La construcción de ciudad, una tarea más allá de las normas

Autor: Memo Ánjel
8 junio de 2020 - 12:09 AM

O de cómo nos hacemos mientras vivimos

Medellín

La vida no es buena ni mala, depende de lo que hagamos con ella. Otros dicen que es como la sopa: depende de lo que echemos en ella.

Una frase de mi abuela, a lo que yo le agregaría: igual pasa con la ciudad.

 

La ciudad es subjetiva sin interrupción.

Jean Luc Nancy. La ciudad a lo lejos.

 

Una ciudad no es un conglomerado de casas, edificios y calles. No es una construcción de materiales que se unen unos con otros para permitir que se use un espacio. No, una ciudad, en los términos de medio ambiente, es un hábitat en el que se desarrolla la vida. Es una espacialidad donde varios se unen para vivir en condiciones que eviten estar en soledad y estado de alerta. Y si se va a vivir mejor en la ciudad, es porque nos vamos a construir en condición de mejores ciudadanos, pues la ciudad es un pacto, un consenso, para habitar en estado de seguridad y convivencia (y conveniencia) con el otro. Cuando Aristóteles escribe La política, analiza en su texto una buena cantidad de constituciones para encontrar la mejor (nacida de la suma de lo más lógico en ellas) y asegurar, con estas normas (que son la manera más inteligente de no cometer errores) una vida digna, es decir, la posibilidad de vivir con otros sin tener miedo.

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Desde el principio, los hombres han sobrevivido porque han vivido en sociedades regidas por normas que establecen órdenes (métodos lógicos) para vivir sin temor: jerarquías[i], deberes, oficios, relaciones debidas, aprendizajes para ser útiles, ritos de iniciación[ii] etc. Al dejar la condición animal (el estado de naturaleza) evitamos ser como los lobos que viven solos y en estado de miedo, siempre angustiados y con hambre, y construimos la sociedad, ese espacio en el que nos hacemos socios unos de los otros, con base en la diferencia (que es la que aporta al otro)[iii], para poder estar en la vida. Y ese estar en sociedad exige unas obligaciones (unos deberes, unas responsabilidades) que apunten a que estar juntos sea seguro, entendiendo por seguridad aquel estado en el que me puedo desarrollar como ser humano, es decir, como alguien que pierde el miedo en la medida en que deja de ser un animal asustado y se reconoce en el mundo relacionándose con él, con sus contenidos y confrontaciones, de manera inteligente, es decir, racional, siendo la razón la capacidad que tenemos para acertar en lo que hacemos sin causar dolor con lo hecho. Y que nos lleva a reconocer al otro como ser necesario para mí, pues está vivo como yo y ejerce una tarea que me es necesaria para vivir. Necesidad que nace del oficio que ese otro tiene, de los conocimientos que aporta y de la manera como nos confronta, pues las sociedades son en el diálogo y no en la imposición de criterios absolutos nacidos del deseo y que llevan a la represión en lugar del crecimiento. En el diálogo crecemos con las preguntas y buscamos respuestas para que el tiempo vivido tenga sentido. Somos buscadores de estar bien (de aquí la palabra bienestar). Y en ese estar bien, está en lo posible que el otro tenga la razón, lo del otro (sus experiencias, sus saberes, su hacer) permite que yo aprenda y crezca. Los diálogos no son para imponer criterios: son para encontrar respuestas que nos beneficien a todos. Porque el bienestar no es un asunto personal sino comunitario, por esto se pactan las mejores maneras y se las sostiene como valores imprescindibles para la convivencia y el crecimiento social. Así, no puedo estar bien si el otro está mal. No puedo estar bien si tengo que defenderme del otro. No puedo estar bien si el otro no está en igualdad de derechos conmigo. Y si bien no se trata de que seamos iguales, lo que sería catastrófico pues una sociedad de gente que hace lo mismo y piensa igual no se aporta nada y acaba destruyéndose por falta de aportes y confrontaciones, hay que ser equitativos: la equidad es a cada uno lo que necesita porque lo sabe manejar, porque con ello construye una vida digna y, en esa dignidad, piensa, trabaja y aporta.

Y ese otro (yo para los demás soy el otro), comienza con la construcción de ciudad. Y no con una ciudad ajena sino apropiada para que funcione como es debido. Porque las ciudades no son ajenas a nosotros, sino que el resultado de ellas, la manera cómo funcionan y dotan de oportunidades, depende de nosotros. En términos de Robert Musil[iv], la ciudad se mueve y funciona de la misma manera cómo nos movemos y funcionamos nosotros, es nuestro reflejo, las oportunidades que nos damos, el sitio que ocupamos y lo que hacemos en ese sitio. La ciudad no aparece frente a nosotros, no es una construcción que se nos da al azar o a la que entramos sin tener que ver nada con ella, como si nos absorbiera igual que una esponja. Al contrario del mundo, al que llegamos sin conciencia y nos vemos en la obligación de irlo entendiendo para poder vivir en él, la ciudad es una extensión de nosotros: nos refleja y nos define, y en ese reflejo y definición somos lo que nos pasa en ella. Es que elegimos la ciudad que queremos, pues la ciudad no es un deseo sino una construcción de la realidad en común, de nuestras manos y sentires, de las relaciones que nos hacemos y de las palabras con la que la nombramos y nos entendemos. Dígame quién es usted y descubro la ciudad en la que vive.

Es una evidencia: de lo que hacen y construyen los hombres y las mujeres, de los espacios en los que habitan e interactúan, nace la ciudad. Y si esa ciudad es mala y desordenada, es porque quienes la habitan piensan mal y se desordenan. Pasa igual cuando la ciudad es habitable, que su gente es buena y se organiza para que ese bien logrado no desaparezca. O sea que tenemos la ciudad que nos merecemos y si no cambiamos para bien, la ciudad no lo hace. La culpa o alegría entonces de lo que nos pasa no viene solo de afuera sino que consecuencia también de nuestro adentro[v]. Y en ese adentro, que conforma la manera como el mundo es (es nuestro yo en acción posotiva o negativa), somos bien o somos mal. Somos bien cuando pactamos y dotamos de valor lo que tenemos, que no son solo cosas sino saberes y relaciones (que pueden ser de bienestar o malestar). Somos mal cuando no nos reconocemos en el tener y el saber, cuando creemos que lo que no es nuestro nos pertenece y, en esta confusión, destruimos lo que no nos llega o, lo que es peor, lo despreciamos. Saber entonces qué es una ciudad, entenderla, es entender quiénes son sus gentes y cómo son los espacios que habitan. Somos lo que hacemos con la vida.

 

La ciudad Caribe-andino-latinoamericana.

Latino América es un continente (un contenido) por hacer. Y si bien en algunas partes está casi ordenada (Argentina, sur de Brasil, Uruguay), no pasa así con el resto. O sea que ahí, donde falta ordenamiento, estamos en calidad de cocción, como una sopa que hierve, pero todavía no da sazón ni se asienta. Y si bien los latinoamericanos (en especial los del Caribe y los Andes) ocupamos un espacio, la pregunta permanente ha sido cómo habitamos esa espacialidad y en condición de qué, pues a un ordenamiento lo sigue un desorden creciente que echa por el suelo lo construido. Unos dicen que es cuestión de fiesta (amamos demasiado el baile y cada uno se mueve cómo puede), otros hablan de la depresión nacida de esperanzas que no se concretan y como consecuencia nos postramos y nos hacemos seres tristes, capaces de vivir de cualquier manera, rezando y a veces sintiéndonos rezados[vi]. Los más, simplemente, dicen que somos así: exóticos (pobres que hacen lo que sea para sobrevivir), folclóricos, gente del día a día, en fin, seres en estado de creación que, al estar todavía en desorden, no llegan al orden. Y con esta historia, promovida por las películas y la literatura porno-miserabilista, por los cuentos que nos echamos[vii] y por los modelos que no cuestionamos, sea porque nos dan risa como pasa con Cantinflas y el Chavo del ocho (imágenes del exotismo y no de la cultura), o porque nacen de dictaduras que no terminan, lo que mantiene vivo el miedo, seguimos desordenados y viviendo mal, sin ciudades claras y con más tendencia a la sobrepoblación y cubrimiento delirante del espacio que al ordenamiento poblacional, que es el que define lugares públicos, sitios para los oficios, espacios de vivienda y funcionamiento de las instituciones (salud, educación, gobierno, etc.). Nos aglomeramos, estamos juntos, pero en continuo desorden. Usamos el suelo y construimos territorio (la parte habitable del suelo), pero el desorden es continuo, pues todo lo queremos llenar como si vivir fuera una bolsa a la que se le echan cosas hasta reventar.

Ciudad desorden

Como el desorden no es una condición invariable, no es una maldición ni un castigo ordenado por los dioses, se puede ordenar

Antes de que apareciera una ciudad[viii] en este continente, los pobladores habitaron rancherías (habitáculos de paso), monterías (lugares de caza) y aldeas con tendencias endogámicas y con presupuestos feudales: sitios dependientes de un señor de las tierras aledañas. Y si hubo un intento de ciudad, este se construyó a la española, con una plaza de armas en el centro y unas calles torcidas para combatir a los posibles invasores o al menos retrasarles la llegada hasta donde estaban los cuarteles y se refugiaban los principales. Y esa idea de ser invadidos, de tenerse que acuartelar en la plaza[ix], impidió concebir espacios públicos amplios, barrios por actividad económica y gobiernos que no fueran militares. O sea que nos juntamos para defendernos y no para vivir. Y si bien con el tiempo se pensó en traer modelos de ciudades más desarrolladas, los paradigmas de cómo habíamos vivido antes no se rompieron. Seguimos viviendo al estilo racimo de bananos, dependiendo de un vástago y picados por los pájaros, cuando no arrancados de cuajo por la tormenta. Y en ese platanal que nos identifica[x], el espacio es cada vez menor y las posibilidades de mejorar más estrechas. Y esto de seguir viviendo como lo hacemos, es lo que hay que romper. La historia nos dice que lo hemos hecho mal, que los logros han sido pocos (no importa que los publiciten mucho)  y que si no cambiamos el desorden por el orden, tendemos a ser una especie en extinción. Ya se sabe que una especie se extingue cuando las condiciones de su hábitat no son las propicias para desarrollarse. Y que su extinción no es inmediata sino lenta y dolorosa. Hay que imaginarse a un animal que muere de sed mirando el curso de un río en el que antes hubo agua. O un pájaro que no tiene más donde posarse que en una mancha de aceite.

Pero como el desorden no es una condición invariable, no es una maldición ni un castigo ordenado por los dioses, se puede ordenar. De hecho, lo que está hoy ordenado tuvo como preámbulo un desorden que obligó a pensar de manera clara para situar cada cosa y actividad en su lugar y, así, poder diferenciar, ubicar debidamente y ver el mundo de mejor manera. Es una cuestión de inteligencia que ordenemos las cosas entre las que nos movemos para saber qué hay y qué podemos hacer con ellas, a más de la relación que debemos mantener entre eso que hay y nosotros.

Por lo anterior, porque no estamos condenados más que a lo que hacemos con las cosas y con nosotros mismos[xi], se puede pensar en una ciudad nueva, pero no creada por el Estado sino por nuestra condición de ciudadanía, que es la que nace de la sociedad civil cuando esta es fuerte y tiene claros sus objetivos de mejorar como individuos en relación. De nada vale que nos den lo que no hemos construido, pues el solo recibir nos hace unos inútiles y en la inutilidad terminamos por dañar eso que no nos ha costado nada. Es que no nos identificamos con lo dado porque no ha salido de nuestras manos e inteligencia, de nuestra capacidad de hacer y de la estima que nos proporciona ese hacer acorde a lo que somos y necesitamos.

Abandonar la ciudad que tenemos es un imperativo, pero sin salir de ella. Aquí esta nuestra historia, mi otro en relación, mis saberes y mis posibilidades. Lo que no está es la ciudad propicia para ser vivida (la que no hemos realizado) y esta es la que se hace necesario construir yendo más allá de las normas, es decir, superando lo que hay, los planes del gobierno, las disposiciones de las instituciones y el habitar que tenemos. Hay que tener claro que una ciudad no son los gobernantes sino los ciudadanos[xii]. David Thoreau, el escritor norteamericano, decía que el mejor gobierno es el que menos gobierna. Quiso decir con esto que si los ciudadanos son buenos (si cumplen con las normas al punto en que no necesitan de ellas pues han superado su condición de sentirse vigilados) y no hay que reprimirles ninguna acción, los esfuerzos del gobierno se minimizan y solo se centran en gerenciar debidamente los recursos, mantener el bienestar habido y alentarlo para que siga existiendo en condiciones que permitan seguir creciendo y propiciando desarrollo acorde a las necesidades que aparezcan en el tiempo[xiii]. Porque un gobierno no es bueno cuando se convierte en represor. Pero debe reprimir cuando las personas se niegan a ser mejores, pues la tarea de las sociedades (con su gobierno a la cabeza) es la de mejorar a los hombres y mujeres y no el dejarlos empeorar. Entonces, si no nos volvemos más humanos[xiv], sí, como dice Patrick Modiano[xv], seguimos propiciando el pecado de la desesperación (que es el peor de todos, pues nos lleva a cometer errores continuados), la ciudad que se busca no existirá y a cambio (como ya vemos que pasa) aparecerá el Pandemonium, esa capital del infierno que John Milton, el poeta inglés, describe con horrores en su libro El paraíso perdido.

Pero, se preguntará el lector, ¿cómo rehacer entonces la ciudad? ¿Cómo ir más allá de las normas?   

      

La ciudad para rehacer

Una ciudad, como una persona, requiere de ser procreada. O sea que se necesitan dos para producir un tercer elemento. La ciudad no se reproduce a sí misma como cierta clase de protozoos ni se da por generación instantánea igual que una aparición. No, una ciudad es un cuerpo que se inicia con pocas células y en la medida en que estas se multiplican van generando lo necesario para que ella se sostenga y viva. El proceso de creación es muy similar al que promueve un espermatozoide cuando ingresa en un óvulo maduro: se inicia un ser con base en un objetivo. Y en la medida en que crece, aparecen las distintas partes necesarias para que la vida se mantenga cumpliendo sus funciones, que no son solamente de forma sino también de contenido y de movimiento de ese contenido para que se pueda estar renovando mientras sostiene lo esencial. Pongamos el ejemplo del crecimiento y desarrollo de un cuerpo humano: las primeras células crean una forma con orificios de entrada y de salida, pero a la vez otras dan contenido a esto que aparece como inicio de la vida: los huesos (la infraestructura que la sostiene), los órganos vitales que permiten los procesos naturales (respiración, digestión, exclusión de lo ya usado, etc.), el cerebro (que procesa información y la adapta al Yo que lo representa), las arterias y venas para que la sangre fluya, los espacios de almacenamiento y transformación y, al final, unos lugares para ser embellecidos, pues ya que ese cuerpo está vivo y en buena forma, debe verse bonito. Este ejemplo, que parecería simple, es la metáfora de la ciudad. Por eso la ciudad que tenemos nos define, ella es el reflejo de nosotros.

La ciudad entonces, que no es una totalidad sino una extensión acorde a los que la habitan[xvi], o sea que la ciudad se va haciendo (ampliándose o reduciéndose) según sus necesidades, comienza en dos o más que buscaron dar solución a un problema de habitabilidad. Y digo dos o más porque la realidad[xvii] (y la ciudad debe ser real y estar en lo real, no es un imaginario) se construye entre dos o más. Uno solo no construye realidad, por el contrario la confunde, pues a la falta de alguien que confronte se cae en el deseo y no en la posibilidad que presenta una situación, que no es la de mi mirada sino la de varias miradas que, a partir de experiencias individuales, den versiones y aporten a la solución. En la ciudad no es lo que yo creo, es lo que nosotros sabemos y podemos mantener o transformar.

Para la creación de ciudad es imperativo que exista la alteridad: lo que hago no es para mí sino para compartir con el otro, no dándoselo sino llevando al a otro a que participe conmigo en lo que será para los dos. Porque si aparece un parásito (algo tan común en la ciudad que nos asusta), lo que se quiere configurar comienza enfermo. En este punto, la palabra parásito es muy interesante: se nutre de lo que daña, pues en lugar de fortalecer debilita, a la vez que él mismo (el parásito) confirma su inutilidad para hacer algo beneficioso.

Habitar la ciudad

Para la creación de ciudad es imperativo que exista la alteridad: lo que hago no es para mí sino para compartir con el otro

Así, la creación de ciudad comienza entre dos que se ponen de acuerdo en mejorar sus condiciones de habitabilidad de un espacio. O sea, dos que dejan su estado de naturaleza (el egoísmo, el narcicismo, el aprovechamiento y explotación del otro) y deciden asociarse según sus habilidades, ayudándose (con lo que cada uno sabe) para solucionar un problema que les es común.   

Si tomamos como referencia algo que signifique lo que es una ciudad, el espacio es la casa de familia. En ese sitio hay lugares públicos y privados, espacios de abastecimiento, sitios servidos y de servicios, patios donde crecen plantas, cuartos de trabajo, lugares de orificios con entradas y salidas, vecindario y una serie de implementos (mobiliario) que hacen posible que varios vivan allí de acuerdo con unos recursos, unas jerarquías y unos lazos de relación y comunicación entre ellos. En ese espacio de la casa, que es a la ciudad lo que antes fue la familia a la sociedad, hay usos de la espacialidad, encuentros entre las personas y la planeación necesaria para crecer sin desbordarse. Y si bien no todas las casas son de igual tamaño, lo cierto es que están habitadas porque, de alguna manera son habitables. Claro que hay gente que vive en espacios casi destruidos, amontonada y ejerciendo la promiscuidad, la frustración y el desespero. Esos sitios, a pesar de que existen, no son casas, son antros y hasta cloacas, pequeños infiernos donde la noción de casa se destruye y con ella la de ciudad, porque desde allí la ciudad se la ve como otro antro: llevamos encima, en nuestra percepción del mundo, el sitio que habitamos o en el que sobrevivimos. Y según sea ese lugar, así es nuestro trozo de ciudad. Y aclaro: no habitamos la ciudad en su totalidad sino en parte de su corteza, que es la que nos hace ciudadanos o nos destruye esa posibilidad. Esto depende de cómo habitemos el espacio en que vivimos, que es un reflejo del yo y de mi relación con el otro.

Según Tony Judt, el historiador inglés, el siglo en que vivimos nos llegó primero a la casa. O sea que en nuestra casa estaba inmersa la ciudad donde nacimos. Y esa ciudad, buena o mala, quedó bajo nuestro control en ese espacio habitable donde había otros, se usaban cosas, se hablaba y se aplicaban valores o se los destruía. Así, la casa es un reflejo de la ciudad, pero a la vez es la manera de transformar la ciudad cuando nos molesta, transformando primero nuestro espacio de vivienda, pero no en términos de inversiones económicas (esas vendrán después) sino de ordenamiento de lo que tenemos y convivencia entre quienes habitan allí. Porque el ciudadano es primero sujeto de hogar, de solidaridad, de planeación de proyectos, de bienestar para el otro. Si la casa es un refugio, si la casa es un infierno, el trozo de ciudad que nos toca estará en las mismas condiciones. Y si ahí se crea, en la ciudad se crea, igual que si en casa se miente, la ciudad miente.  Como anotaba en otro aparte de este artículo, la ciudad nace de una procreación: de dos que crean la posibilidad de habitar. O que la abortan, como también sucede. 

Ahora, si la casa está bien porque ahí se está seguro; sí está en orden porque allí todo se identifica en su puesto y en su uso, sí permite que haya diálogo y se aprenda del uno y del otro, la calle en la que vivimos también podrá comenzar a ser habitable. Y no por lo que ha sucedido en mi casa, sino por lo que sucede en las casas de muchos que se han demostrado que vivir bien no depende de tener cosas sino de usar debidamente las que tenemos, siendo la principal nuestro reconocimiento del otro y las relaciones seguras que establezcamos con él, que son las del respeto, la tolerancia (en la diferencia racial, religiosa y política), las de la convivencia (hacer lo esencial juntos) y la de no necesitar normas porque eso que son normas se ha convertido en nuestro estilo de vida, es decir, ya estamos por encima de ellas debido a que no nos son necesarias en la vida que llevamos. El que no mata ni roba ni miente, por ejemplo, no requiere obedecer a esos mandamientos. Pasa igual con la persona culta, práctica, que lee y habla bien, que se relaciona con los objetos según sea su uso y con las personas de acuerdo a su autoridad[xviii]. Si hay gente así en las casas, las habrá también en la calle. Y si la calle se convierte en un espacio de ciudad habitable, por extensión también sucederá en el barrio. Y al fin la ciudad será creada. Pero si pasa lo contrario, si se da primacía a la confusión en la casa, igual pasará en la calle, en el barrio y en la ciudad. 

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La ciudad depende de lo que hagamos con ella, que no es otra cosa que lo que hacemos con nosotros. Nuestra manera de pensar y actuar se refleja en la ciudad en que vivimos. Y si nosotros no cambiamos para bien, la ciudad no lo hace sola. Y si lo hiciera, sería en vano porque la ciudad son nuestros haceres en ella, la forma de comportarnos y la alteridad que seamos capaces de crear. Así, la resultante de lo que somos y la manera en que vivimos, es la ciudad. Lo cotidiano es la ciudad, los valores que existan es la ciudad, el uso de nuestras vidas es la ciudad.

No hay que buscar, entonces soluciones internas. La ciudad no puede ser más que el orden o el desorden que hay en nosotros. Ella es el resultado de una procreación. 

 

 

[i] En las viejas sociedades se hablaba de aristocracia, entendiendo por aristocracia el gobierno de los mejores, el de esos que ya tenían la experiencia y el saber vivir bien y por ello eran modelos a seguir por los demás.

[ii] Cada rito es un inicio para un nuevo estado en la vida: nacimiento, puesta en común con los demás, matrimonio, memoria de los muertos.

[iii] Dos que saben lo mismo no avanzan, por el contrario ocupan el mismo espacio y están estrechos en él. Solo en la diferencia compartimos y aprendemos y nos reconocemos como necesarios, pues lo que  nos enriquece es el saber del otro, que será un saber más completo cuando yo le anexo lo que sé. Esto es válido para una y otra parte. 

[iv] Escritor austriaco autor de El hombre sin atributos.

[v] Rodolfo Llinás, en su libro El Yo y el cerebro, es claro al manifestar que somos la información que procesemos con relación al afuera.

[vi] Cuando estamos confundidos creemos en todo tipo de supersticiones, nos damos a los talismanes y dudamos de los otros. O sea que somos supersticiosos porque tenemos miedo.

[vii] El más común es que a estas tierras llegó más carne de presidio que gente decente, lo que ya legitima un pasado criminal y una tendencia a la ilegalidad.

[viii] Una ciudad como la entendemos desde occidente, pues las precolombinas se destruyeron y hacen más parte de la imaginación que provee la nostalgia sobre lo que no se sabe a ciencia cierta si fue real o es más de invención que otra cosa. Nos sigue habitando el realismo mágico.  

[ix] Idea nacida de la guerra que los cristianos llevaron a cabo contra los moros en España.

[x] O’Henry, el escritor norteamericano nos llamó Banana Republics (Repúblicas Bananeras).

[xi] Jean Paul Sartre, el filósofo francés,  diría que estamos condenados a la libertad y lo que nos pasa lo elegimos.

[xii] De donde salen los gobernantes. Así que si se gobierna mal, la sociedad está mal, pues ella produjo a quienes la gobiernan.

[xiii] El manejo de recursos no es su explotación indebida sino su permanencia como solución a lo que se va necesitando de acuerdo a las exigencias del bienestar y del futuro para las nuevas generaciones.

[xiv] Si no abandonamos nuestra condición de animales con miedo y propiciamos una diferencia apreciable con esta condición, la humanidad se pierde y llega la confusión. Y en la confusión, nos perdemos.

[xv] Escritor francés, premio Nobel 2014.

[xvi] Entendiendo por habitar las buenas condiciones para vivir.

[xvii] La realidad es la real idea de las cosas. O sea su acierto en lo que significan y representan.

[xviii] Entendiendo por autoridad la capacidad de enseñar algo sin cometer errores e interesado en que el otro no los cometa.

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