permite que yo aprenda y crezca. Los diálogos no son para imponer criterios: son para encontrar respuestas que nos beneficien a todos. Porque el bienestar no es un asunto personal sino comunitario, por esto se pactan las mejores maneras y se las sostiene como valores imprescindibles para la convivencia y el crecimiento social. Así, no puedo estar bien si el otro está mal. No puedo estar bien si tengo que defenderme del otro. No puedo estar bien si el otro no está en igualdad de derechos conmigo. Y si bien no se trata de que seamos iguales, lo que sería catastrófico pues una sociedad de gente que hace lo mismo y piensa igual no se aporta nada y acaba destruyéndose por falta de aportes y confrontaciones, hay que ser equitativos: la equidad es a cada uno lo que necesita porque lo sabe manejar, porque con ello construye una vida digna y, en esa dignidad, piensa, trabaja y aporta.Y ese otro (yo para los demás soy el otro), comienza con la construcción de ciudad. Y no con una ciudad ajena sino apropiada para que funcione como es debido. Porque las ciudades no son ajenas a nosotros, sino que el resultado de ellas, la manera cómo funcionan y dotan de oportunidades, depende de nosotros. En términos de Robert Musil[iv], la ciudad se mueve y funciona de la misma manera cómo nos movemos y funcionamos nosotros, es nuestro reflejo, las oportunidades que nos damos, el sitio que ocupamos y lo que hacemos en ese sitio. La ciudad no aparece frente a nosotros, no es una construcción que se nos da al azar o a la que entramos sin tener que ver nada con ella, como si nos absorbiera igual que una esponja. Al contrario del mundo, al que llegamos sin conciencia y nos vemos en la obligación de irlo entendiendo para poder vivir en él, la ciudad es una extensión de nosotros: nos refleja y nos define, y en ese reflejo y definición somos lo que nos pasa en ella. Es que elegimos la ciudad que queremos, pues la ciudad no es un deseo sino una construcción de la realidad en común, de nuestras manos y sentires, de las relaciones que nos hacemos y de las palabras con la que la nombramos y nos entendemos. Dígame quién es usted y descubro la ciudad en la que vive.Es una evidencia: de lo que hacen y construyen los hombres y las mujeres, de los espacios en los que habitan e interactúan, nace la ciudad. Y si esa ciudad es mala y desordenada, es porque quienes la habitan piensan mal y se desordenan. Pasa igual cuando la ciudad es habitable, que su gente es buena y se organiza para que ese bien logrado no desaparezca. O sea que tenemos la ciudad que nos merecemos y si no cambiamos para bien, la ciudad no lo hace. La culpa o alegría entonces de lo que nos pasa no viene solo de afuera sino que consecuencia también de nuestro adentro[v]. Y en ese adentro, que conforma la manera como el mundo es (es nuestro yo en acción posotiva o negativa), somos bien o somos mal. Somos bien cuando pactamos y dotamos de valor lo que tenemos, que no son solo cosas sino saberes y relaciones (que pueden ser de bienestar o malestar). Somos mal cuando no nos reconocemos en el tener y el saber, cuando creemos que lo que no es nuestro nos pertenece y, en esta confusión, destruimos lo que no nos llega o, lo que es peor, lo despreciamos. Saber entonces qué es una ciudad, entenderla, es entender quiénes son sus gentes y cómo son los espacios que habitan. Somos lo que hacemos con la vida.La ciudad Caribe-andino-latinoamericana.Latino América es un continente (un contenido) por hacer. Y si bien en algunas partes está casi ordenada (Argentina, sur de Brasil, Uruguay), no pasa así con el resto. O sea que ahí, donde falta ordenamiento, estamos en calidad de cocción, como una sopa que hierve, pero todavía no da sazón ni se asienta. Y si bien los latinoamericanos (en especial los del Caribe y los Andes) ocupamos un espacio, la pregunta permanente ha sido cómo habitamos esa espacialidad y en condición de qué, pues a un ordenamiento lo sigue un desorden creciente que echa por el suelo lo construido. Unos dicen que es cuestión de fiesta (amamos demasiado el baile y cada uno se mueve cómo puede), otros hablan de la depresión nacida de esperanzas que no se concretan y como consecuencia nos postramos y nos hacemos seres tristes, capaces de vivir de cualquier manera, rezando y a veces sintiéndonos rezados[vi]. Los más, simplemente, dicen que somos así: exóticos (pobres que hacen lo que sea para sobrevivir), folclóricos, gente del día a día, en fin, seres en estado de creación que, al estar todavía en desorden, no llegan al orden. Y con esta historia, promovida por las películas y la literatura porno-miserabilista, por los cuentos que nos echamos[vii] y por los modelos que no cuestionamos, sea porque nos dan risa como pasa con Cantinflas y el Chavo del ocho (imágenes del exotismo y no de la cultura), o porque nacen de dictaduras que no terminan, lo que mantiene vivo el miedo, seguimos desordenados y viviendo mal, sin ciudades claras y con más tendencia a la sobrepoblación y cubrimiento delirante del espacio que al ordenamiento poblacional, que es el que define lugares públicos, sitios para los oficios, espacios de vivienda y funcionamiento de las instituciones (salud, educación, gobierno, etc.). Nos aglomeramos, estamos juntos, pero en continuo desorden. Usamos el suelo y construimos territorio (la parte habitable del suelo), pero el desorden es continuo, pues todo lo queremos llenar como si vivir fuera una bolsa a la que se le echan cosas hasta reventar.Como el desorden no es una condición invariable, no es una maldición ni un castigo ordenado por los dioses, se puede ordenar Antes de que apareciera una ciudad[viii] en este continente, los pobladores habitaron rancherías (habitáculos de paso), monterías (lugares de caza) y aldeas con tendencias endogámicas y con presupuestos feudales: sitios dependientes de un señor de las tierras aledañas. Y si hubo un intento de ciudad, este se construyó a la española, con una plaza de armas en el centro y unas calles torcidas para combatir a los posibles invasores o al menos retrasarles la llegada hasta donde estaban los cuarteles y se refugiaban los principales. Y esa idea de ser invadidos, de tenerse que acuartelar en la plaza[ix], impidió concebir espacios públicos amplios, barrios por actividad económica y gobiernos que no fueran militares. O sea que nos juntamos para defendernos y no para vivir. Y si bien con el tiempo se pensó en traer modelos de ciudades más desarrolladas, los paradigmas de cómo habíamos vivido antes no se rompieron. Seguimos viviendo al estilo racimo de bananos, dependiendo de un vástago y picados por los pájaros, cuando no arrancados de cuajo por la tormenta. Y en ese platanal que nos identifica[x], el espacio es cada vez menor y las posibilidades de mejorar más estrechas. Y esto de seguir viviendo como lo hacemos, es lo que hay que romper. La historia nos dice que lo hemos hecho mal, que los logros han sido pocos (no importa que los publiciten mucho) y que si no cambiamos el desorden por el orden, tendemos a ser una especie en extinción. Ya se sabe que una especie se extingue cuando las condiciones de su hábitat no son las propicias para desarrollarse. Y que su extinción no es inmediata sino lenta y dolorosa. Hay que imaginarse a un animal que muere de sed mirando el curso de un río en el que antes hubo agua. O un pájaro que no tiene más donde posarse que en una mancha de aceite.Pero como el desorden no es una condición invariable, no es una maldición ni un castigo ordenado por los dioses, se puede ordenar. De hecho, lo que está hoy ordenado tuvo como preámbulo un desorden que obligó a pensar de manera clara para situar cada cosa y actividad en su lugar y, así, poder diferenciar, ubicar debidamente y ver el mundo de mejor manera. Es una cuestión de inteligencia que ordenemos las cosas entre las que nos movemos para saber qué hay y qué podemos hacer con ellas, a más de la relación que debemos mantener entre eso que hay y nosotros.Por lo anterior, porque no estamos condenados más que a lo que hacemos con las cosas y con nosotros mismos[xi], se puede pensar en una ciudad nueva, pero no creada por el Estado sino por nuestra condición de ciudadanía, que es la que nace de la sociedad civil cuando esta es fuerte y tiene claros sus objetivos de mejorar como individuos en relación. De nada vale que nos den lo que no hemos construido, pues el solo recibir nos hace unos inútiles y en la inutilidad terminamos por dañar eso que no nos ha costado nada. Es que no nos identificamos con lo dado porque no ha salido de nuestras manos e inteligencia, de nuestra capacidad de hacer y de la estima que nos proporciona ese hacer acorde a lo que somos y necesitamos.Abandonar la ciudad que tenemos es un imperativo, pero sin salir de ella. Aquí esta nuestra historia, mi otro en relación, mis saberes y mis posibilidades. Lo que no está es la ciudad propicia para ser vivida (la que no hemos realizado) y esta es la que se hace necesario construir yendo más allá de las normas, es decir, superando lo que hay, los planes del gobierno, las disposiciones de las instituciones y el habitar que tenemos. Hay que tener claro que una ciudad no son los gobernantes sino los ciudadanos[xii]. David Thoreau, el escritor norteamericano, decía que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Quiso decir con esto que si los ciudadanos son buenos (si cumplen con las normas al punto en que no necesitan de ellas pues han superado su condición de sentirse vigilados) y no hay que reprimirles ninguna acción, los esfuerzos del gobierno se minimizan y solo se centran en gerenciar debidamente los recursos, mantener el bienestar habido y alentarlo para que siga existiendo en condiciones que permitan seguir creciendo y propiciando desarrollo acorde a las necesidades que aparezcan en el tiempo[xiii]. Porque un gobierno no es bueno cuando se convierte en represor. Pero debe reprimir cuando las personas se niegan a ser mejores, pues la tarea de las sociedades (con su gobierno a la cabeza) es la de mejorar a los hombres y mujeres y no el dejarlos empeorar. Entonces, si no nos volvemos más humanos[xiv], sí, como dice Patrick Modiano[xv], seguimos propiciando el pecado de la desesperación (que es el peor de todos, pues nos lleva a cometer errores continuados), la ciudad que se busca no existirá y a cambio (como ya vemos que pasa) aparecerá el Pandemonium, esa capital del infierno que John Milton, el poeta inglés, describe con horrores en su libro El paraíso perdido.Pero, se preguntará el lector, ¿cómo rehacer entonces la ciudad? ¿Cómo ir más allá de las normas?La ciudad para rehacerUna ciudad, como una persona, requiere de ser procreada. O sea que se necesitan dos para producir un tercer elemento. La ciudad no se reproduce a sí misma como cierta clase de protozoos ni se da por generación instantánea igual que una aparición. No, una ciudad es un cuerpo que se inicia con pocas células y en la medida en que estas se multiplican van generando lo necesario para que ella se sostenga y viva. El proceso de creación es muy similar al que promueve un espermatozoide cuando ingresa en un óvulo maduro: se inicia un ser con base en un objetivo. Y en la medida en que crece, aparecen las distintas partes necesarias para que la vida se mantenga cumpliendo sus funciones, que no son solamente de forma sino también de contenido y de movimiento de ese contenido para que se pueda estar renovando mientras sostiene lo esencial. Pongamos el ejemplo del crecimiento y desarrollo de un cuerpo humano: las primeras células crean una forma con orificios de entrada y de salida, pero a la vez otras dan contenido a esto que aparece como inicio de la vida: los huesos (la infraestructura que la sostiene), los órganos vitales que permiten los procesos naturales (respiración, digestión, exclusión de lo ya usado, etc.), el cerebro (que procesa información y la adapta al Yo que lo representa), las arterias y venas para que la sangre fluya, los espacios de almacenamiento y transformación y, al final, unos lugares para ser embellecidos, pues ya que ese cuerpo está vivo y en buena forma, debe verse bonito. Este ejemplo, que parecería simple, es la metáfora de la ciudad. Por eso la ciudad que tenemos nos define, ella es el reflejo de nosotros.La ciudad entonces, que no es una totalidad sino una extensión acorde a los que la habitan[xvi], o sea que la ciudad se va haciendo (ampliándose o reduciéndose) según sus necesidades, comienza en dos o más que buscaron dar solución a un problema de habitabilidad. Y digo dos o más porque la realidad[xvii] (y la ciudad debe ser real y estar en lo real, no es un imaginario) se construye entre dos o más. Uno solo no construye realidad, por el contrario la confunde, pues a la falta de alguien que confronte se cae en el deseo y no en la posibilidad que presenta una situación, que no es la de mi mirada sino la de varias miradas que, a partir de experiencias individuales, den versiones y aporten a la solución. En la ciudad no es lo que yo creo, es lo que nosotros sabemos y podemos mantener o transformar.Para la creación de ciudad es imperativo que exista la alteridad: lo que hago no es para mí sino para compartir con el otro, no dándoselo sino llevando al a otro a que participe conmigo en lo que será para los dos. Porque si aparece un parásito (algo tan común en la ciudad que nos asusta), lo que se quiere configurar comienza enfermo. En este punto, la palabra parásito es muy interesante: se nutre de lo que daña, pues en lugar de fortalecer debilita, a la vez que él mismo (el parásito) confirma su inutilidad para hacer algo beneficioso.Para la creación de ciudad es imperativo que exista la alteridad: lo que hago no es para mí sino para compartir con el otroAsí, la creación de ciudad comienza entre dos que se ponen de acuerdo en mejorar sus condiciones de habitabilidad de un espacio. O sea, dos que dejan su estado de naturaleza (el egoísmo, el narcicismo, el aprovechamiento y explotación del otro) y deciden asociarse según sus habilidades, ayudándose (con lo que cada uno sabe) para solucionar un problema que les es común.Si tomamos como referencia algo que signifique lo que es una ciudad, el espacio es la casa de familia. En ese sitio hay lugares públicos y privados, espacios de abastecimiento, sitios servidos y de servicios, patios donde crecen plantas, cuartos de trabajo, lugares de orificios con entradas y salidas, vecindario y una serie de implementos (mobiliario) que hacen posible que varios vivan allí de acuerdo con unos recursos, unas jerarquías y unos lazos de relación y comunicación entre ellos. En ese espacio de la casa, que es a la ciudad lo que antes fue la familia a la sociedad, hay usos de la espacialidad, encuentros entre las personas y la planeación necesaria para crecer sin desbordarse. Y si bien no todas las casas son de igual tamaño, lo cierto es que están habitadas porque, de alguna manera son habitables. Claro que hay gente que vive en espacios casi destruidos, amontonada y ejerciendo la promiscuidad, la frustración y el desespero. Esos sitios, a pesar de que existen, no son casas, son antros y hasta cloacas, pequeños infiernos donde la noción de casa se destruye y con ella la de ciudad, porque desde allí la ciudad se la ve como otro antro: llevamos encima, en nuestra percepción del mundo, el sitio que habitamos o en el que sobrevivimos. Y según sea ese lugar, así es nuestro trozo de ciudad. Y aclaro: no habitamos la ciudad en su totalidad sino en parte de su corteza, que es la que nos hace ciudadanos o nos destruye esa posibilidad. Esto depende de cómo habitemos el espacio en que vivimos, que es un reflejo del yo y de mi relación con el otro.Según Tony Judt, el historiador inglés, el siglo en que vivimos nos llegó primero a la casa. O sea que en nuestra casa estaba inmersa la ciudad donde nacimos. Y esa ciudad, buena o mala, quedó bajo nuestro control en ese espacio habitable donde había otros, se usaban cosas, se hablaba y se aplicaban valores o se los destruía. Así, la casa es un reflejo de la ciudad, pero a la vez es la manera de transformar la ciudad cuando nos molesta, transformando primero nuestro espacio de vivienda, pero no en términos de inversiones económicas (esas vendrán después) sino de ordenamiento de lo que tenemos y convivencia entre quienes habitan allí. Porque el ciudadano es primero sujeto de hogar, de solidaridad, de planeación de proyectos, de bienestar para el otro. Si la casa es un refugio, si la casa es un infierno, el trozo de ciudad que nos toca estará en las mismas condiciones. Y si ahí se crea, en la ciudad se crea, igual que si en casa se miente, la ciudad miente. Como anotaba en otro aparte de este artículo, la ciudad nace de una procreación: de dos que crean la posibilidad de habitar. O que la abortan, como también sucede.Ahora, si la casa está bien porque ahí se está seguro; sí está en orden porque allí todo se identifica en su puesto y en su uso, sí permite que haya diálogo y se aprenda del uno y del otro, la calle en la que vivimos también podrá comenzar a ser habitable. Y no por lo que ha sucedido en mi casa, sino por lo que sucede en las casas de muchos que se han demostrado que vivir bien no depende de tener cosas sino de usar debidamente las que tenemos, siendo la principal nuestro reconocimiento del otro y las relaciones seguras que establezcamos con él, que son las del respeto, la tolerancia (en la diferencia racial, religiosa y política), las de la convivencia (hacer lo esencial juntos) y la de no necesitar normas porque eso que son normas se ha convertido en nuestro estilo de vida, es decir, ya estamos por encima de ellas debido a que no nos son necesarias en la vida que llevamos. El que no mata ni roba ni miente, por ejemplo, no requiere obedecer a esos mandamientos. Pasa igual con la persona culta, práctica, que lee y habla bien, que se relaciona con los objetos según sea su uso y con las personas de acuerdo a su autoridad[xviii]. Si hay gente así en las casas, las habrá también en la calle. Y si la calle se convierte en un espacio de ciudad habitable, por extensión también sucederá en el barrio. Y al fin la ciudad será creada. Pero si pasa lo contrario, si se da primacía a la confusión en la casa, igual pasará en la calle, en el barrio y en la ciudad.Le puede interesar: Sobre los espacios públicos. Una ciudad casi amordazadaLa ciudad depende de lo que hagamos con ella, que no es otra cosa que lo que hacemos con nosotros. Nuestra manera de pensar y actuar se refleja en la ciudad en que vivimos. Y si nosotros no cambiamos para bien, la ciudad no lo hace sola. Y si lo hiciera, sería en vano porque la ciudad son nuestros haceres en ella, la forma de comportarnos y la alteridad que seamos capaces de crear. Así, la resultante de lo que somos y la manera en que vivimos, es la ciudad. Lo cotidiano es la ciudad, los valores que existan es la ciudad, el uso de nuestras vidas es la ciudad.No hay que buscar, entonces soluciones internas. La ciudad no puede ser más que el orden o el desorden que hay en nosotros. Ella es el resultado de una procreación.[i] En las viejas sociedades se hablaba de aristocracia, entendiendo por aristocracia el gobierno de los mejores, el de esos que ya tenían la experiencia y el saber vivir bien y por ello eran modelos a seguir por los demás.[ii] Cada rito es un inicio para un nuevo estado en la vida: nacimiento, puesta en común con los demás, matrimonio, memoria de los muertos.[iii] Dos que saben lo mismo no avanzan, por el contrario ocupan el mismo espacio y están estrechos en él. Solo en la diferencia compartimos y aprendemos y nos reconocemos como necesarios, pues lo que nos enriquece es el saber del otro, que será un saber más completo cuando yo le anexo lo que sé. Esto es válido para una y otra parte.[iv] Escritor austriaco autor de El hombre sin atributos.[v] Rodolfo Llinás, en su libro El Yo y el cerebro, es claro al manifestar que somos la información que procesemos con relación al afuera.[vi] Cuando estamos confundidos creemos en todo tipo de supersticiones, nos damos a los talismanes y dudamos de los otros. O sea que somos supersticiosos porque tenemos miedo.[vii] El más común es que a estas tierras llegó más carne de presidio que gente decente, lo que ya legitima un pasado criminal y una tendencia a la ilegalidad.[viii] Una ciudad como la entendemos desde occidente, pues las precolombinas se destruyeron y hacen más parte de la imaginación que provee la nostalgia sobre lo que no se sabe a ciencia cierta si fue real o es más de invención que otra cosa. Nos sigue habitando el realismo mágico.[ix] Idea nacida de la guerra que los cristianos llevaron a cabo contra los moros en España.[x] O’Henry, el escritor norteamericano nos llamó Banana Republics (Repúblicas Bananeras).[xi] Jean Paul Sartre, el filósofo francés, diría que estamos condenados a la libertad y lo que nos pasa lo elegimos.[xii] De donde salen los gobernantes. Así que si se gobierna mal, la sociedad está mal, pues ella produjo a quienes la gobiernan.[xiii] El manejo de recursos no es su explotación indebida sino su permanencia como solución a lo que se va necesitando de acuerdo a las exigencias del bienestar y del futuro para las nuevas generaciones.[xiv] Si no abandonamos nuestra condición de animales con miedo y propiciamos una diferencia apreciable con esta condición, la humanidad se pierde y llega la confusión. Y en la confusión, nos perdemos.[xv] Escritor francés, premio Nobel 2014.[xvi] Entendiendo por habitar las buenas condiciones para vivir.[xvii] La realidad es la real idea de las cosas. O sea su acierto en lo que significan y representan.[xviii] Entendiendo por autoridad la capacidad de enseñar algo sin cometer errores e interesado en que el otro no los cometa.
-¿Y si la cabeza crece demasiado alto?-La picotean los mirlos y la muerden los vientosMario Satz. La palmera transparente. La arquitectura construye la morada del hombre, siendo esta morada lo que le permite llevar a cabo sus costumbres.Del cuaderno del autor.Pequeña introducciónLa otra parte es una novela de Alfred Kubin[1], dibujante checo, que recrea una ciudad fantástica con base en la arcadia de los griegos, ese sitio maravilloso en el que todo sería posible. Pero para Kubin, Perla (la ciudad-arcadia) no es un encuentro con lo beneficioso sino un terrible desencuentro entre los ciudadanos y los espacios, lo que da como resultante un miedo continuado y la creación de un lugar del que sería preferible huir antes que habitar. En esa otra parte de la Perla-arcadia, regida por la frustración continuada, que es la que genera la esperanza, Kubin prefigura los miedos urbanos: la carencia de espacialidad exterior, el confinamiento intensivo, los espacios privados que se reducen, las relaciones que se rompen al encerrarnos en nosotros mismos, los obstáculos de la movilidad, la contaminación creciente, las enfermedades psicológicas, la inseguridad, la gente que habla sola y persiste en la mentira. Y, como una terrible fantasía, eso que antes no era en las ciudades comenzó a suceder en muchas partes. Kubin estaba deprimido en esos días y la depresión lo volvió lúcido. La otra parte influyó en Franz Kafka, que descubrió que ya no somos historia sino situaciones, un castillo al que asistimos y al que fuimos llamados para hacer algo, pero nunca nos llaman.Lea también: Sobre los espacios públicos. Una ciudad casi amordazadaLa ciudadUna ciudad es un plano sobre el cual se colocan edificaciones y espacios, buscando un ordenamiento entre ellos para que puedan ser diferenciados y, en esa diferenciación, usados. Así se definía la civitas romana. Pero, al mismo tiempo, también es una Urbe (los latinos crearon la palabra URB), que está compuesta por las personas que se mueven y moran en esos espacios y edificios. Y ese compuesto urbano de gente que mora y se mueve, es la que le da vida a la ciudad según sea la espacialidad que tenga.Una ciudad, al igual, es una creación de territorio sobre un espacio del suelo, siendo la territorialidad la apropiación de ventajas comparativas (recursos que hacen posible vivir y trabajar) para construir. Por esto, la ciudad es un espacio en el que se crea un lugar y en ese lugar unos sitios que facilitan las acciones y el intercambio.1. Un espacio en el que se establezcan lo que permanecerá libre y lo que será ocupado por construcciones, a fin de evitar las conurbaciones y de propiciar la sensación de entrar o de salir, que es lo que da el sentido de pertenencia.2. Un lugar, que es donde estarán las construcciones y los espacios públicos claramente diferenciados según sean las costumbres públicas o privadas de los ciudadanos.3. Y un sitio, en el interior y el exterior, que me situé en relación con la otredad (las cosas) y la alteridad (los otros).La urbe, creación romanaY si bien cada tanto hay que reordenar el territorio debido al crecimiento poblacional y a lo que plantea la modernidad[2] en nuevas competencias (este es el espíritu del POT) con el fin de que la ciudad siga existiendo en calidad de hábitat, pareciera que lo hemos olvidado. O nos ha servido para precipitarnos y, al final, volver a la confusión.Peter Sloterdijk, el filósofo alemán, sostiene que el espacio de una ciudad (toma a Berlín como ejemplo) está compuesto por esferas que pueden ser habitadas porque, unidas, propician calidad de vida. Esta urbe-esfera se compone de ego-esfera (los lugares a la mano donde solucionamos nuestras necesidades básicas), oiko-esfera (los sitios de producción y de intercambio económico), etho-esfera (espacios de comportamiento público) y myto-esfera (los lugares para ejercer nuestras creencias en comunidad). Unidas estas cuatro esferas, sin que ninguna interfiera en la otra, el resultado sería la ero-esfera, el gusto de habitar la ciudad pues se puede trabajar, ejercer el ocio y crear en ella produciendo conocimiento y moral.Pero esto que propone Sloterdijk[3], siguiendo las tesis de Christopher Alexander[4], todavía no cuaja. En las ciudades, por ordenadas que sean, siempre se permea el desorden. En ocasiones lo traen los inmigrantes, en otras nace de la corrupción de los dirigentes, las más de diseñar la ciudad en oficinas y no en la calle, que es por donde fluye la ciudad con sus aciertos y contradicciones, con sus vocaciones y reurbanizaciones, entre éstas, la peor de todas: el confinamiento intensivo[5] (esas masas de gente encerrada) y los barrios dormitorio, siempre vacíos en tejido social.Nuestra MedellínNo sé si tengamos ciudad o un mero aglomerado de construcciones en desorden en la que hay más brechas que uniones, más exclusiones que inclusiones. Y digo que no sé. Porque la ciudad de hoy es su urbanismo y antes que construida su origen deben ser los espacios urbanizados, es decir, los previamente tenidos en cuenta para que la ciudad sea y se pueda vivir en ella. Y una ciudad es por los espacios públicos, por sus vías y aceras, por sus parques y plazas, por la conservación de su patrimonio y por el censo permanente de ella para una buena utilización de los servicios públicos.Mirando a Medellín, en la que los dirigentes creen que se hace ciudad con campañas publicitarias y no con hechos, la ciudad es un desorden continuado. Es una manera de pensar de acuerdo a una especulación desmedida del suelo y al desconocimiento de lo que significa vivir. El Poblado, por ejemplo, en lugar de una zona de habitación, tiene una disposición tugurial del suelo: no aceras, no parques, no espacios culturales y cada vez menos predisposición al tejido social. Para cualquier urbanista, es increíble que en un lugar así viva la gente con más dinero. Se supone que el metro cuadrado más caro de la ciudad debería proveer de paisaje, movilidad fácil, aire limpio y silencio. Pero no es así. Solo es un conglomerado (como el de las malas maderas) de edificios, uno de esos lugares apropiados para el confinamiento intensivo, con una ego-esfera fatal, pues para satisfacer cualquier necesidad se debe acudir al carro y desplazarse por entre gente desconocida.Medellín ha destruido el centro (quizá los dirigentes busquen deprimirlo para luego comprar barato) dejándolo en las peores manos. Ya no es necesario viajar a un país exótico para ver lo peor, solo basta aventurarse por el centro para ser testigo de lo insólito del tercer mundo. Y si bien ahí está la estación central del metro y del tranvía, lo cierto es que ese modernismo parte de un sitio que no es ciudad. Como tampoco es ciudad las laderas de las montañas, habitadas con el mismo desorden de El Poblado, en las que el desgobierno es permanente y por eso aparecen los para-gobiernos.Medellín ha sido construida pero nunca urbanizada, a pesar de los esfuerzos de arquitectos y gobernantes como Pedro Nel Gómez y Carlos E. Restrepo (en el pasado) y de muchos hoy en día, que gritan en el desierto. Se proponen espacios públicos, aceras más amplias, sitios que integren el oriente de la ciudad con el occidente, pero todo se da contra la pared. Y lo peor, esto se da en nombre de una bandera de innovación que construye infraestructura para los carros y no para la gente, que permite la corrupción en la construcción y atrae, con su publicidad y soberbia, más gente a una ciudad que ya está sobrepoblada y carece de oportunidades de trabajo, desordenando más lo que está hecho.A pesar de los urbanistas, el gobierno de la ciudad no ha entendido el urbanismo. Y al no entenderlo, la ciudad se destruye como ese dinosaurio que engorda y ya sufre de artritis, furias imprevistas y movimientos pesados que conducen al error.Los departamentos de planeación urbana, que parecieran trabajar inspirados por Alfred Kubin (si no por lo más delirante de Kafka), calculan mal la carga vehicular que resiste la ciudad, lo que nos lleva a una contaminación móvil muy alta. Igual, permiten el hacinamiento urbano, la mezcla de lo residencial con lugares de divertimento, la proliferación de construcciones con errores de cálculo y, a la vez, no ven la carencia de espacios deportivos, de puertas urbanas (que diferencien un barrio de otro), el peligro en el que se han convertido los corredores aéreos y la imposibilidad de planear bien por falta de censo. Porque una ciudad, en este caso Medellín, no es una montonera de cosas, como en un cuarto útil, sino un hábitat. Y un hábitat es lo que no hay. Hay gente que se mueve malamente por entre las edificaciones, que agrede y grita, que no es ciudadano porque la ciudad no le ha enseñado a serlo.Innovar no es hacer solo infraestructuras. Primero hay que hacer estructuras, formas de creación de ciudadanos, posibilidades de vida digna, identidad con la ciudad. Y esto lo propicia el urbanismo, ese enemigo de los constructores codiciosos que solo ven espacio de suelo vendible y no habitable.La ciudad que tenemos, carente de geografía, fauna, flora, fuentes de agua; de patrimonio histórico, arquitectónico, intelectual y cultural (que a veces renacen en congresos y después desaparecen), es un hacinamiento constante. Y en ese hacinamiento, tanto en el espacio público como en el privado (hay que ver lo que sucede en las viviendas de interés social), todo es posible. Nos acercamos mucho al pandemoniun de John Milton, esa ciudad de los demonios, en la que las cosas se hacían para verlas destruir.Le puede interesar: La ciudad post-pandemiaSi una ciudad no innova en urbanismo, en hacer que la gente se encuentre y haga cosas beneficiosas, es un fracaso. Lo sabemos desde Aristóteles y los innovadores no parecen entenderlo. Sueñan más con ciudades imposibles de crear acá, con premios de los que se desconocen los jueces y con irse a un buen sitio de vacaciones. Mientras tanto, la ciudad se infla de manera acromegálica. Y es claro, lo que se infla sin control explota. [1] Alfred Kubin escribió esta novela cuando estaba deprimido y no podía dibujar. La novela apareció en 1909 con el título de Die Andere Seite. Ein phantasticher Roman.[2] Lo moderno es lo que es bueno hoy aquí. No es lo nuevo del mundo, es lo que nos es necesario ahora.[3] Autor también del parque humano.[4] Autor de La ciudad no es un árbol.[5] Tesis de Konrad Lorenz, premio Nobel de medicina.
“La visión íntima se induce en proporción al abandono que sufre el dominio público vacío”.Richard Sennett. El declive del hombre público. (Capítulo sobre El espacio público muerto).La espacialidad públicaA pesar de todas las tesis sobre el individualismo (llevado al extremo por la filósofa Ayn Rand, pregonera del egoísmo como factor de desarrollo), el hombre sigue siendo un animal de rebaño y de interrelaciones. Estamos impedidos de vivir solos, pues necesitamos del otro no solo como factor de reconocimiento sino de supervivencia. Yo, por ejemplo, logro escribir esta ponencia por muchos otros que me han ayudado con sus oficios: hoy desayuné y no sé hacer queso, ni tostadas, ni sembrar y procesar café y no tengo ni idea de cómo hacer el pocillo y la cuchara con la que usé azúcar sin saber esta cómo se refina. Y aquí estoy usando unos zapatos y una camisa que hicieron otros, hablando por un micrófono del que no tengo ni idea cómo funciona en su interior, y luego de beber un agua que no sé purificar para que sea potable. De igual manera parte de las tesis que voy a exponer ya las dijeron otros (hacen parte de mi educación, que llegó de afuera) y si ahora hablo, lo hago frente a ustedes, que me son necesarios para escucharme. De lo contrario no habría escrito lo que ahora leo.Lea también: La ciudad post-pandemia¿Puede sobrevivir un hombre solo? No. Desde el metarrelato bíblico se dice: no es bueno que el hombre esté solo. Y no es bueno porque la Biblia lo diga, sino por mero razonamiento. Un hombre solo, al que el Talmud le pide que tenga una mujer para completarse, no habría podido sobrevivir al entorno sin confrontarse con otro. Sin embargo, esa soledad es la que ya se vive y, en términos de Byung Chul-Han, el filósofo coreano que escribe en alemán, está provocando la auto explotación, el auto amor, el auto reconocimiento, en fin, la auto destrucción. Será curioso para un extraterrestre, cuando ya la tierra esté sin nosotros, encontrar una momia mirándose a un espejo. El extraterrestre se hará preguntas y quizá llegue a la conclusión de que el espejo era el adminículo que había creado al esqueleto que se refleja en él.Todos los seres orgánicos, para estar vivos, dependemos de la física, la química, la biología y las matemáticas, dice el historiador israelí Yuval Noah Harari. Física porque somos objetos (para nuestro caso sujetos) que requieren de un espacio para estar, moverse y sentirnos vivos. Química, porque a medida que pasa el tiempo nos transformamos al unirnos unos con otros (la sociedad es un espacio molecular y cada aprendizaje nos transforma). Biología porque nos constituimos en grupos, determinamos políticas (nos definimos en el otro), escribimos la historia y evolucionamos juntos, adaptándonos a las condiciones que plantea el hábitat. Y, finalmente, las matemáticas, pues para situarnos nos medimos y pesamos, usamos el tiempo y calculamos velocidades, recorridos y reposos. En síntesis, somos gente de espacio medido. Esto lo compartimos con los animales, solo que nos diferenciamos de ellos en que no saben medir y pesar ni contar su historia. Lo demás, la geometría, un lenguaje básico, la política (reinas, zánganos, machos alfa, obreros), la física (saben cómo y por dónde moverse) y la química (admiten sus cambios), lo comparten con nosotros. Incluso determinando lo que les es público y privado. Ahora, en términos de terrícolas, habitamos un planeta público, así creamos que la tierra se pueda comprar y que, en términos éticos, no es de nadie, pues solo es nuestro lo que hacemos. De esta manera la tierra es del que la hizo, así haya sido el propio universo o un D’s creador. No hay que discutir con Bertrand Russell.Desde el derecho romano, la res pública (la cosa pública, de donde viene la palabra República), es aquello que es de todos y no pertenece a nadie, pues no está dentro de la esfera de lo privado. Siendo lo privado lo que toca con el cuidado de sí (la manera de cuidarme), para ser admitido por los otros. Sin embargo, ambas expresiones, público y privado, se construyen con base en los deberes. Deberes con relación a lo doméstico, lo privado que es lo pequeño-doméstico y lo público que es lo gran-doméstico. Don José Ortega y Gasset decía: “vivimos en la ciudad para poder salir afuera”, lo que amplía nuestros deberes, pues en el afuera está la moral cívica (las mejores costumbres, la urbanidad), así como nuestra relación con el otro que no vive conmigo. Y en este punto es importante hablar de deberes y no de derechos, pues son los deberes los que me hacen constructor de ciudadanía. Así, debo estudiar para tener más mundo y saber argumentar, debo tener casa para estar sano y tranquilo, debo trabajar para pagar impuestos y ver mi lugar en la ciudad, debo entender la ciudad para saber a quién elegir etc. Y en esto de los deberes, la función del Estado es dejármelos cumplir, proporcionándome los medios para cumplirlos. No es de extrañar que se diga, una ciudad es el Estado que tiene, que se manifiesta en el orden, aseo y disciplina necesarios para que haya un espacio seguro. O lo contrario. Y vale anotar: el orden es la debida urbanización, el aseo son los servicios públicos y la salud, y la disciplina los oficios y la educación. Lo anterior, ejecutado a partir del buen ejemplo que deben dar los gobernantes. Hay una palabra para esto: Aristocracia, el gobierno de los mejores ciudadanos, siendo estos los que hacen del espacio público un lugar de crecimiento. Claro que, debido a los malos gobiernos, hasta la aristocracia se acabó. No se aplicó la máxima de Confucio: que mis palabras sean superadas por los hechos.La espacialidad pública, entonces, es el espacio de todos en condiciones de equidad económica, educativa, cultural y técnica. Es el ejercicio de justicia en el caso concreto, aquello de a cada cual lo suyo de acuerdo a lo que necesite. Así, la espacialidad pública es incluyente, pues los ciudadanos se ven en sus quehaceres y se respetan en sus haberes. Pero esto está todavía dentro de lo utópico, entendiendo que utopía es lo que se necesita y está por descubrirse, y de ninguna manera se define como lo que no existe. La utopía nos hace inteligentes. Y no se trata de lograrla a plenitud sino de irla construyendo. Eduardo Galeano, mencionando la frase como de un amigo, decía: la utopía, quizá no la encontremos, pero nos pone a caminar. Y caminar (no moverse en automóviles) es lo propio de la espacialidad pública, que es el lugar del peatón, ese que conoce la ciudad al detalle. Por esto, antes que construir, hay que urbanizar, es decir, determinar primero los espacios públicos para el flujo de los ciudadanos y luego los habitables y operacionales.Uno de los problemas de la ciudad latinoamericana, es que primero se construye y luego de urbaniza. Y de esta manera, matamos la espacialidad pública, pues no es lo público los senderos serpenteantes entre edificaciones, sino lo que hace ver a las edificaciones desde lejos. Y, si como dice Robert Musil en su novela El hombre sin atributos, la esencia de una ciudad es la manera en cómo se mueven sus habitantes, las nuestras son un revoltijo, pues no solo hay carencia de lo público sino de educación para lo público.La sociedad civilLa palabra ciudad viene de civitas (palabra latina) y de ella se desprende civilización y lo civil (aplicado al derecho, la ingeniería y la condición del ciudadano). Así, civilización son construcciones, contrataciones y espacialidades para que un objeto no interfiera con otro. Y a la vez es un comportamiento, que los romanos nombraron Urb, de donde viene urbanismo y urbanidad, que serían las mejores expresiones de la ciudadanía, pues no solo se refieren al trato y al movimiento, sino al entendimiento de la ciudad como espacio seguro (así la plantea Aristóteles en La política). Y para que una ciudad sea segura no se requiere de aparatos que vigilen o cuerpos policiales que repriman, sino de sociedad civil, es decir, de una sociedad donde a partir de pactos (contrataciones) se haga una ciudad en la que lo social sea posible, entendiendo por social el hacer socios para el bienestar, palabra que hay que partir y situar la última al principio de la primera, y así sea el estar bien.La sociedad civil no es un gobierno y menos un ejército. La sociedad civil es la conciencia del Estado, su camino para el hacer y su control. Y esta sociedad civil nace de pagar impuestos. En la Revolución Francesa aparece por primera vez en la historia la palabra Ciudadano (Citoyan), que es quien paga impuestos para vivir en una ciudad, y a la vez, conociendo bien la ciudad (sus problemas y logros), poder ser elegido para estar en su gobierno. O mejor, en su gerencia, que para el tiempo en que vivimos explicaría mejor lo que debe hacer un alcalde, por ejemplo: tomar unos recursos, optimizarlos, lograr con ellos cosas importantes y, como resultado, un ciudadano que, debido a sus deberes (y en consecuencia a sus derechos), cada vez hay que gobernar menos porque tiene lo necesario para estar seguro y, lo más importante, no tener miedo. Y si bien esto sueña a utopía, no lo es. Este ciudadano en condición de equidad, seguridad y carente de miedo está en Suiza, Dinamarca, buena parte de Alemania, Francia e incluso en Israel, donde el conato de guerra es permanente. De estos países no vemos salir grupos desesperados de migrantes que lo dejan todo atrás. Y que no haya esos desplazamientos (a los que absurdamente nos enseñamos), se debe a una sociedad civil que actúa y cuyo Estado se alimenta de los mejores de ella para gobernar y crecerla. Si en el espacio público estamos, entonces eso público debe ser congruente con la vida, es decir, debe fluir mejorando y con metas concretas a cumplir para, como decía Fernando González, vivir ahí y saber que estar vivo es bueno.Esa sociedad civil se construye a partir de la democracia participativa y no de las democracias tiránicas (casi dictaduras) que tenemos. Un Estado no es quien impone sino el que administra. Su papel es el de un capitán de un barco que, sabiendo para dónde va, revisa cada paso mientras los demás se encargan (con sus oficios debidos) de que el viaje sea propicio, desde los acopios de alimentos y combustibles, la casa de máquinas, la cocina, los camarotes, el aseo en la cubierta e interiores, la sala de operaciones náuticas y los que se turnan en el timón. Y si hay prospectiva, se ven las oportunidades y los peligros. ¿Y dónde está lo por hacer? En la sociedad civil, que no es una totalidad, sino que trabaja como los fragmentos de un rompecabezas, mejorando en las limitaciones y uniendo con otros hasta conformar lo público, que es lo logrado por todos. Así, la sociedad civil no es un monstruo deforme sino las partes de un motor, que primero se construyen y luego se unen para que el total funcione. Y en este punto, el Estado es quien va revisando el plano (la construcción pertenece a la sociedad civil) por si falta algo. El Estado es un interventor, un veedor, un contralor. Revisa las normas y educa en torno a ellas. Es la justicia, o sea, el proveedor de seguridades para que lo demás se haga bien.¿Y dónde se construye la sociedad civil? En el espacio público, que es donde está el otro y se manifiesta como un ente vivo que necesita de física (espacio para moverse e interactuar), química (educación para transformarse y transformar como es debido) y biología (para evolucionar en grupo). De esta manera el espacio público no se construye para ser habitado, sino que se habita para ser construido. Y este habitar es saber que lo primordial es la vida, la del ciudadano y el entorno, pues hacemos parte de una biósfera y lo que pase con la naturaleza nos pasa a nosotros (y a los seres vivos que nos rodean) que seguimos vivos, por ejemplo, porque tomamos agua. Donde algo le pase a esa molécula simple, desapareceremos y, como decía Carl Sagan, nadie nos extrañará, nadie nos llorará. Y la tierra, libre de los malos gobiernos, volverá a ser un punto azul en un rayo de luz.La construcción del ciudadanoEl ciudadano es quien paga impuestos y, en consecuencia, ve que la espacialidad pública mejora para su habitar por fuera de la casa, que es la que constituye la calidad de vida. Porque calidad de vida no es estar bien en el espacio privado (donde me aíslo de otros), sino en la calle, donde interactúo, soy elemento de conocimiento y factor económico, aprendo de los otros y pertenezco a una cultura desde la cual puedo ver el mundo porque sé quién soy y dónde estoy. Y esto me sucede porque allí, en lo público me siento querido. Volviendo a Yuval Noah Harari y a su libro Homo Deus, donde se asusta con lo que viene (que ya no es futuro sino una especie de distopía), los animales mamíferos nos caracterizamos porque, antes que buscar alimentos, buscamos quien nos quiera. Ahora, queremos en la medida en que nos respetamos, conciliamos y hagamos cosas juntos, cada uno ejerciendo bien su oficio. Pero antes de esto, hay que saber dónde estamos, quienes somos, qué tenemos, por qué lo hicimos y adónde hemos llegado con esto. La ciudad se construye a partir de espacios de humanización y ser humano es lo que se le debe enseñar al colectivo ciudadano, que será de donde saldrán los gobernantes y los dirigentes de la sociedad civil.La educación pública se creó para la seguridad del espacio público. Esta idea, que fue de los romanos, tuvo un buen cumplimento siglos después con Napoleón Bonaparte, que creó los politécnicos para no solo saber hacer y usar las máquinas, sino para entender bien que el ser humano es superior a ellas. ¿Y quién es un ser humano? Es aquel se diferencia de un animal en que sabe hablar (lo que implica saber leer), comer, vestirse, asearse como es debido para no ser un problema de salud pública e interactuar con el otro y construir en conjunto lo que será beneficioso para todos. Y para ser más humanos, tenemos que ser distintos. Baruj Spinoza, el filósofo judío holandés, decía: dos que saben lo mismo no se aportan nada; por lo tanto, uno de los dos, sobra. Entre diferentes está el aprendizaje, que nace de la confrontación, el diálogo y la puesta en razón de dos para que la realidad exista. Y como dicen los rabinos, de dos verdades, la mejor es la tercera, que nace de sumar las dos primeras y lograr, de su síntesis, una mejorada.Le puede interesar: Eduardo Gudiño Kieffer y la ciudad que nos tocaAl ciudadano, desde la educación primaria, debe enseñársele qué es la ciudad con todos sus componentes, desde qué significa tener agua potable y servicios de energía hasta los espacios donde el trabajo es necesario; además, qué hace él ahí (el niño) y cómo ser un buen vecino. Antes se enseñaba educación cívica, materia en la que se enseñaban cuáles eran las instituciones y cómo actuaban para que la ciudad se mantuviera en orden. Pero no se enseñaba a gobernar, saber a quién escoger por sus cualidades ni como ser inteligente resolviendo problemas. Y esto es lo que hace falta, que el ciudadano lo sea desde pequeño y, en la medida en que aparece el espacio público, enseñarle a usar la ciudad y a comportarse en ella. Si esto se obvia, como pasa, crearemos urbanícolas, gente que se mata y se roba, que es indiferente y al final se corrompe, pues nunca se ve en la ciudad como ciudadano sino como parásito.Proyección de la ciudadPara lograr entender y dominar algo, hay que tener límites. Y, como cuerpo que es, la ciudad es una demandante de agua, energía eléctrica, educación, empleo y cultura para tener una identidad. Y en calidad de cuerpo tiene unos límites geográficos, de población y movilidad. Por esta razón las ciudades se censan, para no caer en el acromegalismo, esa enfermedad que genera desórdenes en los cuerpos y no hay maneras de controlarlos.A lo largo de la historia, la ciudad ha tenido unas fronteras, un nivel de consumos y una operatividad de acuerdo con las instituciones que tenga. Sin embargo, y ya en 1935 Lewis Munford se quejaba de ello, aparecieron las megalópolis y con estas la densificación urbana causada por asentamientos fuera de control político y económico, a más de la proliferación de vivienda vertical que colocaba en el lugar de una casa un edificio, multiplicando en un solo punto el número de habitantes, el consumo de agua y energía y la producción de basuras. Y en esta densificación (muchos en un mismo lugar), los espacios públicos se vieron afectados, así como la vida urbana (la de los comportamientos) y la de la identidad, pues de ser un vecino (cuando la calle era con casas) pasé a ser un NN debido al sinnúmero de personas que llegaron y aparecieron sobre mí. Y ya sin identidad (sin barrio ni vecindario) se configuraron comunas y, en estas, en calidad de ciudades para ser habitadas en el espacio privado y no en lo público, aparece lo que Richard Sennett llama el manejo del desorden, que no es otra cosa que ver una ciudad vertical que más parece un presidio (la gente se encierra) que un espacio para la vida. A este fenómeno de la verticalización, Konrad Lorenz (Premio Nobel de medicina 1974) lo llama confinamiento intensivo. Y en este confinamiento la ciudad pierde sus límites y agiliza su entropía. Ya se sabe, el final de algo es la crisis, es decir, cuando se desborda porque ya no cabe en el lugar que ocupa. Llene de más un vaso de agua y verá en que consiste la crisis.Para proyectar una ciudad hay que saber hasta dónde puede crecer en condiciones de vida estable, productiva y de buenas condiciones para ejercer la ciudadanía (espacios públicos, lo que se llama etho-esfera, lugares de buen comportamiento). No se trata, entonces, de llenar unos límites y provocar su desborde. Si la ciudad se llena, entonces se hace otra ciudad, llevando las condiciones de la primera la segunda, privilegiando el espacio público. Lo anterior lo tuvo en cuenta Benjamín Franklin cuando, al firmar la Carta de Independencia de los Estados Unidos en la ciudad de Filadelfia, decidió también hacer un teatro para la ciudad. En ese teatro los ciudadanos oirían a los viajeros, a los escritores, a los artistas, a los científicos, a otros gobernantes, para tomar de esas enseñanzas lo mejor para vivir sin miedo. Y no solo era el edificio del teatro sino el espacio verde que lo rodeaba, las pequeñas plazas para conversar y los centros de enseñanza, para confrontar lo aprendido. En un momento, y algunos dicen que con actitud chovinista, Ralph Emerson escribió un fascículo llamado Autosuficiencia. En él, el autor pedía verse entre todos para solucionar problemas escogiendo a los más aptos y luego tomar enseñanzas extranjeras para mejorar la solución, si se requería. Así el primer intento de algo debía provenir de los ciudadanos, de las preguntas que se hacían y las soluciones propuestas sobre un terreno que era el suyo. La ciudad, entonces, se proyectaba de acuerdo con la inteligencia de sus ciudadanos que pensaban problemas antes de emitir un juicio. Y pensar un problema para encontrarle salidas diversas y aplicar las más convenientes. No una, que en el caso de una ciudad que muta como un cuerpo no opera convenientemente sino se prevé antes lo que puede generar la primera solución.ConclusiónEl espacio público es el de la confrontación y el concilio de ideas, el del pacto y a la vez el de los resultados. Y se tiene que asumir con educación y construcción paralela. Y en ese espacio público se construye la sociedad civil, que le indica al Estado lo que este debe hacer, optimizándolo. El Estado es un garante y cuando oye y hace lo que es lógico, mejora. Si el Estado impone, se cae, pues cada imposición no es más que un resquebrajamiento.Napoleón Bonaparte, a quien erigieron en Paris un Arco del triunfo en su honor, por sus cualidades de constructor (convirtió a Europa en una especie de Francia debido a la Escuela de Artes y Oficios), tenía claro algo: siempre hay que acompañarse de sabios que sepan hablar, escribir, descubrir y oír. Y que sean ejemplos del vivir bien, pues nada les molesta y por eso son imitados. Napoleón perdió la guerra, pero dejó a Paris en cada uno de los países por donde pasó. El Paris de los flâneurs, los espacios públicos para lucir la razón y la creación de ciudadano.
Y como se ensombrece su interior, se ensombrece también el mundo externo.Stefan Zweig. Magallanes.Un viaje al finalEn la promoción de la película Das Wunder von Bern (El milagro de Berna), se lee: Jedes Kind braucht einen Vater Jeder mensch braucht einen Traum. Jedes Land braucht eine Legende (Cada niño necesita un padre, cada hombre necesita un sueño, cada país necesita una leyenda). Antes de suicidarse, esta frase bien la pudo pensar Stefan Zweig. En 1942, en Brasil, el escritor y biógrafo estaba huérfano de patria, había perdido los sueños porque antes que grandeza lo que veía era una decadencia terrible y ya no había opción de leyenda, pues los escritores e intelectuales de la tierra que lo había acogido lo acusaban de estar colaborando con la dictadura. Y si bien esto nunca fue una realidad, como bien lo denunció Jorge Amado, ya que antes que pruebas lo que sentían sus acusadores era envidia y odio, pues Zweig, aún en el exilio, seguía produciendo y vendiendo sus libros en tirajes de más de cien mil ejemplares, lo cierto es que la acusación entró en su corazón sensible como la puñalada que narra la letra del tango: con rabia de esta vida.Lea también: Patrick White y la tierra de Voss O la vida como esEsos días de exilio y huida, de muerte cercana y lejana, donde uno también se muere cuando los propios están muertos o confinados en campos de concentración y exterminio, de tanta soledad y tanto miedo, tanta premonición terrible y tanta exclusión, llevaron a escribir a Zweig, antes de suicidarse con Lotte, su mujer: “Antes de partir de la vida, con pleno conocimiento, y lúcido, me urge cumplir con un último deber: agradecer profundamente a este maravilloso país, Brasil, que me ofreció a mí y a mi trabajo una estancia tan buena y hospitalaria. Cada día aprendí a amar más este país, y en ninguna parte me hubiera dado más gusto volver a construir mi vida desde el principio, después de que el mundo de mi propia lengua ha desaparecido y Europa, mi patria espiritual, se destruye a sí misma. Pero después de los sesenta se requieren fuerzas especiales para empezar de nuevo. Y las mías están agotadas después de tantos años de andar sin patria. De esta manera considero lo mejor, concluir a tiempo y con integridad una vida, cuya mayor alegría fue el trabajo espiritual, y cuyo más preciado bien en esta tierra estuvo en la libertad personal. Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esta larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto”. La nota es de 1942 y tiene fecha del 23 de abril. Para el suicidio usaron un desinfectante casero, eso dijeron los envidiosos y enemigos, entre ellos, Laureano Gómez.Stefan Zweig era un hombre impaciente en los viajes (no así en el mundo de su jardín), quizá porque se movía sin poder hacer nada importante, como no le pasaba en la quietud. Pero en los viajes se piensa (el encierro obliga) y, en lo que pensó en el mar (iba a Brasil), nació lo que Zweig llamó un libro nacido de la vergüenza: Magallanes, la historia de la primera vuelta al mundo y de un gran confinamiento intensivo en medio de mares desconocidos.Magallanes, el libro de la vergüenzaCuando se escribe un libro acerca de alguien no se está escribiendo sobre ese personaje determinado sino sobre el mundo. Como se lee en el Talmud, lo que toca a un hombre toca a la humanidad entera. O, en términos de Giordano Bruno, lo que es una flor también es un cielo estrellado. Esto lo tenía claro Stefan Zweig. Sus libros no se suscriben a un solo hecho, sino que se amplían como un paisaje de verano y el lector, además de recibir la historia que se promete en el título, también recibe detalles sobre el mundo circundante, acerca de los preámbulos y lo que fue necesario para que esa historia se diera. Como decía don José Ortega y Gasset, el hombre no es él solo (como unidad que aparece por generación espontánea) sino que nace de unas circunstancias que no sólo lo hacen posible sino un hecho necesario. La historia, entonces, es atómica y caótica, pero al momento de conectarse, precisamente por ley de caos, configura un sistema y de allí sale la grandeza o la miseria, la tragedia, la comedia o los inicios del Apocalipsis.Magallanes, obra de ZweigEn su primer viaje a Brasil, en 1936 y en trasatlántico de lujo, Stefan Zweig está impaciente por llegar. Lo cansan ese mar siempre igual, las noches sin cambios, la gente que se mueve a su alrededor, los que leen y bailan, los que comen a la carta y los que van por el barco como si estuvieran en tierra, pero encerrados. Y como está aburrido en ese viaje que pareciera no terminar, trata de pensar en algo y de repente, como él mismo lo escribe en el prólogo de Magallanes, siente una inmensa vergüenza. Ese viaje que él hace es un paraíso, dos paraísos, tres paraísos (imposible encontrar el sustantivo) en comparación con el que hicieron los navegantes del siglo XV y XVI que atravesaron el océano Atlántico. Ellos no sabían a dónde iban a llegar ni en qué día, comían las mismas galletas y el mismo pescado todo el tiempo, resistían el calor y el frío sin más que quitarse la camisa o ponerse una manta sobre los hombros. Y nadie sabía dónde estaban. Su única conciencia era el hacinamiento en medio del mar. No iban como él, perfumado y bien vestido, con posibilidades de leer o bajar al salón a conversar o jugar a las cartas, listo a pedir una copa o una comida especial o irse a dormir al camarote en el que hay calefacción o ventiladores, según sea el clima. Zweig sabía para dónde iba y tenía un día de llegada, ellos no. Pensando en esos hombres que se apiñaban en pequeños barcos y no tenían más ruta que el azar, Stefan Zweig se siente avergonzado y, como escritor, en obligación de reparar ese pecado de la impaciencia y la ignorancia.Magallanes, libro que le demandó casi dos años hacerlo, fue su gran homenaje a América del Sur, aunque no el único, pero si el más amplio, como el mar que se extendía, como la selva en crecimiento. Sabemos que mientras estuvo en Brasil, donde hizo amistad con el historiador colombiano Germán Arciniegas (el más grande investigador sobre Américo Vespucci), Stefan Zweig escribió Brasil país del futuro y alentó a Arciniegas para que escribiera El caballero del dorado, la historia del conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada. O sea que antes de morir, el escritor judeo-austriaco se fue llenando de Sudamérica, de sus posibilidades y del lugar destacado que tendría en el futuro de geopolítica de la Tierra, algo que no creyeron en 1940 (y creo que todavía no lo creen) los mismos sudamericanos, tan propicios (muchos) a las emociones tristes (la rabia es una, la credulidad otra), la traición y el ejercicio continuado del rencor y codicia. Y a no ver más que de la cintura hacia abajo, envidiando.En este libro de Magallanes, Zweig hace un canto a las especias, denuncia el papel de los intermediarios en el comercio y entra en el espíritu de los portugueses y españoles que se dieron a la mar desconocida alentados por las posibilidades de comercio con el oriente porque, y en esto es claro el libro, no les interesaba ni D-s ni el rey sino el dinero y la aventura. Y poblar la tierra con su simiente. O sea que los movió el intercambio, la necesidad de mezclarse y de ese mestizaje lograr un pueblo nuevo. Como Brasil, país en el que Stefan Zweig se asombraba con la multiculturalidad, la tolerancia religiosa (por esos días), los colores variados y la alegría de vivir aún bajo condiciones políticas y económicas extremas.En este libro de la vergüenza, Magallanes, en el que se manifiesta entre líneas una crítica severa a los estados nacionales y totalitarios y a la tecnología que se usa para someter al hombre y, como sucedió con el nazismo, para exterminarlo, Stefan Zweig plantea la teoría del valor frente al azar, de la solidaridad en el peligro, de la amistad y el sentido de estar vivo, no como un objeto que se exhibe sino en calidad de ser con pasiones y virtudes, en movimiento, dispuesto a sentir más que a tener. Diría que Brasil, y por extensión Sudamérica, lo ha tocado mucho y el escritor judío-austriaco se embriaga con sus imágenes.Le puede interesar: Giovanni Bocaccio y la peste de FlorenciaHoy se sabe que Stefan Zweig no sólo era amigo de Sigmund Freud sino un apasionado de las teorías psicoanalíticas de éste. Y no por el carácter intelectual y científico que encerraban sino porque allí aprendió que, para entrar en el alma de un personaje (como hizo Zweig en todos sus libros), es necesario desnudarse de prejuicios y tocar lo más sensible del sujeto tratado, llegando incluso al dolor y a las pasiones más desmesuradas. De esta manera no se está creando una figura de cera sino un ser humano digno de ser amado y odiado, respetado y burlado, y no alguien que deba ser visto como una pieza de museo. De aquí la grandeza de las biografías y novelas de Zweig, que engrandecen al idioma alemán como lenguaje de escritura profunda, acreditándolo como una lengua de conceptos y más sustantivos que adjetivos. Alguien decía que Stefan Zweig no es fácil de leer porque su escritura es fría y no alegre como la de los escritores españoles o latinoamericanos. Yo diría que lo que carece es de adjetivos, o sea de mentiras.Pequeño final:En el libro Momentos estelares de la historia, Zweig cuenta la historia de los trece del Perú, esos hombres que sin saber qué les esperaba siguieron a Pizarro atravesando una línea que éste dibujo con la espada sobre el suelo. Quizás Zweig pensó en esta historia cuando decidió matarse. Quizás pensó en Magallanes, que buscando darle la vuelta a la tierra no lo logró y fue asaetado por los hombres de las Malucas. Quizás pensó que Brasil era una oportunidad pero que la política y los intereses creados de los intelectuales locales (que negaban perniciosamente ser lo que eran) no la permitían. Supongo que se piensen muchas cosas antes de suicidarse, en especial todo eso que duele. Y en el caso de un judío (Zweig nunca renegó de su condición), en que no debe matarse. O en que ya estaba muerto.En el prólogo de El caballero de el dorado, Germán Arciniegas dice que Cervantes tomó como modelo de Don Quijote a Gonzalo Jiménez de Quesada. Este dato se lo dio, como reconoce Arciniegas, Stefan Zweig. Ya, en El caballero de El dorado, el modelo a tomar por Arciniegas son los libros de Zweig, su profundidad, su amplitud, ese amor libre de moralismos por los personajes. A partir de ahí, Stefan Zweig se integra al sentir Sudamericano, que unos toman y otros dejan. Y algunos traicionan, en especial los que tienen miedo de ser lo que son: una aventura.El Kadisch es una oración hebrea que se le reza a los muertos. Le canta a la vida. Y la huida de Zweig, su última vida (huyó de Austria en 1934), pudo terminar en Inglaterra, en Los Estados Unidos, en Cuba, pero escogió Brasil. Un Kadisch allí es más sonoro, se rodea de verde y le hacen coro los pájaros, el horizonte es más amplio y el aire más limpio. Y partir hacia la nada no da tanto miedo. Hay más miedo en el mundo.
Más Roma nunca tuvo la imaginación necesaria para aplicar los principios de limitación, moderación, distribución ordenada y equilibrio a su propia existencia urbanaLewis Mumford. La ciudad en su historia.Los males del crecimiento desordenadoA pesar de que descendemos de gente que ha pasado por guerras, pestes y hambrunas, y que luego se ordenaron para crear sociedades nuevas y más funcionales, ya hemos olvidado lo que pasó y lo que se hizo. Esto quizá debido a que nos mejoró la calidad de vida (al menos a mucha parte de la humanidad, a la mayoría), a que les dimos a las tecno-ciencias la tarea de almacenar conocimiento, ordenarnos en bases de datos y ser nuestra memoria, a que nos volvimos individualistas y comenzamos a buscar honores, riquezas y sensualidad (tres pasiones tristes, como dice Baruj Spinoza), a que nos pareció que era mejor tener datos que análisis y búsqueda de causas, dinero con qué consumir que oficios que nos hicieran útiles y humanos, en fin, dado que nos volvimos consumidores de emociones (así nos manejan) y no de razones, estamos habitando una ciudad que se ha vuelto peligrosa.Como decía Konrad Lorenz (Premio Nobel de Medicina 1973), optamos por desconocer las enseñanzas de la naturaleza y vivir en confinamiento intensivo, es decir, guardados en edificios altos, desconociendo al vecino, yendo a comprar a lugares donde no nos conocen (centros comerciales) y llevando una vida de solo reconocimiento a nosotros (Freud diría que el narcisismo es una enfermedad que devora), perturbados por los mensajes publicitarios que ofrecen felicidad en forma de objetos, lugares de paso y la creencia de que se puede vivir sin límites. Y de esta manera somos una muchedumbre solitaria y con miedo.Lea también: Eduardo Gudiño Kieffer y la ciudad que nos tocaLuego del siglo XX, época de la historia que fue la peor en lo humano y de la que solo estamos a 75 años (la edad de un abuelo) aun con conocimiento de todo lo terrible que pasó (campos de exterminio, genocidios, racismo exacerbado, persecuciones políticas desmesuradas etc.), la ciudad que hoy habitamos pareciera que toma mucho de esos actos: nos hemos convertido en números y sin el número no existimos, tratamos de vivir en nosotros mismos, odiamos a otros en términos de política y religión (en especial los adultos), nos importa poco lo que les pasa a otros y (quizá auto-hipnotizados) creemos que las cosas les pasan a los demás y no a nosotros. Pero hay algo peor: lo que antes fue criterio de industria de guerra (producir en grandes cantidades sin averiguar sobre efectos marginales, quitarle al otro los recursos) ha pasado al criterio de progreso que manejan o permiten los gobernantes de los países. En este punto, las ciudades han sido las más afectadas: exceso de vehículos de variados tamaños, grandes edificaciones por doquier, fábricas que mientras produzcan no importa que contaminen, ambiente laboral que a veces raya con la esclavitud, lucha por los mercados (como en las grandes batallas) y fantasías de gran tecnología que amerite a unos pocos mientras ese dinero (invertido en soberbia) se pudo usar en mejoras sociales, educativas y de salud. Y, al igual que antes hubo un culto ciego a Hitler y a Stalin hoy adoramos la tecnología como ser pensante y dispositivo de seguridad.Y así, mientras todo lo anterior sucede, ahora vivimos en ciudades sobrepobladas, mal diseñadas en términos urbanísticos que no respetan los límites de crecimiento poblacional, con edificios que rompen los vientos y hacinan gente en su interior, muy caras para vivir (cada vez hay más consumo y todo hay que traerlo de más lejos, incluida el agua) y contaminadas no solo por el aire sino por la cantidad de basura que producen, sin contar con los NN que se refugian en calles e inquilinatos. En estas condiciones, cualquier pestilencia se convierte en una tragedia de grandes magnitudes, en especial si nos encerramos, porque ya no solo la peste es un problema de salud, sino económico. Sin gente que trabaje, la ciudad se auto-elimina.La próxima ciudadDe esta pandemia salimos, siempre ha sido así, sea porque nuestro sistema inmunológico evoluciona o porque encontramos soluciones (curas, vacunas) para que no muera la mayoría. Pero el asunto no es morir o sobrevivir, es de volver a vivir. Y para lo anterior, los más inteligentes han creado más humanidad (ser dignos de estar vivos) y por ello trazan las nuevas condiciones de vida. Esto pasó en la Edad Media y produjo el Renacimiento, pasó en el siglo XVII (llamado el maldito) y apareció la razón ilustrada, pasó después del Holocausto y la bomba atómica, con una nueva filosofía e historia y con la participación de los jóvenes (mayo del 68). Pero ya no será lo mismo: tendremos que aprender a vivir (será otro renacimiento, no sé si una segunda oportunidad en la tierra) y en lo primero que tenemos que centrarnos es en la ciudad (en una nueva), que es el sitio que más conocimiento alberga y más posibilidades de intercambio económico ofrece. ¿Y cómo serán estas ciudades?Vivimos en ciudades sobrepobladas, mal diseñadas en términos urbanísticos que no respetan los límites de crecimiento poblacional, con edificios que rompen los vientos y hacinan gente en su interior. Obra de EscherLa propuesta de una ciudad viable no es de ahora. Lewis Mumford es su gran teórico desde 1935 (El fracaso de la megalópiolis), al igual que Richard Sennett desde 1977 (El declive del hombre público) y ambos hablan de no olvidar la historia y la geografía (los recursos, ventajas comparativas –no competitivas- en bienes naturales y personas) y el idolatrar máquinas que supuestamente piensan, cuando lo que hacen es acumular información, pero no tener ideas. Ninguna máquina piensa, es objetiva y está programada con datos anteriores; no es subjetiva, es dadora de datos y está impedida para el análisis filosófico, literario y científico. Las máquinas dan datos para que nosotros pensemos y creemos las estrategias políticas, sociales y económicas. Por ellas mismas no actúan, solo se repiten.Y esta ciudad que viene (en algunas partes de Alemania, Francia e Inglaterra existen) es la que llamamos doméstica. Doméstica porque allí se puede tener un buen hogar, crear tejida social, aprender oficios y maneras de pensar, investigar y, lo más especial, dominar la ciudad para ponerla al servicio del ciudadano, a la par que se domina el entorno para tener independencia alimentaria.Estas ciudades son pequeñas (con una buena red de ciudades pequeñas se construye un país generoso y bien desarrollado, de clase media; Dinamarca y Suecia, por ejemplo) y no deberían tener más de 250 mil habitantes, que vivirían en casas rodeadas por la naturaleza o en calles densamente arboladas o en edificios de no más de cinco pisos. Tendrían un buen teatro museo, lugares de esparcimiento al aire libre (parques ingleses), sitio de reunión para los ciudadanos y almacenes y lugares de trabajo con la cual desarrollar una buena economía. Una de las empresas más famosas del mundo, Philips, especializada en electrónica y asistencia sanitaria, tiene sus centros de producción en pequeñas ciudades de Holanda (Eindhoven, por ejemplo) y solo sus oficinas administrativas están en Ámsterdam, y no por ello sigue siendo una empresa que compite bien en los mercados internacionales.En estas ciudades domésticas, en donde algunas casas se separan de otras por una cerca y un jardín (muchas pueden verse en las películas norteamericanas que mostraban las pequeñas ciudades del Medio Oeste, que ya deben existir pocas), la gente se organiza mejor, logra mayor participación política, adquieren más reconocimiento no importa cuál sea su oficio (juez, médico, artista, peluquero, dueño de almacén, policía etc.), se desplaza en vehículos no contaminantes (bicicletas) y el NN es controlado e identificado de manera mucho más fácil. Y si a ellas llega alguna enfermedad, el aislamiento no es tan dramático como en las grandes ciudades donde un edificio de 14 pisos, por nombrar alguna altura, se convierte en un foco enorme de contaminación. Como se sabe, en estos espacios verticales la gente no se reconoce (no hay noción del vecino) y en los ascensores y lugares de esparcimiento (la piscina, los baños comunales, los jardines) aparentan estar bien, pues pocos se conocen a fondo. En un edificio así, la enfermedad va de incógnito y puede dejar rastros en muchos lugares, acelerando el contagio. Esto no sucede en la ciudad doméstica, donde la preocupación del uno por el otro es lo que le da su seguridad.Pero la suerte de estas ciudades no es que sean amigables solo por ser domésticas, sino que buena parte de su seguridad y amigabilidad se debe a la debida ruralización del campo que las rodea. Esos campos colindantes están habitados por granjeros (de clase media, pues tienen lo mismo básico de un ciudadano, lo que implica energía, comunicaciones, vehículo, calidad de vida) que se encargan de abastecer a la ciudad de legumbres, frutas, leche y lácteos (quesos, yogures), carne de cerdo y pollo, e incluso de res o conejo.Esta ruralización, en la que al campesino se le da el nombre de granjero pues no solo siembra y recolecta, cuida animales domésticos y obtiene leche y huevos, sino que también procesa alimentos (conservas, embutidos, jarabes y vinos), ejerce algunos oficios (carpinteros, manejadores de técnicas del agua) y hace vida comunitaria con la ciudad, es la que asegura la libertad alimentaria a la ciudad doméstica.Ahora, el hecho de vivir en ciudades domésticas no nos hace menos modernos. Por el contrario, a más de las condiciones de cualquier ciudad con grandes librerías y espacios culturales, centros científicos y hospitales de primer nivel, grandes edificios de oficinas y movimiento financiero fuerte, la pequeña ciudad logra tener buena parte de todo lo anterior. Y esto es posible con una buena red de trenes (hoy logran más velocidad de cualquier transporte público), la informática (como técnica: las computadoras con discos duros grandes, para el caso de bases de datos y manejo de las finanzas) y un sistema moderno de comunicaciones (la Internet y la telefonía celular). Vivir entonces, en una ciudad doméstica, además de no sufrir del estrés de las grandes, es estar en el mundo, hacer la vida ahí y respetar el medio ambiente que embellece sus paisajes.Finalmente, en la ciudad doméstica (en el territorio Antioquia podría haber más de veinte y ya albergarían, juntas, varios millones de habitantes productivos, sanos, bien educados, con el ejercicio de sus oficios, el funcionamiento de empresas y en permanente intercambio económico entre unas y otras, a más del excedente de producción que participaría de los mercados nacionales e internacionales) los niveles de contaminación son bajísimos, el manejo de las basuras más ordenado (hoy en día, la basura bien tratada es una posibilidad industrial), las vías están con menos vehículos y la vida, que si bien correría más simple, es más humana y más alejada de las pestes, las mentiras mediáticas y el caos de no saber quién soy en medio de miles de otros que tampoco lo saben. ¿Y de qué depende que haya ciudades domésticas? De una visión y acción política seria, llevada a cabo por gente que sabe de vivir y convivir en espacios. Carl Sagan llamaría a esta gente científicos que viven la ciencia y la moral (las mejores costumbres) y la hacen posible en otros, para que exista el bienestar común, el crecimiento intelectual y el desarrollo económico debido.Para pensarNuestras ciudades, desordenadas y mal planificadas (pareciera que la codicia y la especulación del suelo estuviera por encima de todo), escasas en espacios públicos, con mala educación ciudadana y una competencia individual que destruye a las personas (el ego tiene como fin auto-destruirse), deben ser reducidas en su espacio (llevar gente a vivir a otros sitios), recuperar la ruralización del campo y llenarse de espacios naturales y saludables, a la vez que eduquen a los ciudadanos en el uso y maneras de habitar la ciudad, en técnicas que sirvan para el abastecimiento de productos y servicios (incluidas las que tienen que ver con la agropecuaria), y en profesiones (un profesional es quien cuida de la vida del otro) que antes que un saber, tengan un alto contenido de cómo vivir dignamente la ciudad. De estos ciudadanos que admiten los límites y no se desbordan persiguiendo un deseo, nacerán los políticos, los que velen por la seguridad y las mentes innovadoras, que son las que mejoran lo que hay (de acuerdo con nuestras condiciones) para que haya más y mejor acceso a los bienes y servicios, a la educación y al otro.En el territorio Antioquia podría haber más de veinte ciudades domésticas y ya albergarían, juntas, varios millones de habitantes productivos, sanos, bien educados, con el ejercicio de sus oficios, el funcionamiento de empresas y en permanente intercambio económico entre unas y otras. En la imagen, FrontinoSi esto no se hace, si seguimos hacinados (en confinamiento intensivo), si a las vías llegan más vehículos y el crecimiento de la contaminación por partículas sigue creciendo, si las industrias no salen de la ciudad y ocupan espacios en los que producir mejor y no hacer daño con sus emisiones de humo, si no pactamos de una vez la paz para que cada uno viva tranquilo en el sitio donde ha nacido, si no creamos anillos verdes alrededor de la ciudad para impedir su crecimiento ilimitado, si no paramos la verticalización que densifica al extremo el espacio urbana, si esto no pasa, iremos de una pandemia a otra mayor y al final, como en las distopías (esos espacios del sobrevivir apocalíptico), nos estaremos destruyendo hasta desaparecer, incluidas las mascotas. Y si desaparecemos (vuelvo a Carl Sagan), nadie nos llorará, nadie nos recordará. Y los animales encontrarán las ciudades vacías y vivirán en ellas, igual que las plantas y el agua.Le puede interesar: Toni Morrison y des-paraíso. O de como el infierno es más vastoEl mundo moderno llegó a su límite, esto es claro. Y este límite nos dice que retrocedamos, que volvamos a épocas anteriores (se ha dicho que 1960 fueron tiempos muy buenos), que dejemos odios e intolerancias atrás y convivamos con el destino que se nos había previsto si no nos hubiéramos desordenado: ser humanos, gente de paz, conviviendo bien, trabajando bien y con un respeto inmenso hacia la naturaleza, que si no se daña es amigable. Pero que si se ofende (lo tenían muy claro los indios piel roja y lo tienen los kogui) hace con nosotros lo que quiere. Es lo que pasa con este virus, al que temen los millonarios, los ejércitos, los soberbios, los corruptos, los dirigentes y los creyentes. El virus hace parte de la naturaleza, se nutre de ella, es un organismo invisible casi, que se comporta como cualquier animal cuando está alterado. Se defiende, eso es lo único que hace.
AustraliaSi se habla de un enorme desierto flotante, de terra australis incognita, de código de sangre y de hombres y mujeres que se hicieron como bien pudieron entre extensiones, aborígenes y animales nunca vistos y otros que trajeron y adaptaron, la palabra que define esta mezcla es Australia. Y no se sabe quién la descubrió, aunque se habla de portugueses, malayos, holandeses y otras gentes marineras, todas de mala clase. Solo en 1770, el capitán James Cook, hizo un mapa de parte de la costa y decidió bajar a la playa e internarse un poco para ver qué había. Pero Cook vio poco, veía mal y presumía más; incluso fue devorado, eso dicen, por los maoríes, gente que ya sabría del sabor de la carne de los blancos. En los mares desconocidos pasan cosas y hay más leyendas que historias ciertas. Sobre las olas viajan los delirios, los exilios, los confines del fin de la tierra. Pero para el caso de Cook, sobre esas aguas que navegaba su barco, llegó Inglaterra, que ya también había tocado la India y comenzaba su imperio.Lea también: F. Richaud y el jardín creciente. Sobre Luis IV y su jardineroAustralia, ya en mapas (en trozos), fue la posesión austral inglesa, la gran isla del sur y el mejor castigo para los criminales ingleses, escoceses, galeses, irlandeses y negros de las Antillas, a los que el Bloody Code (el código sangriento) condenaba, por robar legumbres, madera, alguna pertenencia del ejército, un pequeño asalto, un acto nefando, con la pena de muerte o los trabajos forzados. Y que esto sucediera, se debía a la cantidad de inmigrantes (muchos regresaban a sus lugares) que habían llegado a Londres después de la revolución norteamericana. La mayoría, para sobrevivir, se dedicó a la delincuencia, las cárceles se atiborraron y de alguna parte, quizá de la cabeza de John Stwart Mill, autor del utilitarismo, o de las tesis que había propuesto Jonathan Swift (que hablaba de controlar la población comiéndose a los niños), salió la idea de enviar a los delincuentes a Australia. Y así, entre 1788 y 1878, llegaron a tierras australianas 165.000 presos, además de guardias, soldados y marineros con sus familias. También algunos predicadores que deliraron más de la cuenta. Los convictos, que se temían entre ellos, se fueron apaciguando y la final, llegadas sus mujeres y sus hijos (o conseguidas allí y fecundadas), fundaron pequeños pueblos que rodearon de granjas, ciudades con el gobierno de administradores de mano dura, rutas de comercio y puertos a los que llegaron chinos y otras gentes de las colonias inglesas. Y lo que era una terra australis incognita, dejó de serlo: ya esa isla enorme y desértica estaba conectada con las rutas navieras y en los comercios se vendían herramientas, armas, brújulas, libros, trajes importados, botas fuertes. Y entre este desarrollo, el pasado de los pobladores comenzó a olvidarse. El dinero, la tenencia de tierras, los grandes almacenes, la presencia de iglesias, la educación de los maestros, dio inicio a la creación de otra memoria, a veces legendaria, pero tolerante. Si estaban casi en el fin del mundo, para qué sacar a relucir manchas viejas. Mejor fue limpiarlas sin hablar del asunto e invirtiendo en el país. El dinero es dios clemente.VossHay gente que mira y percibe lo general. Esta va por la tierra sin hacerse muchas preguntas y al fin se muere creyendo que esto no le podía pasar. Esta gente aparece en listas de impuestos y de correos, se defiende haciendo algún oficio, conoce a otros, se enferma y se asusta leyendo los periódicos. También conspira, ama siguiendo patrones culturales y come buscando llenarse. Pero hay otra gente y es la que ve, la que se detiene en los detalles, mide las cosas y las consecuencias, calcula, quiere a otros, pero no desespera. Y estos hombres y mujeres que ven y a los que podríamos llamar videntes, pues detectan algo, lo analizan y clasifican, y con ello determinan sus resultados y consecuencias marginales, se apoderan del mundo, entendiéndolo. Muchos van por nada material, solo por saber, sentir y vivir. Conocen, entienden, toleran, son cínicos y tienen mucho sentido del humor, del negro en especial. Esta gente que ve, es la que más camina, pues a cada detalle que perciben el espacio se amplía. En ocasiones parecen aburridos, pero no lo están. Gustan de la música y la lectura, de la física y la biología, viven en cualquier clima y nunca se van al infierno porque no creen en nada o solo en lo esencial: que D’s les ayude mientras estén vivos. Lo de antes de nacer o después de morir, lo toman como un descanso, un fin del camino en una buena cama. Patrick WhiteJohann Ulrich Voss, el personaje de Patrick White, es un alemán que ve y ha llegado a Australia (en el siglo XIX) como tantos otros, para ver qué pasa. Y entre esto que todavía no pasa, mientras tanto ha vivido en un convento, trabajado la tierra, conocido gente, vivido en un hotel regentado por una mujer que espía, ha servido como dependiente de comercio y ha leído muchos libros de geografía, geología y botánica. Y no es alguien sospechoso, sino que agrada (quizá porque saben que entiende del territorio y su contenido), a pesar de sus actuaciones burdas y el desprecio que a veces se le nota en los ojos. También es querido por una mujer que no está a gusto con su entorno, al que juzga con severidad, pero de manera inteligente y cáustica. La mujer, que se sale de los cánones victorianos, mantiene las apariencias, igual que el alemán, que también es amigo de borrachos, aventureros, exilados y taxidermistas al servicio de un noble loco. Los dos, Voss y Laura Trevelyan, ven. Y en el ver, conjeturar, saber y definirse en un lugar de la tierra que no es el mejor, se quieren, alejándose de ellos por tiempos largos. La vida es con otros, pero también en sí. Los sentimientos no se dan por repetición de presencias sino por haberlos entendido. Y en ese espacio del partir, esperar y regresar, los espíritus fuertes se crean sus espacios de libertad, que son como un crisol en el que se funde lo tonto y queda lo que tiene sentido. Se templan.Voss ama en frío, igual que piensa y ve. Su tarea, que está acorde con el pensamiento decimonónico, es hacer un mapa y descubrir lo que hay adentro: tierras, plantas, animales, minerales, etnias, vientos, climas, formaciones pétreas, posibilidades de rutas y asentamientos. El siglo XIX fue el de los geógrafos y los buscadores de recursos, el de las narraciones al detalle y el de las grandes pasiones contenidas, aunque algunas se desbordaron y crearon criminales nunca vistos, como pasó en las colonias belgas y alemanas en África, entre los corruptos franceses de las islas del sur y los filibusteros norteamericanos en Centroamérica. Pero Voss no es un criminal, es un explorador que quiere describir y entender una parte de la Tierra y, a la par, la condición de los hombres y mujeres con los que se encuentra, que son diversos y al tiempo se parecen a él en alguna de sus actitudes y maneras de pensar. Nos reúnen las coincidencias. Tierra y hombre. Tierra que el hombre posee en la medida en que lo posee a él (como dice Salvador de Madariaga). Y en ese andar, que pareciera de aburridos, aparece la idea de D’s, el manejo de la enfermedad, la noción de lejanía, el desamparo, la aventura inesperada, los usos alternos de los instrumentos y las herramientas, los delirios y la manera de comerciar con objetos sin valor. Y en ello la vida, como es, sin imaginarla, con lo que contiene y se puede comprender. Y en la vida, la Tierra, que es donde estamos y no vamos a salir de ahí. Voss todo lo ve. Es un hombre lento que va más lejos que todos.Patrick WhiteLos buenos escritores dan cuenta de lo que no se puede fotografiar ni filmar, porque eso que se fotografía o se filma es solo la apariencia de algo en un lugar que también aparenta. Su oficio es encontrar la esencia de las cosas y los actos, decir lo que no se ha dicho y traer al mundo lo que no estaba catalogado o se había clasificado mal o de acuerdo con intereses oprobiosos. Y si bien se valen de imágenes (que es la primera percepción que tenemos), las trascienden situándolas en diferentes contextos o, si se quiere, en escenarios posibles de falsación. Con las palabras todo es válido, pues ellas contienen el sentido de las cosas y sus relaciones con lo otro. Las palabras, además de decir lo que contiene el Universo (hasta donde sabemos de él), están vivas, se reproducen y no mueren. Por eso se toman, se reúnen y producen otra historia. Con las palabras se ve. Con la ignorancia se mira.Patrick White, escritor inglés de nacionalidad australiana, como sus personajes, es alguien que describe al detalle y con cierta dosis de cinismo, la necesaria para no caer en la mala poesía. Las cosas tienen formas, pero también se parecen a otras, igual que las situaciones y los saberes. Nada está suelto: lo uno lleva a lo otro, lo real a lo imaginario, lo del ayer al hoy, el olvido a la memoria. Y en su novela Voss, Australia está repleta de acciones y situaciones de personajes que van de lo más alto a lo más bajo, que son la gente. Y como los animales de esas tierras, que mutaron distinto a los demás, también la gente tiene sus mutaciones, sus pequeños cambios, sus alteraciones. Quizá uno sea el territorio que habita, la soledad que enfrente, la necesidad instintiva que hay que satisfacer, las apariencias que se deben sostener para que la fantasía no desaparezca. Pero también uno es en pleno viaje, pues el tiempo pasa y no está vacío. Todo es un movimiento y cada palabra un reposo. Y en la palabra, un puente hacia otra parte.Le puede interesar: G. Steiner y los mundos que se pierden. O el oficio de deshumanizarsePatrick White, Permio Nobel de Literatura 1973, nació en Londres en 1912 y murió en Sidney en 1990. Escribió, leyó a William Faulkner y Thomas Mann (estos le enseñaron a manejar el detalle y la situación invisibles), vivió en una casa grande, se dedicó a la horticultura, crio perros y fue monógamo, a su estilo. En la Carátula de Voss hay un retrato de él, donde se lo ve mirando a la derecha, sosteniendo el sombrero en la mano y detrás unas montañas desérticas. Se nota que hace calor y que Patrick White ve algo que quizá imagina al saberle la palabra. Los escritores son diseccionadores de palabras. Su última novela, publicada después de muerto, fue El Jardín Colgante (2012). ¿Pensó en la palabra Babilonia al escribirla? No sé. De Patrick White se supo lo menos, lo que no pasó con lo más que contenían sus escritos.