La ciudad post-pandemia

Autor: Memo Ánjel
5 abril de 2020 - 12:07 AM

Vivir entonces, en una ciudad doméstica, además de no sufrir del estrés de las grandes, es estar en el mundo, hacer la vida ahí y respetar el medio ambiente que embellece sus paisajes.

Medellín

Más Roma nunca tuvo la imaginación necesaria para aplicar los principios de limitación, moderación, distribución ordenada y equilibrio a su propia existencia urbana

Lewis Mumford. La ciudad en su historia.

 

Los males del crecimiento desordenado

A pesar de que descendemos de gente que ha pasado por guerras, pestes y hambrunas, y que luego se ordenaron para crear sociedades nuevas y más funcionales, ya hemos olvidado lo que pasó y lo que se hizo. Esto quizá debido a que nos mejoró la calidad de vida (al menos a mucha parte de la humanidad, a la mayoría), a que les dimos a las tecno-ciencias la tarea de almacenar conocimiento, ordenarnos en bases de datos y ser nuestra memoria, a que nos volvimos individualistas y comenzamos a buscar honores, riquezas y sensualidad (tres pasiones tristes, como dice Baruj Spinoza), a que nos pareció que era mejor tener datos que análisis y búsqueda de causas, dinero con qué consumir que oficios que nos hicieran útiles y humanos, en fin, dado que nos volvimos consumidores de emociones (así nos manejan) y no de razones, estamos habitando una ciudad que se ha vuelto peligrosa.

Como decía Konrad Lorenz (Premio Nobel de Medicina 1973), optamos por desconocer las enseñanzas de la naturaleza y vivir en confinamiento intensivo, es decir, guardados en edificios altos, desconociendo al vecino, yendo a comprar a lugares donde no nos conocen (centros comerciales) y llevando una vida de solo reconocimiento a nosotros (Freud diría que el narcisismo es una enfermedad que devora), perturbados por los mensajes publicitarios que ofrecen felicidad en forma de objetos, lugares de paso y la creencia de que se puede vivir sin límites. Y de esta manera somos una muchedumbre solitaria y con miedo.

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Luego del siglo XX, época de la historia que fue la peor en lo humano y de la que solo estamos a 75 años (la edad de un abuelo) aun con conocimiento de todo lo terrible que pasó (campos de exterminio, genocidios, racismo exacerbado, persecuciones políticas desmesuradas etc.), la ciudad que hoy habitamos pareciera que toma mucho de esos actos: nos hemos convertido en números y sin el número no existimos, tratamos de vivir en nosotros mismos, odiamos a otros en términos de política y religión (en especial los adultos), nos importa poco lo que les pasa a otros y (quizá auto-hipnotizados) creemos que las cosas les pasan a los demás y no a nosotros. Pero hay algo peor: lo que antes fue criterio de industria de guerra (producir en grandes cantidades sin averiguar sobre efectos marginales, quitarle al otro los recursos) ha pasado al criterio de progreso que manejan o permiten los gobernantes de los países. En este punto, las ciudades han sido las más afectadas: exceso de vehículos de variados tamaños, grandes edificaciones por doquier, fábricas que mientras produzcan no importa que contaminen, ambiente laboral que a veces raya con la esclavitud, lucha por los mercados (como en las grandes batallas) y fantasías de gran tecnología que amerite a unos pocos mientras ese dinero (invertido en soberbia) se pudo usar en mejoras sociales, educativas y de salud. Y, al igual que antes hubo un culto ciego a Hitler y a Stalin hoy adoramos la tecnología como ser pensante y dispositivo de seguridad.

Y así, mientras todo lo anterior sucede, ahora vivimos en ciudades sobrepobladas, mal diseñadas en términos urbanísticos que no respetan los límites de crecimiento poblacional, con edificios que rompen los vientos y hacinan gente en su interior, muy caras para vivir (cada vez hay más consumo y todo hay que traerlo de más lejos, incluida el agua) y contaminadas no solo por el aire sino por la cantidad de basura que producen, sin contar con los NN que se refugian en calles e inquilinatos. En estas condiciones, cualquier pestilencia se convierte en una tragedia de grandes magnitudes, en especial si nos encerramos, porque ya no solo la peste es un problema de salud, sino económico. Sin gente que trabaje, la ciudad se auto-elimina.

 

La próxima ciudad

De esta pandemia salimos, siempre ha sido así, sea porque nuestro sistema inmunológico evoluciona o porque encontramos soluciones (curas, vacunas) para que no muera la mayoría. Pero el asunto no es morir o sobrevivir, es de volver a vivir. Y para lo anterior, los más inteligentes han creado más humanidad (ser dignos de estar vivos) y por ello trazan las nuevas condiciones de vida. Esto pasó en la Edad Media y produjo el Renacimiento, pasó en el siglo XVII (llamado el maldito) y apareció la razón ilustrada, pasó después del Holocausto y la bomba atómica, con una nueva filosofía e historia y con la participación de los jóvenes (mayo del 68). Pero ya no será lo mismo: tendremos que aprender a vivir (será otro renacimiento, no sé si una segunda oportunidad en la tierra) y en lo primero que tenemos que centrarnos es en la ciudad (en una nueva), que es el sitio que más conocimiento alberga y más posibilidades de intercambio económico ofrece. ¿Y cómo serán estas ciudades?

Ciudad industrial

Vivimos en ciudades sobrepobladas, mal diseñadas en términos urbanísticos que no respetan los límites de crecimiento poblacional, con edificios que rompen los vientos y hacinan gente en su interior. Obra de Escher

La propuesta de una ciudad viable no es de ahora. Lewis Mumford es su gran teórico desde 1935 (El fracaso de la megalópiolis), al igual que Richard Sennett desde 1977 (El declive del hombre público) y ambos hablan de no olvidar la historia y la geografía (los recursos, ventajas comparativas –no competitivas- en bienes naturales y personas) y el idolatrar máquinas que supuestamente piensan, cuando lo que hacen es acumular información, pero no tener ideas. Ninguna máquina piensa, es objetiva y está programada con datos anteriores; no es subjetiva, es dadora de datos y está impedida para el análisis filosófico, literario y científico. Las máquinas dan datos para que nosotros pensemos y creemos las estrategias políticas, sociales y económicas. Por ellas mismas no actúan, solo se repiten.

Y esta ciudad que viene (en algunas partes de Alemania, Francia e Inglaterra existen) es la que llamamos doméstica. Doméstica porque allí se puede tener un buen hogar, crear tejida social, aprender oficios y maneras de pensar, investigar y, lo más especial, dominar la ciudad para ponerla al servicio del ciudadano, a la par que se domina el entorno para tener independencia alimentaria.

Estas ciudades son pequeñas (con una buena red de ciudades pequeñas se construye un país generoso y bien desarrollado, de clase media; Dinamarca y Suecia, por ejemplo) y no deberían tener más de 250 mil habitantes, que vivirían en casas rodeadas por la naturaleza o en calles densamente arboladas o en edificios de no más de cinco pisos. Tendrían un buen teatro museo, lugares de esparcimiento al aire libre (parques ingleses), sitio de reunión para los ciudadanos y almacenes y lugares de trabajo con la cual desarrollar una buena economía. Una de las empresas más famosas del mundo, Philips, especializada en electrónica y asistencia sanitaria, tiene sus centros de producción en pequeñas ciudades de Holanda (Eindhoven, por ejemplo) y solo sus oficinas administrativas están en Ámsterdam, y no por ello sigue siendo una empresa que compite bien en los mercados internacionales.

En estas ciudades domésticas, en donde algunas casas se separan de otras por una cerca y un jardín (muchas pueden verse en las películas norteamericanas que mostraban las pequeñas ciudades del Medio Oeste, que ya deben existir pocas), la gente se organiza mejor, logra mayor participación política, adquieren más reconocimiento no importa cuál sea su oficio (juez, médico, artista, peluquero, dueño de almacén, policía etc.), se desplaza en vehículos no contaminantes (bicicletas) y el NN es controlado e identificado de manera mucho más fácil. Y si a ellas llega alguna enfermedad, el aislamiento no es tan dramático como en las grandes ciudades donde un edificio de 14 pisos, por nombrar alguna altura, se convierte en un foco enorme de contaminación. Como se sabe, en estos espacios verticales la gente no se reconoce (no hay noción del vecino) y en los ascensores y lugares de esparcimiento (la piscina, los baños comunales, los jardines) aparentan estar bien, pues pocos se conocen a fondo. En un edificio así, la enfermedad va de incógnito y puede dejar rastros en muchos lugares, acelerando el contagio. Esto no sucede en la ciudad doméstica, donde la preocupación del uno por el otro es lo que le da su seguridad.

Pero la suerte de estas ciudades no es que sean amigables solo por ser domésticas, sino que buena parte de su seguridad y amigabilidad se debe a la debida ruralización del campo que las rodea. Esos campos colindantes están habitados por granjeros (de clase media, pues tienen lo mismo básico de un ciudadano, lo que implica energía, comunicaciones, vehículo, calidad de vida) que se encargan de abastecer a la ciudad de legumbres, frutas, leche y lácteos (quesos, yogures), carne de cerdo y pollo, e incluso de res o conejo.

Esta ruralización, en la que al campesino se le da el nombre de granjero pues no solo siembra y recolecta, cuida animales domésticos y obtiene leche y huevos, sino que también procesa alimentos (conservas, embutidos, jarabes y vinos), ejerce algunos oficios (carpinteros, manejadores de técnicas del agua) y hace vida comunitaria con la ciudad, es la que asegura la libertad alimentaria a la ciudad doméstica.

Ahora, el hecho de vivir en ciudades domésticas no nos hace menos modernos. Por el contrario, a más de las condiciones de cualquier ciudad con grandes librerías y espacios culturales, centros científicos y hospitales de primer nivel, grandes edificios de oficinas y movimiento financiero fuerte, la pequeña ciudad logra tener buena parte de todo lo anterior. Y esto es posible con una buena red de trenes (hoy logran más velocidad de cualquier transporte público), la informática (como técnica: las computadoras con discos duros grandes, para el caso de bases de datos y manejo de las finanzas) y un sistema moderno de comunicaciones (la Internet y la telefonía celular). Vivir entonces, en una ciudad doméstica, además de no sufrir del estrés de las grandes, es estar en el mundo, hacer la vida ahí y respetar el medio ambiente que embellece sus paisajes.

Finalmente, en la ciudad doméstica (en el territorio Antioquia podría haber más de veinte y ya albergarían, juntas, varios millones de habitantes productivos, sanos, bien educados, con el ejercicio de sus oficios, el funcionamiento de empresas y en permanente intercambio económico entre unas y otras, a más del excedente de producción que participaría de los mercados nacionales e internacionales) los niveles de contaminación son bajísimos, el manejo de las basuras más ordenado (hoy en día, la basura bien tratada es una posibilidad industrial), las vías están con menos vehículos y la vida, que si bien correría más simple, es más humana y más alejada de las pestes, las mentiras mediáticas y el caos de no saber quién soy en medio de miles de otros que tampoco lo saben. ¿Y de qué depende que haya ciudades domésticas? De una visión y acción política seria, llevada a cabo por gente que sabe de vivir y convivir en espacios. Carl Sagan llamaría a esta gente científicos que viven la ciencia y la moral (las mejores costumbres) y la hacen posible en otros, para que exista el bienestar común, el crecimiento intelectual y el desarrollo económico debido.

 

Para pensar

Nuestras ciudades, desordenadas y mal planificadas (pareciera que la codicia y la especulación del suelo estuviera por encima de todo), escasas en espacios públicos, con mala educación ciudadana y una competencia individual que destruye a las personas (el ego tiene como fin auto-destruirse), deben ser reducidas en su espacio (llevar gente a vivir a otros sitios), recuperar la ruralización del campo y llenarse de espacios naturales y saludables, a la vez que eduquen a los ciudadanos en el uso y maneras de habitar la ciudad, en técnicas que sirvan para el abastecimiento de productos y servicios (incluidas las que tienen que ver con la agropecuaria), y en profesiones (un profesional es quien cuida de la vida del otro) que antes que un saber, tengan un alto contenido de cómo vivir dignamente la ciudad. De estos ciudadanos que admiten los límites y no se desbordan persiguiendo un deseo, nacerán los políticos, los que velen por la seguridad y las mentes innovadoras, que son las que mejoran lo que hay (de acuerdo con nuestras condiciones) para que haya más y mejor acceso a los bienes y servicios, a la educación y al otro.

Frontino

En el territorio Antioquia podría haber más de veinte ciudades domésticas y ya albergarían, juntas, varios millones de habitantes productivos, sanos, bien educados, con el ejercicio de sus oficios, el funcionamiento de empresas y en permanente intercambio económico entre unas y otras. En la imagen, Frontino

Si esto no se hace, si seguimos hacinados (en confinamiento intensivo), si a las vías llegan más vehículos y el crecimiento de la contaminación por partículas sigue creciendo, si las industrias no salen de la ciudad y ocupan espacios en los que producir mejor y no hacer daño con sus emisiones de humo, si no pactamos de una vez la paz para que cada uno viva tranquilo en el sitio donde ha nacido, si no creamos anillos verdes alrededor de la ciudad para impedir su crecimiento ilimitado, si no paramos la verticalización que densifica al extremo el espacio urbana, si esto no pasa, iremos de una pandemia a otra mayor y al final, como en las distopías (esos espacios del sobrevivir apocalíptico), nos estaremos destruyendo hasta desaparecer, incluidas las mascotas. Y si desaparecemos (vuelvo a Carl Sagan), nadie nos llorará, nadie nos recordará. Y los animales encontrarán las ciudades vacías y vivirán en ellas, igual que las plantas y el agua.

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El mundo moderno llegó a su límite, esto es claro. Y este límite nos dice que retrocedamos, que volvamos a épocas anteriores (se ha dicho que 1960 fueron tiempos muy buenos), que dejemos odios e intolerancias atrás y convivamos con el destino que se nos había previsto si no nos hubiéramos desordenado: ser humanos, gente de paz, conviviendo bien, trabajando bien y con un respeto inmenso hacia la naturaleza, que si no se daña es amigable. Pero que si se ofende (lo tenían muy claro los indios piel roja y lo tienen los kogui) hace con nosotros lo que quiere. Es lo que pasa con este virus, al que temen los millonarios, los ejércitos, los soberbios, los corruptos, los dirigentes y los creyentes. El virus hace parte de la naturaleza, se nutre de ella, es un organismo invisible casi, que se comporta como cualquier animal cuando está alterado. Se defiende, eso es lo único que hace.

 

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