Las mujeres viejas vamos a todas partes

Autor: Memo Ánjel
27 julio de 2020 - 12:09 AM

Cuento del escritor Memo Ánjel, para los lectores de El Mundo.

Medellín

La frase era de Mae West (eso le habían dicho) y todos los días se la repitió como una oración. “Las mujeres viejas vamos a todas partes”, se dijo subiendo las escaleras de su casa, mirando por la ventana, dándole de comer a los canarios que tenía en el patio de atrás, que eran tres y uno de ellos muy gordo; viendo la luna cuando se dejaba mirar y hasta cuando se pintaba las uñas. Le gustaba el color rojo vivo. También musitaba la frase al terminar de leer un libro o al apagar la radio después de una canción. Siempre apagaba el aparato cuando alguien estaba cantando y así la música y el canto le quedaba por un momento en la cabeza. Sonreía cerrando los ojos, que seguían siendo color almendra y redondos. A veces las arrugas se los rodeaban y le daban aspecto de nuez. Dos nueces, una a cada lado de la nariz un poco curva.

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Rebeca Abulafia, que por años siguió viviendo con su marido, aunque vivir, como nos contó, era ya una historia pasada, hacía tortas de miel y pasteles hojaldrados por pedido, arreglaba porcelanas quebradas (tenía herramientas de orfebrería, pinceles finos y pinturas italianas) y acompañaba al centro de la ciudad a toda amiga que se lo pidiera. La ciudad la atraía y buscaba cualquier excusa para salir del apartamento: necesitaba la gente, el ruido, una que otra emoción, ver cómo donde antes había algo, ahora se veía otra cosa.

En los años que tenía, que eran los de la sequedad, Rebeca no había perdido el porte ni la risa. Conservaba unos buenos dientes. Y si bien el rouge le duraba poco en los labios, igual que el toque naranja suave que se aplicaba en las mejillas, la risa le compensaba estas faltas. Y a su marido, un buen vecino ya, le sonreía. Lo vio regarse por encima del sillón desde donde miraba el televisor. Por los días de esa expansión, el hombre había dejado de rezar (ya no creo en D’s, para que lo sepas, le dijo en 1999), se había olvidado de toda ingeniería (había ejercido la ingeniería civil) y los libros de su biblioteca ya no se movieron más. Cada tanto, la mujer los limpiaba para que el polvo no se tomara el lugar. Así que siguió atenta a que su marido no desapareciera. Lo oyó toser, moverse en el sillón, maldecir, pedir algo de comer o solicitar una bufanda.  En días y noches, Rebeca llegó a la certidumbre que ya no era comida ni ropa limpia lo que ponía al alcance de su marido, sino ofrendas a un Buda. La mujer le había escrito a su hija: tu padre se infla como un globo, una tarde estallará o saldrá volando. Pero no te preocupes, ya sé qué hacer en este caso. La hija le respondió hablándole de una nueva casa, de un reconocimiento importante a su esposo (era médico) y de otro embarazo que había llegado a nada, a un aborto minúsculo (decía en un renglón de letra pequeña). Que el padre explotara o saliera volando, pareció importarle poco.

Con la frase, las mujeres viejas vamos a todas partes, Rebeca, cuando no tenía nada qué hacer (pasaba cuando llovía mucho), se dio también a tejer. Y fue por los días del rouge que desaparecía en la boca (debe tener los labios secos, se dijo) cuando los pedidos de pasteles y tortas fueron disminuyendo, al igual que las porcelanas que se quebraban. Así que se miró las manos y se dijo: a tejer. Comenzó con unas carpetas, pasó luego a los calcetines. Hizo quipot (sombreritos para el rezo), tejió un par de bufandas en las que abundaban las lámparas de siete brazos y habló de sus tejidos en la sinagoga, en la parte donde se hacían las mujeres, sacando del bolso unas muestras. Las quipot gustaron mucho. Un sábado, en el rezo de la mañana, vio que algunos hombres las estaban usando. Se sintió muy bien. Ese día, leyendo las oraciones del sidur (libro de rezos), intercaló: las mujeres viejas vamos a todas partes, y lo dijo en voz alta. La mujer que estaba su lado, la esposa de nuestro panadero, la miró extrañada. ¿Qué dices?, le preguntó. Lo que hay que decir a esta edad, le respondió Rebeca. Sigue rezando.

Tortas, pasteles, tejidos, una que otra reparación, caminatas acompañando a sus amigas a comprar o esperarlas mientras hacían una fila en el banco, lo que le servía a su marido y ponía encima de la mesita al lado del sillón, la comida que les daba a los canarios, lo que miraba por la ventana, el rouge que se le caía de los labios, todo esto comenzó a anotarlo, Rebeca Abulafia, en una libreta. Y a esas notas le agregó entradas a lugares equivocados, cines en los que la película la durmió, restaurantes pequeños en los que alguien le guiñó un ojo, calles interminables bajo el sol, taxistas que nunca le hablaron y la miraron por el retrovisor, no fuera y ella sacara una pistola y se las pusiera en la nuca (esto que anotó la hizo sonreír, no tenía cara para hacer esto). La libreta era pequeña y gorda, las páginas tenían renglones y su letra era como una marcha de hormigas. Y algunas de las notas las hizo con letras hebreas. Si alguien va a leer esto, que lo lea en todas las direcciones, se dijo. También añadió algunos dibujos, lo que la llevó a la infancia. Los barquitos abundaban a lo largo de esas notas, al igual que trenes que echaban humo.

Las mujeres viejas vamos a todas partes, no estaba mal la frase de Mae West, la de la cintura de avispa y muchos hombres detrás. La del cine en blanco y negro y un pianista que ambientaba la escena. Pobre Mae, suspiró Rebeca en medio de un juego de cartas. Y las otras que jugaban con ella, preguntaron: ¿quién es Mae? ¿Un perrito? Rebeca, ya sin rouge en los labios, les sonrió.

-Es una mujer vieja- les dijo.

-¡Ah!- dijeron las otras y volvieron a sus cartas. Rebeca pensó que con rabia o susto, pues escupieron sobre las manos para que no las tocara el mal de ojo. Por los días de Rebeca Abulafia (que fueron muchos y variados), muchas de esas mujeres habían atravesado el mar con maletas grandes en las que se escondieron algunos demonios y duendes de la vieja tierra. Y a esos había que escupirlos e incluso machacarlos, si aparecían en la tabla de la cocina o en alguna conversación. Claro que en ocasiones aparecían en las camas, pero las jugadoras de cartas se hacían las dormidas.

La ciudad con sus calles arboladas, avenidas cargadas de vehículos, semáforos cambiantes, buses repletos, taxis amarillos, gente con sombrero y sin él; con avisos y vitrinas donde se exhibían desde ollas a pequeños santos de yeso, aceras donde algunos trataban de vender algo medio escondido, mujeres de caderas amplias y tacones, edificios con porteros mirando el teléfono o leyendo el periódico, fue el escenario vivido de Rebeca Abulafia, sin contar resolanas, lluvias largas y cortas, y predicadores de la Biblia en algún parque. Y cuando llegaba a su casa, descansaba. Aunque hubo una ocasión en que llegó, calentó agua y luego puso sus pies adentro de la palangana, tomó una navaja de filo delgado y, frente a su marido, se rebanó un callo. El hombre la miró con cansancio: un día de estos caerá uno de tus dedos a mi lado y yo vomitaré.

-Te hará bien-, dijo Rebeca.

Pero lo del dedo no pasó y ella siguió caminando, subiendo y bajando escaleras, y en ocasiones saltando en la acera como si jugara a la rayuela. Unas veces la miraban y otras no. Una vecina le preguntó:

-¿No estás muy vieja para eso?- Rebeca le dijo que no. El rouge de los labios solo le cubría el labio inferior, lo que le dio el aspecto de alguien que hubiera perdido los dientes de adelante. Pero cuando sonrió se le vieron completos, aunque un poco amarillos. Ella se los cuidaba mordiendo raíces secas de limoncillo. Ese día de la vecina, se preguntó si valía la pena seguir tejiendo, pero llegó a la conclusión de que cada tanto no vendría mal juntar una hebra de lana con otra. No le dijo nada a la vecina, que parecía clavada a la puerta del edificio. La tarde ya estaba cayendo y esa mujer era un reguero de luces y sombras.

Rebeca Abulafia caminó y caminó (aunque cuando le dolían las piernas  se calmaba el dolor con anti-inflamatorios), a veces con una caja de tortas y pasteles, en otras con un paquete que contenía hilos y agujas, las más yendo y viniendo como un pájaro. Y mientras lo hacía y los relojes marcaban las horas, enterró al marido (en la sinagoga, rezando el kadisch, sus amigas le pidieron que llorara), tejió más calcetines y bufandas y al final, después de escribirse muchas veces con su hija y anotar cosas en la libreta, hizo las maletas, cerró la casa y tomó el tren de la tarde, un día asoleado. ¿A dónde se fue? No lo sabemos. Quienes hablaron con su hija no recibieron ninguna respuesta convincente. O sí, que andaba por alguna ciudad, parando en las esquinas a tejer y a pintarse los labios. Y que en la espalda lucía un cartel: las mujeres viejas vamos a todas partes.

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-Claro que esto no es fácil de creer- dijeron los judíos del edificio cercano al apartamento donde vivía Rebeca. A uno de ellos, a don Abraham Selig que sabía de herramientas y tenía una ferretería, Rebeca Abulafia le había dejado la llave de la puerta, pidiéndole que, si entraba, no destapara nada. Y fue don Abraham el que acotó:

-No se dice creer sino aceptar, admitir, certificar. Uno cree en cualquier cosa-. Se oyó el canto de los canarios cuando lo dijo, lo que fue raro, pues Rebeca Abulafia se había ido con ellos. Cuando salió con las maletas y la jaula en la mano, se la veía muy graciosa. La vecina esa de cuando la vio jugando a la rayuela, dijo: ni tanto.

 

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