Cien años se han cumplido de la escritura y publicación de una crónica sobre la ciudad, con sus estribaciones y laderas, faldas y hondonadas, con sus cúpulas de cruces y sus calles, algunas poco o nada rectas sino serpenteantes. Un siglo de aquella obrita titulada Medellín, sin más, sin retruécanos ni ornamentos. Así, a secas, Medellín, visto por Tomás Carrasquilla. Una narración en la cual el lector se permite un recorrido por la memoria. Por esa ciudad de entonces y por referentes e hitos que la precedieron desde su erección, en 1675, como Villa de la Candelaria de Medellín.Lea también: ¿Cuándo se jodió Medellín?Medellín, con su ermita y sus iglesias, sus altos y camellones, sus quebradas, en especial aquella que es icono histórico y cultural, la Santa Elena, antes quebrada de Aná. Y, claro, el centro y los arrabales. Hay la posibilidad de cruzar puentes (algunos ya no existen) y pararse en un atrio. Año 1920. La ciudad y sus circunstancias disímiles, con ruralidades y proceso de urbanización en marcha, todavía con las ideas de progreso que flotan en su aire sin contaminaciones y temperatura primaveral, que decían con acierto.¿Cómo era la ciudad en los años veinte? En aquellos que, en otras geografías, eran los “años locos”, los “días felices”, los “felices años veinte”, sobre todo en las naciones que salieron victoriosas de la Gran Guerra, aunque, no sobra la pregunta: ¿Quién sale victorioso de una guerra? El caso es que el comienzo de una década de tendencias e intereses diversos en la cultura, en las músicas nuevas, en literaturas que narran la fiesta, los bailes, los alaridos de la moda y el consumo. Y en este tiempo, de los inicios de los años bulliciosos, ¿qué vestuario tenía Medellín? ¿Cómo era aquella lejana ciudad que ya hoy es otra, quizá más deforme y afeada?Carrasquilla demuestra su conocimiento de la urbe, de sus suburbios y partes céntricas y no elude la historia. En su crónica, estructurada por temas, como las aguas, las iglesias viejas y nuevas, el antes y el presente de una ciudad que para 1920 ya tenía en sus paisajes las chimeneas fabriles y en aquel sector clave de la historia del siglo pasado, a Guayaquil, que ya era en esas fechas un “puerto seco”. Ahí, en aquel lugar de preeminencia en la ciudad, con una plaza de mercado a la europea, con galerías y servicios sanitarios, se había sumado a su vista polifacética la Estación Medellín, diseñada por Enrique Olarte. Sí, el ferrocarril había arribado allí en 1914.El escritor y sastre, el autor de una novela urbana que puso a Medellín en las cumbres de la literatura de ciudad que ya comenzaba a cocinarse en América Latina, Frutos de mi tierra (1896), no tocó en su crónica a Guayaquil. Solo unas pinceladas sobre una especie de plazuela que estaba al frente de la bella Estación Medellín. Y no más. En cambio, dedicó su prosa de exquisiteces y sonoridades de riachuelo a otros sectores, en una especie de inmersión por detalles arquitectónicos, construcciones, la naturaleza y la cultura.Medellín es una crónica en la que el autor muestra su sapiencia no solo en el manejo del castellano, con sus musicalidades y riqueza de vocabulario, sino en todo lo que domina acerca de calles, barrios, sitios de sociabilidad, parques, plazuelas, rituales y ritmos laborales, hasta integrar los sonidos argentinos de las campanas con los “milagros de San Progreso”. Carrasquilla nos va llevando por callejones y callejuelas, por las lomas de un morro, por las torres de las iglesias y por sus naves. Nos hace ver la ciudad que está en crecimiento, sin ocultar “el prestigio indecible de las cosas viejas”.Hay notas de alto vuelo en la visión del cronista. El apartado dedicado a los arrabales es de medida majestuosidad en sus maneras de decir, mostrar, dar cuenta. “Arrabales pintorescos los de esta Villa de luces y colores”. Y nos encamina por La Asomadera, en medio de apacibles parajes, porque en ellos se “apaga el bullicio de la ciudad y se inicia el ruido de los campos”, como acaece en las cercanías de Santa Elena, con aves y frondas, vacas y ladridos de canes. Y nos monta a Versalles, Santana, Villahermosa y muestra casitas de obreros por los lados de Enciso, que entonces eran parte de los suburbios.En aquel momento histórico, Medellín, tal como lo señala el observador, tiende hacia el norte, ese es el punto cardinal relevante en aquellos días, cuando ya estaba el manicomio desde hace rato por el Bermejal, por los lados de Aranjuez, que es un barrio que se inició en 1917, como también lo narrará, en otro artículo, el autor de Ligia Cruz y Grandeza. Nos pasea por lugares donde “impera la disciplina y mandan el plano y la ingeniería”, que se nota en los trazados de nuevos barrios, como Manrique, Restrepo Isaza y Berlín.Por el 20 la Otrabanda del río no tiene ningún movimiento urbanístico. Están, muy lejos, América y Belén, y por las riveras de la Iguaná, Robledo, que antes lo llamaron pueblo de Aná. Así que, poco o nada se vislumbra en esta crónica que es todo un examen a la Villa infulosa, a la que quiere ser ciudad y todavía respira aires parroquiales. Aires que aún no asfixian. Nos asomamos por los vericuetos de los camellones y podemos desplazarnos por el Carretero, esa suerte de Vía Apia que unió a la ciudad naciente con los fulgores áureos del Nordeste, ese camino que siguió la ruta del Aburrá o Porce.Se nota el sentido del detalle y de la minuciosidad, mezclado con asuntos más panorámicos, en lo que va describiendo el escritor. Buenos Aires, cuyo nombre llegó de uno que tenía un granero mixto de lo que antes se llamó Campo Alegre, nos llega como un paseo, “con sus alturas y sus vistas”, con su “éter, su Gerona y su Basílica”, que no tiene rival en aquella ciudad que para entonces ya tenía una buena muestra de fábricas textileras, de jabón, fósforos, bebidas gaseosas, cervezas y una muy adelantada construcción de la mole que es la Catedral Metropolitana, inaugurada a comienzos de la siguiente década.Las principales calles de Carrasquilla son Carabobo y Ayacucho, que “como un signo + cuartean la ciudad”. En el abordaje que hace a las calles céntricas y de alrededores, el cronista, que tiene en cuenta los planos del Medellín futuro que se forjaron a partir de 1913, expone sus saberes de urbanismo, de formación de ciudades, tanto las trazadas al estilo damero, simétricas, como las desconcertadas y torcidas, como la nuestra. “No sabemos si Medellín habrá perdido o ganado con sus muchas y diversas torceduras, toda vez que no la hemos conocido de otro modo”. Deja entrever que esta ciudad hace parte de las que son remendadas, trazadas sin esmeros geométricos, casi a la bartola. “Solo las ciudades a la yanqui, con planos y diseños antes de escoger el lugar ciudadano, se escaparán de este remendar incesante”.Medellín, una ciudad que ha ejercido aquello del “ensanche”, en el que a veces, o casi siempre, se derriban referentes urbanos y de memoria, es vista en esta crónica con sus parques y plazas, que, hasta ahora, la confusión denominativa es abismal. Aquí se trastocaron los términos. Y así, una plaza es llamada parque. Esta denominación, con tantas variantes, como las del parque inglés, parque francés, en fin, se quedó en Medellín para designar a lo que, en esencia, son plazas (que según sus dimensiones, también decrecen: plazuela, plazoleta, placita).Carrasquilla, que sabe del asunto, no se mete en esas honduras, pero sí señala que un parque es un pedazo de campo en la urbe, son bosques urbanos, reservas en medio del ladrillo y otras construcciones. En su mirada aparecen el Bolívar, el Berrío (“que reclama otra reforma”, dice el cronista) y “parquecillos” como el San Roque (hoy Plazuela Uribe Uribe), en la calle Pichincha.Si por plaza se entiende, dice don Tomás, un lugar amplio y despejado, más o menos geométrico, la Medellín que él analiza y retrata solo tiene la de Boston, la de la Estación del Ferrocarril de Antioquia (Estación Medellín) y un poco la de San Francisco (hoy San Ignacio y mucho antes José Félix de Restrepo). El flâneur que también pudo ser Carrasca, hace un paneo por la plaza de Berrío (que en los comienzos de la Villa fue la Plaza Mayor), que tenía edificios de tres pisos y la iglesia de La Candelaria o “Catedral Vieja”.Y así, con su vista crítica y descubridora, nos conduce por la colonial plazuela de la Vera-Cruz, al frente de la cual habitó el héroe del Bárbula, Atanasio Girardot, y nos lleva hasta la plazuela de San Benito y nos devuelve hacia oriente para llegar a la de San Francisco, con fuente, asientos, sendero, “con altas ringlas de nogales” y sentencia que es una plaza hermosa.Las palabras bien afinadas del cronista van por iglesias, de las que sabe a fondo los nombres de sus piezas, de sus disposiciones y distribuciones, y las diferencia entre viejas y nuevas. Es una correría levítica en la que la arquitectura religiosa toma diversas formas. Todo muy bien designado. Un documento. Y mostrando iglesias muestra, al mismo tiempo, los lugares donde están instaladas, los alrededores, las maneras de ser de sitios adyacentes. “El templo de donde salió el de Asís para entrar el de Loyoya está hoy modificado, retocado y adobado, con ese estilo jesuítico, de perendengues y ringorrangos, que tanto pasma y enfervoriza a los cristianos”.Un interesante ejercicio puede ser el de, tras examinar la crónica Medellín, compararla con lo que queda de esos días y cómo ha cambiado la ciudad. Qué ha permanecido. Qué se ha ido. Podrían hacerlo, digo yo, sin pretensión alguna de molestar, en las facultades de arquitectura, en las de periodismo, y otras en las que el urbanismo es esencial. Nunca sobra saber cosas sobre la ciudad en la que se habita y mejor aún cuando se tienen documentos esenciales como el que escribió hace cien años el novelista de Santo Domingo.La panorámica carrasquillesca sobre Medellín tiene unos acercamientos, como close-up, sobre las aguas de la ciudad. El río y las quebradas. Una ciudad de enorme riqueza hídrica y en cuyas corrientes se han tejido historias que van desde las instalaciones de acueductos, electrificadoras hasta fábricas de cerveza, no ha creado mitologías acuosas. No ha deparado nereidas y otros seres acuáticos. Y su río de la historia, su río en el que hoy nadie se bañaría ni siquiera una vez en él, para no entrar en las premisas de Heráclito, es una arteria sin cantos, sin poetas, sin siquiera un barquero que conduzca a los pasajeros al olvido.Y, en efecto, lo más fluido en estas consideraciones sobre la ciudad, está en las aguas, unas que se pueden desprender por las pendientes de Granizal, hasta las de El Poblado, Belén, América y Robledo. Y qué hablar de aquella que baja desde los breñales de Santa Elena y que, aún más que el río, ha tenido leyendas, crónicas, poemas, novelas y una historia que la ha erigido como una quebrada de renombres y referente urbano. La Santa Elena, o antigua Aná, es nuestra agua madre.Y así como podemos sentir el rumor de La Poblada, El Ahorcado, La Corcovada, La Canguereja o la Iguaná, la corriente del Aburrá, río de la cultura, de la historia, de los antes y los después de Medellín, es, quizá, la que más suena y resuena en la bien tejida crónica. “No tiene leyendas como el Rhin, ni sacros misterios como el Ganges; genios y ondinas desdeñaron sus aguas; ningún poeta le ha dedicado una estrofa; para nada le mencionaron las tradiciones mentirosas; la horda primitiva que trasegó por sus márgenes no le consagró siquiera la más salvaje de sus admiraciones…”.En su especie de elegía por el río Medellín, Carrasquilla avista que esas aguas, que ya han comenzado a ser en su cauce rectificadas, serán parte de un río muerto. Y ahí sí, ese río manso y hospitalario, se perderá en las oscuridades de la desmemoria. Agua sin nombre y sin siquiera un mohán que al menos promueva algún susto.Lea también: Luces en los ojos de la infanciaEscrita cuando la Villa devenida ciudad cumplió 245 años de fundación mediante cédula real, la crónica Medellín es una memoria aquilatada, en la que el estilo de riqueza léxica y de fluir sereno del novelista, cuentista y buen conversador se reparte en cada una de las celdas divisorias. La ciudad adentro y afuera. La ciudad que perdura, la que se metamorfosea, la del espíritu comercial e industrioso, la de los negociantes y fabricantes se desliza por las páginas como las aguas del río, con olores de incienso y de telas nuevas.
Todo lo que aparezca en un cuento es porque debe ser necesario, imprescindible. En esa premisa se encierra su perfección, o sea, aquello de nada sobra, nada falta. La ambientación, la manera de relatar, la situación o situaciones expuestas, el manejo inteligente de la tensión, los momentos de intensidad, son elementos del género. Hemingway, más que un escritor de largo aliento, era, sobre todo, un excepcional autor de narrativa breve (incluida la periodística), en cuyos cuentos, por decir algo Los asesinos, también aparece aquello que se ha denominado el minimalismo. Ese escritor, que en vida se confundió con la leyenda, paradigma público del macho, una figura que osciló entre la farándula y el heroísmo, dejó un legado que puede ir desde la torería, el boxeo, la pesca, las situaciones extremas de la guerra y, como lo veremos en esta nota sobre uno de sus cuentos maestros, hasta los safaris salvajes.Lea también: La señorita quiere escribir un cuentoSu experiencia en África (fue un escritor en cuyas obras de ficción aparecen, además de las de su país de origen, geografías españolas, italianas, francesas, cubanas) le permitió la escritura de varios relatos, como Las verdes colinas de África, y en su primer viaje a ese continente, acompañado por Pauline Pfeiffer, su segunda esposa (tuvo cuatro), Kenia, antigua colonia del imperio británico, lo sobrecogió no solo por la belleza de sus llanuras, sino por la exuberancia de su fauna.El cuento La vida breve y feliz de Francis Macomber (escrito en 1936) es una derivada del conocimiento que adquirió en los safaris, incluidas palabras de las lenguas nativas de Tanzania y Kenia. Como bien se sabe, Hemingway, dentro de sus características literarias, tiene la soberbia orfebrería de los diálogos, recurso de difícil manejo que, por lo demás, encarna el privilegio de la economía: un diálogo bien confeccionado debe dar muchísima información en pocas palabras. Permite este recurso caracterizar personajes y dar cuenta de otros aspectos, como bien pasa, por ejemplo, en Los asesinos. García Márquez (admirador de la técnica hemingwayana), decía que el autor de El viejo y el mar era una excelsitud en la elaboración de diálogos, asunto que el de Aracataca poco empleó en sus alucinatorias novelas y tampoco (o de modo muy restringido) en sus cuentos.La vida breve y feliz de Francis Macomber, un cuento de un poco más de doce mil palabras, es una lección literaria en varios aspectos, entre ellos los de su comienzo, en los que, en pocas líneas, plantea una sugerente inquietud, pone en el ring de las peripecias a los tres personajes clave de la narración y al lector en expectativa. Podría decirse, además, que el relato inicia con la denominada técnica de “in media res”, o, en otras palabras, la de comenzar más o menos por la mitad de la historia, lo que implica el uso de la analepsis, más conocida en el cine como flashback. Valga anotar, entonces, que este relato, en el que el autor da cuenta de sus conocimientos de cacería de leones, búfalos e impalas, tiene un enorme influjo del cine. Sus imágenes, bien podría decirse, son como una sucesión de fotogramas.“¿Qué es lo que pasó?”, podría preguntarse el lector al comienzo de la narración en la que hay un fingimiento, después unos diálogos cortos, lo que induce a continuar la lectura con más interés, el que se va acrecentando para poner en claro, con dosis de suspenso muy medidas, las relaciones entre Francis Macomber, un estadounidense con cara de adolescente a sus 35 años; Margot, su mujer díscola, y Robert Wilson, un inglés, cazador profesional, que en la narración se convertirá en una especie de definidor de situaciones extremas.La técnica narrativa de Hemingway, en las que, desde luego aplica su visión sobre el iceberg (acerca del subtexto), es como la de una elevación de cometa: se suelta la pita y se recoge, se alarga y se recobra. Va dando puntadas, a veces sutiles, en otras más manifiestas, y el lector se va enredando en la telaraña tejida por el escritor, con un narrador omnisciente, que se mete en los pensamientos de los personajes, pero, a su vez, como lo observará el lector, cambia de punto de vista y lo ubica desde los ojos de un león que está a punto de perecer.Francis, además de ser un tipo adinerado, alguien que parece tener en lo económico su vida resuelta, no es, o al menos no lo aparenta, feliz con su esposa, una tipa de frivolidades y, sobre todo, que le ha puesto a su marido unos cuernos de alce. El cornúpeta vive un drama, no tanto porque su mujer lo engañe y sea de baja cama, sino, sobre todo cuando el relato toma su camino cronológico de avanzar y de no utilizar vistas atrás, por las iniciales demostraciones de cobardía ante la presencia magnificente del denominado “rey de la selva”. Esa exteriorización del miedo lo hará a él, que es un pusilánime, un “rey de burlas” de Margaret y, a la vez, concederá un aprovechamiento de la coyuntura de parte del colorado Wilson, que, como el lector se dará cuenta, es un manejador de este tipo de circunstancias, de las que, además, sabe extraer plusvalías.En esta narración poderosa y con flequillos psicológicos, el lector podrá saber cómo es un safari, se enterará de las tiendas, las maneras de hablar y de actuar de los sirvientes, los cocteles como el gimlet, pero, ante todo, se enfrentará a una tragedia contenida, que se va desgranando con cuentagotas, con habilidad en las puntadas, en el tejido literario. Una demostración brillante del escritor que, desde muy joven, lo denominarán en ambientes sociales y periodísticos como “papá” Hemingway.¿Quién que es no temblará ante un león?, ¿quién, aunque esté armado con dispositivos de tiro apropiados como los que se utilizan en este cuento, no sentirá ponerse sus nervios de punta ante los rugidos y la figura del formidable felino? Y entonces sabrá por qué hay un proverbio somalí que advierte que “un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces: la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él”. El león, en este recorrido literario salvaje, está conectado con símbolos de poder y fuerza, y, en simultánea, con el miedo, en este caso el de Francis, que siente y padece la humillación y el desprecio, de su mujer, de una parte, y hasta de los asistentes del cazador mayor Wilson.Hemingway de safari en ÁfricaEs una historia, con todos los ingredientes para ser interesante y bien hilvanada, que va mostrando los cambios y transiciones, quizá sutiles, en los sentimientos y la personalidad de Macomber, pero también en la del arrogante Wilson. Macomber, que después del incidente pavoroso con el león va a perder el miedo, trazará su destino en otra jornada, en la cacería del búfalo. La relación hombre-selva, hombre-diversión, hombre-animales, cultura-naturaleza, va navegando en una corriente que tiene varias facetas que anuncian que el título del cuento tiene su ironía.En La vida breve y feliz de Francis Macomber todo está calculado. Hay una suerte de matemática, de precisión asombrosa, de tratamiento avezado del tema, que al final el resultado es una maravillosa obra de arte que, por supuesto, implica una artesanía de las sutilezas y de “lo hecho a mano”. El triángulo Francis-Margaret-Wilson está cosido con agudeza y da pie para preguntarse qué tan felices o tan desgraciados son, además del hombre que le da título al relato, la mujer cuya vida gira en torno a bagatelas, al dinero y a mantener sobre todo su conexión matrimonial con un sujeto que tiene plata. Y en la mitad de esa geografía material y mental está el grandote Wilson. El contrapunto de Macomber.En este cuento, aparte del intenso drama humano, se recoge una visión sobre la cacería, sus normas, la ventaja que tiene un tipo armado frente al instinto de conservación de animales como los que aquí aparecen no como un decorado sino como esencialidad y necesidad. Hay que saber de leones y búfalos y rinocerontes y del viento y del suelo y de las maneras de ser de las praderas de esos países africanos, que estuvieron bajo la férula del imperialismo británico. Y tales asuntos los domina el autor.Macomber, el cornudo, va transformándose según las circunstancias y los acontecimientos. De pronto, tras sufrir tantos reveses, se erige como un héroe (el antihéroe también lo utiliza Hemingway en otras obras), como un ser que, sin saberlo, va rumbo a un sacrificio para agradar quizá a un dios desconocido. O, por qué no, su actitud cumbre, la de ya no sentir miedo, puede ser un “tource de force”, el esfuerzo máximo tras el cual ya no habrá nada. Como el saludo en la arena de los gladiadores al emperador.Wilson, que utiliza palabras de la India (como un recuerdo del colonialismo de su país natal en esa otra parte del mundo) para referirse a Margot, la mensahib, parece entender al final la tragedia interior del hombre que lo contrató para que fuera su guía en las faenas de cacería. Y comienza a sentir por la “americana” un desprecio, tal vez una muestra de asco, más allá de que diga que “en un safari las mujeres son un fastidio”. ¿Qué hay más arriba de la cornamenta exuberante de un búfalo? ¿Qué significados pueden desprenderse del enfrentamiento de un hombre que ya no siente miedo con la enormidad de un hermoso bóvido?Y en este punto se puede aventurar una presunción de la que apenas hay remotos indicios en la obra: ¿Francis Macomber es un impotente sexual? ¿Acaso por ello la mujer busca otras camas? El lector puede ahondar en estas circunstancialidades que de todas formas son parte de lo que la aventura del señor Macomber propone e insinúa. La literatura es también otra fuente para la especulación, el pensamiento, las búsquedas de causas y efectos. Y, siguiendo estos vectores, es asimismo la posibilidad para escudriñar en qué consiste la felicidad.Le puede interesar: La pesadilla de la casa tomada¿Si es feliz Francis Macomber? Por momentos, se aprecia el “sentimiento de felicidad desmedida e irracional” del protagonista; en otras instancias, más bien parece un hombre triste, defraudado. Alguien que se sabe engañado, pero nada puede hacer, ¿por qué? Ah, y se podría ensayar otro interrogante: ¿es Francis Macomber un cazador cazado? En este cuento formidable, en el que el viejo Hemingway (cuando lo escribió era todavía joven) demostró su sapiencia técnica y su bagaje sobre la caza, sobre el hombre, sobre la infidelidad y sobre el miedo, entre otros aspectos, hay, digo, una canción de vientos tristes que suena por las praderas kenianas, con un gusto a ginebra y zumo de lima, ¡ah!, y por qué no, a whisky, bebida que también sirve para controlar los nervios.
Una ciudad es más, mucho más, que sus edificaciones, sus calles y callejones, sus arterias y sus conjuntos residenciales que, en los últimos tiempos, son una muestra más de la privatización de las espacialidades públicas y de la gestación y dominación urbana del gueto. Tiene que ver con su hábitat, su creación de cultura, sus maneras de relación de los unos con los otros, los de los barrios pobres con los barrios ricos y los lazos invisibles de la comunicación que trasciende la sociabilidad aparente —más bien falsa— del centro comercial o de la abundancia de aquello que es una suerte de deshumanización al negar la concurrencia de palabras, un abrazo, saludos, un intercambio de miradas, que son aquellos espacios (no-lugares) de mercadeo de las “grandes superficies”.Una ciudad, creo, se reconoce sí lo es, por ejemplo, en momentos extremos, de agudización de las relaciones sociales, de reducción de la movilidad, de aplicación de medidas extraordinarias, como es una pandemia. Ahí, en medio de esas condiciones particulares, se puede medir la efectividad o no de los planes de ordenamiento territorial, de la amplitud o estrechez de los espacios públicos, de si existen con generosidad o, al contrario, con avaricia, parques, museos, jardines botánicos, bosques de expansión, lugares de encuentro colectivo…Lea también ¿Cuándo se jodió Medellín?La ciudad de la pandemia se torna más carcelaria y menos amistosa, cuando amplios sectores urbanos, barrios marginales, zonas excluidas y que son parte del empobrecimiento progresivo al que se someten vastas comunidades de despojados, solo se pueden dedicar a labores precarias de sobrevivencia. Y, quizá por eso, sus moradores son sordos a las instrucciones oficiales, a las medidas higiénicas y de cuidado personal, porque, además de carecer tantas veces de conocimientos suficientes sobre la vida y el mundo, están en la penosa condición del sobreviviente, del que solo puede pasar el día a día, sin futuro, sin planeación de lo que vendrá.En estas coyunturas de alta tensión, como las que se viven en torno a la presencia del coronavirus, se advierten con más agudeza —he ahí su paradoja—, las carencias y, a la vez, las lesiones que se han perpetrado, tal vez de modo inveterado y permanente, a los derechos al agua potable, a la electricidad, a tener en la cocina al menos las alacenas con suficiente bastimento. Y, por ampliación de los desafueros contra enormes cantidades de desahuciados y olvidados de la fortuna, se notan con más claridad las heridas abiertas de las inequidades. ¿Cuál es el espacio público de una barriada tugurizada? ¿Dónde se pueden alivianar las maneras del encerramiento forzado si ni siquiera hay amplios senderos, jardines, algún parquecito hecho con la dignidad que merece el ciudadano?La ciudad pandémica es radiografía. Es cámara fotográfica. Se torna en telescopio por el cual se pueden apreciar las espacialidades que configuran lo que se puede denominar el derecho a la calle, el derecho a tener una casa con servicios suficientes, un afuera con antejardines, con adecuaciones ambientales, con posibilidades para la sociabilización, la amistad, el caminar seguro y libre de aprensiones. En tiempos de emergencia, como los que transcurren con la presencia de la covid-19, las grietas de la ciudad, de sus autoridades, de sus dirigentes, de los que la han planeado, son más concretas e ineludibles. Son más escabrosos y hondos sus abismos.Son ocasiones para ver cómo han despilfarrado los fondos públicos y maltratado a la mayoría de ciudadanos, a los que se les niegan las posibilidades de tener una existencia con bienestar, con facilidades de sentirse en espacios amables. Las ciudades hay que pensarlas para que la dignidad sea permanente, que sea una variable que atraviese todas las áreas materiales y espirituales. En ciudades, como Medellín, para no abrir del todo el abanico, se pueden ver, ¡oh, extrañeza!, los muros invisibles, las brechas abiertas por las desigualdades que avergüenzan la geografía urbana.En los barrios llamados populares el castigo pandémico es mayor, porque, además de haber desaparecido ya la cultura popular (que se ha vaciado de los contenidos de solidaridad, alegría, afectos colectivos…), las características y modos de ser de los que las habitan, no hay un afuera atrayente, ni cómodo, ni con posibilidades para el ejercicio de las relaciones sociales con altura y respeto. Solo hay las expresiones extremas de la sobrevivencia, sin otras rutas que tengan conexión con el goce, con el placer que dan las búsquedas del conocimiento y de la convivencia.En una larga tradición de despojos, de maltratos y exclusiones, la ciudad que intenta no enfermarse muestra lo que ha sembrado, sus agresiones a los que están al margen. Y así, como se aprecia en vastos sectores que parecen pertenecer a mundos distópicos, la lumpenización ha hecho mella en las comunidades. Así que no es de extrañar que en la confinación obligatoria no haya ni siquiera un mínimo de cumplimiento. Porque en ese interior también forzado, no hay ninguna comodidad, no existe un ambiente mínimo para el ejercicio de la vida sin estrecheces y sin tantas amarguras.Entonces, ese afuera rudo, esas atmósferas en las que ni siquiera hay acceso a determinadas estéticas que al menos sean un paliativo para la crisis, un exterior de informalidades, parte de un paisaje triste y desesperanzador, es la única promesa. No hay nada. Cuál autoridad oficial ni qué tres cuartos. Son comunidades que se rigen por otros parámetros, y ahí, en concordancia con los sistemas inequitativos, son otros los mandamientos y otras las maneras del orden. O del desorden. Sí, como bien lo dicen los mismos moradores: “por aquí es otra ley”.¿Cuál derecho a la ciudad? Sí en tiempos normales, es decir, sin pestes universales, en estos breñales que simulan ser una ciudad, en este vallecito de lágrimas y de vez en cuando de alguna festividad seudopopular, la pandemia ha mostrado con creces las desventuras de tantos que, si antes carecían de ingresos suficientes, ahora es el hambre la que acosa, la que castiga con su látigo inmisericorde, y así, cuál tapabocas, cuál distanciamiento social ni qué nada. ¿Dónde están los planes para que la gente sufra menos? ¿Dónde la intervención estatal con criterio no asistencialista sino de proporcionar los elementos para que lo que se llama progreso sí sea una realidad y no una falacia?Sus habitantes están en la penosa condición del sobreviviente, del que solo puede pasar el día a día, sin futuro, sin planeación de lo que vendrá. Foto Reinaldo SpitalettaLos que deciden y mandan deben pensar más que en el cemento y el asfalto en las necesidades de los que hasta hoy son como una excrecencia social. Ya los discursos oficiales, cansinos, vacíos, demagógicos, han quedado en evidencia por su esencia de negación a los caídos, a los tugurizados, a los que seguro han sufrido desplazamientos y otras vicisitudes de honda inhumanidad. Discursos hueros. Parte, lo diría un pensador de estas comarcas, de la vanidad. Sí, la vanidad del poder.La ciudad de la pandemia, como decir Medellín, ha mostrado las dificultades de los más pobres, de los que están lejos de las alfombras y los ambientes palaciegos. Lejos de los clubes y de los que, en minoría exigua, definen el destino de millones. Así que no es solo la flaqueza en la salubridad de extensos sectores de la población, de las barriadas altas, desdibujadas por la miseria, las que, como un señalamiento de las inequidades sociales, ha mostrado la situación límite de una pandemia. Los denominados planes de desarrollo han quedado en evidencia por su decrepitud, por su cortedad en la visión, su deplorable ceguera frente a los problemas enormes de la ciudad, de aquellos, sobre todo, a los que se les ha negado desde tiempos inmemoriales los mínimos derechos a una vida sana y con disfrutes humanos.Qué derecho a la ciudad pueden tener los que ni siquiera han tenido derechos a la salud, a la educación, a los goces de la cultura. Y así lo ha mostrado, con crudeza, la pandemia en ciudades de oropel como Medellín, postizas, cuyos gobernantes, maquillados ellos, han eludido el fondo del problema y se han dedicado menos a resolver los desbarajustes sociales que a cultivar su imagen, como si más bien fueran gerentes de una empresa de barniz y pintarrajeo.Le puede interesar: Apartamentos sin afuera y sin adentroEn efecto, el hábitat de lo humano, de las posibilidades de una vida menos dramática y carenciada, se ha degradado. Y a ese panorama desolador han contribuido, desde luego, las administraciones mediocres y sin sentido de ciudad, de los significados de lo público y de la dignidad. Los guetos, melancólicos de por sí, tan extendidos por estas geografías miserables, niegan al hombre y lo ponen en una escala animal de solo luchar por la sobrevivencia, sin ocio, sin los horizontes polícromos de la cultura y el auténtico desarrollo de las inteligencias y la imaginación.La pandemia empelotó la ciudad y dejó ver, como los trajes mal confeccionados, las costuras inexistentes de lo que los funcionarios llaman, a veces con pompa, el tejido social. No hay tejido, solo una hilaza como de trapero viejo.(Escrito en Medellín, ciudad de eternos desequilibrios sociales, 5-07-2020)
Llegamos con una parte de los corotos en un coche tirado por un lamentable caballo de lomos pelados y, la otra, en un camión de tres toneladas, de trompa roja, que me parece realizó dos o tres viajes. La casa estaba en un edificio esquinero de tres pisos, en cada uno había dos apartamentos y en el primero una farmacia donde antes estuvo la Barbería Venezuela, muy cerca de la plaza de mercado. Nos correspondió uno del tercero, con azotea, desde la cual se podían ver los llanos de Niquía en su inmensidad verdosa y, del otro lado, las cúpulas de la iglesia del Rosario.Lea también: Alma de barrio y otras emocionesSe subía por una escalera embaldosada (creo que eran mosaicos amarillos y rojos) que, en un descanso, se bifurcaba: una en dirección al apartamento vecino y otra para el nuestro, que era, claro, alquilado. Fue la última casa de alquiler que habitamos. Aquella esquina, en una calle que atravesaba el parque de Bello, era de intenso movimiento de vehículos, carretillas, caballos, bulteadores... Había cerca una cantina donde molían deplorable música campesina. Afuera de ella, en la acera y la calle, se parqueaban ejemplares caballares que dejaban el piso lleno de boñiga y orín. Estábamos, en un límite fronterizo entre los barrios Prado y Manchester, y éramos, en rigor, habitantes del centro de una ciudad que todavía tenía fábricas de telas y la estación de un tren agónico. El taller del ferrocarril aún funcionaba y desde la casa escuchábamos con claridad el pito conductista de la factoría textil.Poco parábamos en su interior porque más que todo nos manteníamos o en la universidad o en visitas a las tías, sobre todo una que habitó durante muchos años por la zona de El Palo (Gómez Ángel) y también en la carrera Niquitao, aunque mucho antes había vivido en un enorme caserón de Bomboná. La casa no tenía teléfono y fue allí donde conseguimos el primer televisor, que era en colores y estaba muy cerca de una máquina de coser, marca Wheeler & Wilson, una antigualla muy querida que a mamá la había acompañado durante no sé cuántos años.Ya habíamos formado una biblioteca familiar, más bien precaria en cuanto al número de libros, aunque sobresalían en sus estantes de madera ejemplares en particular de escritores estadounidenses (Faulkner, Hemingway, Steinbeck, Melville…), de europeos como Kafka, Camus, Flaubert, Balzac, Chejov, Böll, Lagerkvist…, en una mezcla rara con libros de marxismo, revistas chinas, textos de música (como libros de armonía y gramática musical) y algunos ejemplares sobre educación y la lucha de clases, así como el muy manoseado Los bienes terrenales del hombre, de Leo Huberman. Cada miembro familiar andaba por su lado y era poco lo que nos comunicábamos, porque, casi siempre, nos veíamos de afán o a la hora de salir temprano hacia los centros de estudio o muy tarde, al ir llegando cada uno de los cuatro hermanos a ocupar sus respectivas piezas.El balcón era amplio y extenso y del mismo se podían apreciar tanto la calle 51 como la carrera 47. Limitaba con el de la casa siguiente. En esta habitaban unas muchachas muy bonitas, de las que ya no retengo el nombre. Usaban casi siempre short y blusas escotadas. Estudiaban en colegios privados, de monjas y curas. No sé si alguna de ellas, que eran como cinco, ya estaba en la universidad. Por la misma cuadra, que todavía era residencial, aunque ya se notaban algunos negocios, como uno de aceites de vehículos y otro de abarrotes, vivía una muchacha ojiclara y amonada, Edelmira, que uno de mis hermanos pretendía. Y a una cuadra estaba una plazoleta, que años atrás, antes de convertirse en parquecito, era un espacio de tierra amarilla donde llegaban las ciudades de hierro y los circos.En aquella casa de ventanas de vidrio y buena iluminación, había una guitarra y llegaban a veces amigos de algún hermano a reunirse para hablar de filosofía o, en otros casos, para discutir asuntos sobre la caracterización de la sociedad colombiana, las elecciones y los abstencionistas o para deliberar sobre la clase obrera y el partido del proletariado. Allí nos correspondió estar cuando el paro cívico nacional, el más importante que, hasta entonces, 14 de septiembre de 1977, se había realizado en Colombia y cuya jornada, de dos días, dejó cerca de treinta muertos y huellas de alzamiento popular, pedreas, quema de llantas, tachuelas en las calles y un enorme frenesí de participación de la gente, sobre todo de los trabajadores y sus sindicatos.En el entorno no conocíamos casi a nadie y ya habían pasado —para mí— los tiempos del fútbol callejero, de los partidos en mangas y canchas como las de Niquía y Santa Ana, y más bien aquella casa, en la que a veces temíamos que hubiera un allanamiento o un registro policial, que ya eran más o menos usuales por esos tiempos de agitación social, era un “dormitorio”; excepto para mamá que casi siempre, cuando no estaba de visita donde sus hermanas de Medellín o una de Copacabana, era su refugio permanente. Estaba ya en la convicción de que muy pronto iríamos a habitar una casa propia y, por eso, en los dos o tres últimos meses del tiempo que allí residimos, estaba en contacto con comisionistas, en inspeccionar ofertas, en estar de un lado a otro a ver qué se ajustaba no solo al presupuesto que ya casi era el adecuado, sino a sus gustos inmobiliarios y de localización.El televisor que teníamos, valga decir, se lo ganó un hermano en una rifa de una entidad bancaria a la que llegaban con periodicidad los giros que papá enviaba desde Ipiales y desde otros pueblos de Nariño, donde trabajaba con empresas petroleras extranjeras. Ya había pasado por Barrancabermeja, por pueblos de Boyacá y del Valle del Cauca y estaba en alguna corporación de cuyo nombre no me quedan trazas. En todo caso, era una compañía gringa. La que más fiesta hizo fue mamá. Confieso que, desde antes de aparecer ese receptor y hasta hoy, es poca la atención que me despiertan los programas televisivos, incluidos telenovelas y otros dramatizados. Puede ser que la radio, en la infancia y la adolescencia, haya jugado un rol más interesante porque era una suerte de estímulo a la imaginación.Aquella casa-apartamento, con vecinas bonitas y un ambiente externo que era una combinación de vestigios campesinos con presencias obreras y cafetines de tango en las cercanías, está inserta en el tiempo en que uno era aficionado al cine y hacíamos dos o tres veces a la semana presencia en teatros como el Libia, el Lido, el Cid y el Ópera y nos asomábamos los sábados por la mañana a los foros del cine club de la calle Maracaibo. Eran días en que nuestras lecturas oscilaban entre el Dieciocho Brumario y Las uvas de la ira, y los escritores de Estados Unidos, como Norman Mailer, Caldwell y Dos Passos, estaban entre nuestras lecturas predilectas. Ah, claro, eran los días de la revista Alternativa y el seguimiento tenaz a las obras de García Márquez.Una casa a veces, o tal vez casi siempre, es una referencia a un tiempo, a unas ideas, a una situación personal. A vivencias íntimas que trascienden el ladrillo y las baldosas. Es parte, como esta tan cercana a centros de acopio de bastimentos, de una memoria particular. Aquella de entonces estaba conectada con músicas de Quilapayún y Mercedes Sosa, con las discusiones en torno a Pekín y Moscú y Albania y los obreros como una especie de deidad o quimera o no sé qué demiurgo o entelequia, una idealización. Muy bella y todo, con sus carpas de huelgas y cantos de Daniel Viglietti revueltos con poemas de Benedetti y la infaltable canción de Carlos Puebla al Che Guevara.Le puede interesar: Casa con platanal y mafafasMás que aquella casa, fue el tiempo en que la ocupamos el que nos dejó, creo, una marca de juventud, una vivencia de estudiantes críticos y desaforados, con ganas de saber de música, teatro, marxismo, cine, literatura, matemáticas y de estar muy cerca de las utopías. Aquella casa, en la que recalaban en su balcón los vientos de Niquía, a veces con cometas y palomas, olía a sudores de caballos y tenía los acordes de una canción de Violeta Parra.
No hay certeza del futuro. Y el presente es inestable y efímero. Así que, sobre todo cuando se ha recorrido un tramo amplio de la existencia, el pasado es lo único que tiene solidez. Es tiempo vivido, gastado, invertido. Y ya está certificado. En ese ejercicio vital que ya se contabilizó con haberes y deberes aparecen imágenes luminosas, no tanto de hechos de gloria o de momentos de intensa lucidez, sino una especie de cuadro que uno ya pintó con lo disponible en el ambiente. Y ahí, en ese lienzo de la memoria, está la luz; sí, puede ser matinal, la de un crepúsculo, el atardecer de cometas, una montaña iluminada con el último sol.Lea también: ¿Qué es un barrio?Y, en efecto, fue por una vieja fotografía en blanco y negro que vi, con un primer plano de un caserón descaecido y, al fondo, casi imperceptible, la silueta de la montaña de la cordillera central que contornea el vallecito donde está Bello, el viejo (el que se fue), el de las quebradas aún límpidas y las extensiones inmensas en las que se combinaba el fútbol, como aquella de La Taza, y sus balnearios cristalinos en los que, tras un partido de fútbol, se iba a disfrutar de la tibieza de las aguas de La García, o, en otras coordenadas, de las del Hato, El Barro, La Loca, La Señorita. La foto me trasladó, como en una máquina del tiempo, a otras dimensiones, sobre todo de la infancia, un tiempo sin tiempo y que tiene mucha luz.A esa montaña que ahí se me perfilaba con disimulo, con una luz sin fuerza, ascendí no sé cuántas veces en caminadas con amigos de barriada. La geografía era cambiante, subidas, bajadas, a veces vegetación tupida, en otras apenas unos rasgos de matas y más tierra amarilla, como zonas pedregosas o con helechos. Y entonces, al ver la iluminación tenue de esa montaña y el contorno celeste, me devolví, en un flashback inesperado, a otras maneras de la luz que son parte de un catálogo personal, un atesoramiento de imágenes, a veces borrosas, que son el ancestro, el origen, las iniciaciones en la exploración del mundo.La luz mortecina en esa envejecida foto me sacudió y, después de unos sentimientos como si algo faltara, una ausencia, una leve tristeza, otras luces aparecieron, como aquella que nos acompañó en un trayecto de amigos hacia un charco entre montañas, al que llamaban la Piedrancha, una enorme roca con sombreados grises y blancuzcos, por la que, en su parte central, las aguas del riachuelo El Hato discurrían para caer tras recorrer la inclinación del pedrusco, en una hondonada que se abría en amplitudes que tocaban raíces de árboles y formaban un bañadero delicioso en el que uno nadaba “a lo perrito” y hacía maniobras elementales de buceo para observar corronchos y lama pegada al fondo pedregoso.Y otra luz, con perfume de hojas, tal vez de chagualos y noros, era la de algunos ascensos al tutelar cerro Quitasol, de suelos con piedras y por los que, en su relieve irregular, había cañadas y sobre todo, entre el silencio, la música del agua cristalina de manantiales. La luz se colaba por las hojas de arbustos y nos daba sombras en la cara, que uno podía apreciar en los compañeros. Eran días en que diseñábamos aventuras selváticas, tras haber leído algún libro de Edgar Rice Burroughs, o visto en los suplementos de periódicos las peripecias dominicales de Tarzán y, claro, de haber estado en el Teatro Bello en la serie de películas protagonizadas por Johnny Weissmüller. Lo que aprendimos con mucha exactitud fue el grito de jungla del Hombre Mono.Otra luz de infancia fue aquella que se posaba en una enorme manga (todo se veía más grande, sobredimensionado), detrás de una escuela de niñas, en la que por las tardes llegaban a entrenar unos tipos enmascarados y con trajes muy particulares sus disputas de lucha libre. Hacían tantas maniobras, llaves, patadas voladoras, movimientos elásticos, que era una especie de función de cine la que uno apreciaba en esa extensión donde comenzamos a jugar fútbol y en la que algunos muchachos tenían camisetas amarillas y negras que después supe eran idénticas a las del Peñarol de Uruguay.Lea también: Nostalgia con pimienta y soledadLo que hace una vieja fotografía. Me mandó a hacer unos recorridos desde una casa que tenía un enorme solar, con higuerillas y creo que naranjos, acompañado por un hermano, el segundo en la sucesión, hacia la vereda Potrerito, que olía a mangos y ciruelas y en la que uno se encontraba parejas de enamorados que buscaban alguna espesura para amarse. Era una luz vegetal, con tierra fértil y un cielo que siempre nos acompañaba con su azul quemante, y cuando no, con nubes blancas y pájaros al vuelo.Esas luces de infancia, con globos decembrinos y cometas de agosto, resurgieron en el patio de escuela y en las calles con casas de ladrillo a la vista y tejas de barro, tras haber visto la de la montaña occidental que en una fotografía no era el punto de atención. Luces de barrio, lindas por su manera de iluminarnos los juegos, las conversaciones amistosas, incluso las peleas verbales en los partidos de fútbol. Luces de atardeceres en los que nos encontrábamos en una esquina, a sentarnos en la acera a contar historias o, tras una breve recogida de monedas, a comprar leche condensada en la tienda.Las que me llegaron con esa visión fotográfica fueron luces más del afuera que del adentro. Más de calle y aceras que de patios y salas, que de piezas y zaguanes. Y más que de bombillas públicas, de soles, a veces muy brillantes, a veces apagados. Y la luz de un parque en el que había sembrado, como distintivo del lugar, un enorme piñón de oreja, o aquella luz que se posaba en otro piñón que los gallinazos habían escogido como su refugio. Era una luz matinal, de tenues brillos, acompañada de un olor acre, que uno percibía al pasar casi a diario rumbo a la escuela, que, a su vez, poseía otra luz muy diferente. Única. Luz que se colaba por ventanas con barrotes y que, en cualquier caso, era una especie de reverberación celestial en el patio de recreo.No sé qué cuadro podría pintarse con todas esas luces, con esos contrastes. En cualquier modo es una luz que un niño mira con curiosidad y placer. La luz de un mundo sin relojes, aunque hubiese campanas y pitos de fábricas y talleres ferroviarios. Sería un cuadro de gran formato en el que no podría faltar el naufragio de un barquito de papel en el mar formado por la lluvia en las calles sin asfalto y las carreras de los perros criollos y uno que otro can lanudo, los Collies, que iban de un lado a otro en todos los barrios.La infancia es un conglomerado de emociones que tienen luces vibratorias, luces de cartillas, luces que pueden estar en una pelota o en un cartapacio con cuadernos. En cualquier caso, esa luz, tan particular y entrañable, está irradiada por el cielo bajo el cual nos correspondió crecer y alcanzar las alturas de los sueños con el hilo infinito de un barrilete.
Había una familia antes de la guerra, con un padre agnóstico y una madre muerta, una casa en Turín, una muchacha que parecía observarlo todo desde una distancia interior y una novela. Había una señora que creía que vestirse como una cocotte era una elegancia, y un hombre, el padre de cuatro muchachos, que escribía sus memorias antifascistas que después convertiría en cenizas, como él mismo (polvo eres). Y había una escritora italiana, nacida en Palermo y crecida en Turín, que descubrió que el mundo de lo doméstico era un universo inmenso a través del cual podía observarse al hombre y sus derivadas.Lea también: El cuerpo es el culpableNovelas de guerra, las que quiera. Unas con la guerra en vivo y en directo, otras con la guerra en segundo plano. Novelas sobre la primera y segunda guerras del siglo XX, tantísimas. Y esta que tiene una voz narradora cercana a una de las protagonistas, pero que nos va acercando a la historia, sin pretensiones de sabiondez, con un tono íntimo, que nos pone a los lectores como si fuéramos unos voyeristas, o gateadores, o fisgones. Una narradora que nos va acercando a los personajes, como sin querer queriendo, y nos deja, al fin de cuentas, sin aliento. Creo que en Todos nuestros ayeres, de Natalia Ginzburg (Natalia Levi, de soltera), la atracción mayor está en la manera (falsamente simple) de narrar sin pretensiones ni grandilocuencia.Es una novela distinta en la que la guerra está y no está. Puede aparecer lejana para, de pronto, estar bajo los bombardeos en Turín, en refugios antiaéreos, en un pueblo del sur de Italia lleno de soldados alemanes y en los muertos que nos van doliendo, nos van minando, es un retrato muy particular de lo ominoso e inútil de las guerras y de lo que estas se van llevando. La familia y los allegados, los amigos de esa familia (los vecinos), son el reparto de una novela en la que aparece un personaje como Anna, en apariencia ausente, que tiene una mirada inocente y dura, una mirada que puede ser tierna y analítica.Natalia y Leonardo GinzburgTodos nuestros ayeres es una novela en dos partes sobre la guerra. En la primera, la definición del ambiente familiar, la aparición breve del padre, no creyente y antifascista, al que le parece inútil cualquier rezo y la existencia de Dios. Es un hombre de caprichos inveterados, que quiere dejar una constancia, aparte de las de sus cuatro hijos: una memoria, a la que va a estar muy unido su hijo Ippolito, que puede ser una suerte de muchacho esclavizado por su padre, pero es quien está más cerca de él, es quien le lee el Fausto, el que le escucha las peroratas de lo que está escribiendo contra Mussolini, contra el rey, contra los que fueron socialistas y luego se sumaron a la corriente del Duce y arrojaron por la borda cualquier pretensión de cambios hondos en la sociedad.En la segunda parte estará, aunque ya manifiesto en la primera, un poco lejano al principio, como una figura importante que es amigo del padre y manda chocolatinas desde lejanías, el que, me parece, es el protagonista de la novela: Cenzo Rena, un hombre mayor que habita en un castillo sin lujos, sin arquitectura gótica, nada de más, al sur de Italia, donde transcurre buena parte de la obra. Rena se convertirá al final en una especie de héroe, con su actitud de desprendimiento, producto quizá no solo de una posición humanista, sino de su cansancio ante la guerra y sus desmanes.El título de la novela, así como su epígrafe, están tomados de la tragedia de Macbeth, de Shakespeare. En la escena quinta del quinto acto, Macbeth pronuncia unas palabras: “y todos nuestros ayeres han alumbrado a los tontos el camino hacia el polvo de la muerte...”, que, bien visto, se resuelven en la obra de Ginzburg, una novelista y ensayista que siempre tuvo a la familia como un motivo literario. La familia y la casa son esenciales en la narrativa de esta italiana que también fue una destacada militante del Partido Comunista de su país.Todos nuestros ayeres se inicia con los prolegómenos de la Segunda Guerra Mundial y, después, aparece en el trasfondo la invasión alemana a Polonia en septiembre de 1939, que se constituyó en el estallido de una conflagración más aterradora que todas las guerras que en el mundo habían sido. Y la guerra, sin ser una obra que se desarrolle en el frente, en las líneas de fuego, está ahí, afectando a los personajes, la geografía en la que habitan, sus relaciones, sus posiciones políticas, sus miedos y desazones.En la novela están el cine, los libros, el colegio, los periódicos clandestinos, las persecuciones. Se hilvana un tejido acerca de la amistad, los amores furtivos, los matrimonios, la vida que transcurre en medio de un conflicto que, si bien está lejano, o es la impresión que el narrador o narradora quiere dar, va a afectar a todos los personajes. Y, como con cierta sutileza, aparece la voz del poeta Eugenio Montale que Giuma recita con frecuencia: “Una hora y me devuelve Cumerlotti / a Lakmé en un aire de cascabeles / o era verdad el estrafalario / mudarse de mi vida / cuando oí estallar sobre los arrecifes / la bomba bailarina”.La temporalidad va desde los preámbulos de la guerra hasta la caída de Mussolini, y cómo el mundo exterior se ve reflejado o proyectado en lo doméstico, en la cotidianidad de un pueblito como San Costanzo, en ese sur de campesinos y gentes pobres, donde surgirán personajes como Giuseppe, el sargento, la Maschiona, y donde transcurrirá buena parte de las relaciones de Anna, su marido viejo y su hija (que no es de su marido), con la presencia del turco, de judíos como Franz y de un sujeto clave en la recta final de la obra: el camarero, un soldado alemán apostado en ese pueblo olvidado.Hay historias de amor y de ausencias, en medio de bombarderos y de la presencia, lenta y definitiva, de los ingleses que van entrando por el sur de Italia En medio de una especie de “normalidad”, se van indicando momentos clave de la guerra, como la invasión nazi a Noruega, el pacto de no agresión entre Stalin y Hitler, la invasión alemana a Rusia, que desencadenará la decadencia y derrota del Reich y, del otro lado, el régimen de Vichy en Francia. Y hay personajes de la novela que se unirán a los partisanos, a la guerrilla antifascista italiana y algunos se encargarán de la voladura de trenes. En un tejido impecable, la narración discurre de modo lineal, sin experimentos ni poses de revolución literaria, en el que el lector se va envolviendo con los hilos de la historia.Le puede interesar: Una campesina en la guerraEn apariencia es una narración discreta, sin petulancias ni espectacularidades, en que las vidas de los personajes, unidas por distintos intereses además de lazos sanguíneos y la amistad, transcurren de una forma en la que, nosotros, los lectores, aparecemos como testigos. Observadores de balcón que, de pronto, están —o estamos— involucrados. Y se sienten las angustias, las respiraciones dificultosas. Y vamos viendo la muerte, sí, la de un hombre que se suicida quizá para no tener que ir a la guerra (“para dejar constancia de que nadie debía ir a la guerra”), y la de su perro que morirá después. Hay historias de amor y de ausencias, en medio de bombarderos y de la presencia, lenta y definitiva, de los ingleses que van entrando por el sur de Italia y son una especie de esperanza para los sometidos por los alemanes y el fascismo interior.Y si unos personajes son parte de la resistencia, habrá otros que irán hasta el frente ruso. Y todas las peripecias avanzan de modo natural, si es que cabe esta expresión en un momento cumbre (mas no estelar) de la humanidad, de su destrucción. Insisto en que la distancia del narrador no es mucha, está más bien cerca de los personajes, en particular de Anna y de Cenzo Rena. Y no se complica con diálogos, sino que los incluye con habilidad con una técnica muy de la señora Ginzburg. Cuenta de uno y cuenta de otro. Y cose con sapiencia. Es la complejidad mostrada de manera simple, que resulta después de un trabajo arduo, de lecturas, de intensas escrituras, de la búsqueda inicial del estilo, de la voz propia.“Llegaron el turco y Franz una mañana temprano, Cenzo Rena estaba haciendo sus abluciones en el barreño y Anna desde la ventana le dijo que Franz y el turco venían juntos”. Es una narración sin complicaciones, sin pretensiones de grandeza. Transcurre y listo. Anuncia, teje, hilvana, desteje, como una Penélope de las palabras y las frases y el transcurso de la vida y de la muerte. “La última carta de Concettina poco antes del armisticio decía que Giustino estaba en Turín, pero luego no se habían recibido más cartas, y Cenzo Rena decía que era inútil escribir, Italia estaba completamente rota y una carta tardaba en llegar días y días, y cuando llegaba ya no era verdad nada de lo que estaba escrito en ella”.Decía que los diálogos están ausentes en el sentido de la estructura, pero sí aparecen implícitos gracias a que la narradora los involucra de modo indirecto, en tono y forma coloquiales, como si ella fuera la intérprete, la mediadora de los personajes, a los que hace hablar con su voz. Otro aspecto que se puede explorar en la estupenda novela de la italiana es el rol de las mujeres, su lado oprimido, su actuación en segundo plano, sus sufrimientos silenciosos, que se pueden apreciar en Anna o, incluso, en un personaje muy importante en la vida familiar que es la señora Maria.En medio de una guerra desnaturalizada, sin escrúpulos ni consideraciones, como son, en general, todas las guerras, se asoman en la novela situaciones de la cotidianidad, de la vida interior, de lo que se come o no se puede comer porque es inconseguible (recuerda pasajes, por ejemplo, de La campesina, de Alberto Moravia), o hay que hallarlo, conseguirlo de estraperlo. La familia y la guerra son los telones de fondo de esta obra que puede hacer llorar o reír, pero que en todo caso no está hecha para la indiferencia. Publicada en 1952, es una novela que, con temas tan comunes y corrientes para esas alturas del siglo XX, como son la guerra y su desalmada presencia en particular en Europa, da una nueva perspectiva de la condición humana.Natalia GinzburgHay pasajes trágicos y otros que pueden ser un ensayo de humor negro. Franz, que es una especie de representación de la situación de los judíos en aquella guerra, está casi siempre huyendo, escondiéndose. Y en una de esas fugas desesperadas, se metió a un convento para escapar de los alemanes que, además, entraron a aquel claustro. Franz comienza a rezarle a un virgen de escayola que se topa en el trastero y le impetra que los alemanes no miren para donde él se refugia. Al fin de cuentas, aquella imagen que los frailes tenían exiliada en una especie de cuarto de rebujo, no solo seduce a un judío para que le implore, sino que estaba allí resguardada porque tenía los pies rotos.Hay una máxima que la novela destaca: se comparte mejor entre quienes tienen recuerdos comunes. Y así pasa. Es el ámbito familiar, los cuartos, la sala, las ventanas, el piso, la prolongación de la casa en una fábrica de jabones, en fin, el que destaca en una novela que comparte tristezas y otras desventuras con la gracia singular, seria y decididamente humana, de un personaje como Cenzo Rena. Sí, es una novela de guerra, pero con una particularidad: la guerra, que lo afecta todo, está por lo menos a dos o tres cuadras.Lea también: Trenes de muerte y libertadLa autora de Pequeñas virtudes (en la que dice que “no deberíamos enseñar a ahorrar; deberíamos acostumbrar a gastar”). y Léxico familiar (es la vida de su familia, autobiografía que ella vuelve ficción en Todos nuestros ayeres) es una escritora que fascina con sus mundos breves, casi que insignificantes, y muestra su maestría en la creación de atmósferas, ambientes, el mundo interior, lo que está limitado por cuatro paredes… Así pasa en Todos nuestros ayeres, novela de extraordinaria fluidez, sin pomposidades, que nos acerca a lo pequeño, a mundos en que no abundan los paisajes ilimitados ni los infinitos horizontes. Es una bella lección de que en lo más simple puede habitar toda la complejidad del hombre y sus circunstancias.
No sé cuántos tangos hay dedicados al barrio. Muchos, en todo caso. Ese elemento que trasciende el urbanismo, es en la música ciudadana un ingrediente clave, junto con la melancolía, la nostalgia y el amor (y su contrario, el desamor, y por ahí, el odio). Se ha dicho que de todos podría prescindirse, pero no del barrio, esa geografía de lunas y esquinas, con aceras (veredas), romances y una emoción permanente. El barrio, el mismo que puede que entre los porteños sobreviva y sea un elemento clave de identidad y amigos, por acá, por mi ciudad de balas y muchachas en flor, está en agonía.Lea también: Nostalgia con pimienta y soledadEl barrio, qué importa la extensión, pueden ser dos o tres manzanas, o veinte o treinta, es un entorno menos material que mental, con sus maneras de ser, sus voces particulares, los saludos y los chismes, distintos en cada cuadra, en cada esquina. Un barrio trasciende el concepto catastral y no responde a las divisiones oficiales (casi siempre arbitrarias), ni a lo que diga el plan de ordenamiento territorial o los entes de valorización y planeación. Un barrio es una cultura. No contesta a los trazados de oficinistas y burócratas. Está por encima de los automatismos del funcionario.Un barrio tiene como límites las sutiles transiciones que van de una cuadra a la otra, en un paisaje que en su interior cambia también de cuadra en cuadra, pero mantiene una relación con el conjunto, conexiones que no son solamente la arquitectura o el cemento. Dónde comienza uno y termina el otro. He ahí un asunto que no está diseñado por las fronteras administrativas. Está más bien delimitado por una historia, unos imaginarios. Por los afectos y un tema ineludible que está en el campo de las abstracciones: el sentido de pertenencia. Este, insisto, no lo determina la municipalidad, un ayuntamiento, no es gubernamental ni de decretos. Es un tejido de solidaridades, similitudes y parentescos no sanguíneos, sino de la memoria, de los arraigos.Un barrio es una metafísica, una reunión de voces que forman un coro que canta en la tienda, en la carnicería, en las calles con ventanas y puertas hoy enrejadas y en otros días abiertas y sin tantas aprensiones. En el catálogo de las similitudes clasifica en la variedad: es como una miscelánea, en la que, además de botones y agujas, se pueden hallar cintas como festones de fin de año. Tiene unas particularidades. Casi todo, o, mejor dicho, todo, está nombrado (o sobrenombrado), desde los vecinos hasta los dueños del café, del estanco-licorera, del almacén de tarjetas de ocasión. Y flota en su ámbito el espíritu de lo que se quiere pese a las carencias o desafueros que se puedan presentar en su territorio.Hay una sumatoria de factores que se conjugan para hacer la distinción.El barrio da carácter. El encuentro con los otros, los saludos, las maneras de demostrar que el vecino interesa, son parte de unas dinámicas que en su suelo, bajo su cielo, se expresan con modos propios y que establecen disimilitudes (puede que no de fondo) con otros barrios. Uno siente el cambio cuando pasa de un barrio a otro. No porque haya que atravesar una aduana o puesto de control (sin entrar ahora a hablar de las “fronteras invisibles” y otras desventuras), sino porque se respira otro aire, las fachadas y antejardines y cordones y postes y hasta las alambradas eléctricas son otra cosa. Es, en ciertos casos, una sutilidad, una delgada hebra que hace la diferencia en el tejido.Los olores del barrio —de este, de aquel— difieren de los de otros. Y los colores también. Hay una sumatoria de factores que se conjugan para hacer la distinción. Claro, puede que haya, como hay, en efecto, semejanzas, pero un barrio es una entidad con alma, con personalidad, con comportamientos particulares y hasta propios. Tiene su aura, su halo, la luz que lo hace único. O así era en otros días. Porque, como se ha visto, un barrio de aquellos de la guardia vieja, diseñados para la convivencia y las relaciones con los demás, o es una vetustez que ya no está en boga, o puede ser, dentro de la especulación y las miradas inmobiliarias, un espacio para la expansión. Para el crecimiento vertical. Desaparecen las casas y donde estaban nacen edificios, no siempre amables ni atractivos, sin respeto por el entorno y con reducciones del espacio público.De su interés: Y nos queríamos tanto…Yo, que nací y crecí en una ciudad que era de obreros, chimeneas, trenes y comercios, siento que esta tenía una particularidad: era una ciudad de barrios, diferenciados en su concepción urbana, en sus hechuras, en sus cafetines y tiendas, hasta en el ejercicio del juego de fútbol. En general, sin abismos sociales. Hoy habito en un barrio viejo, de otra ciudad (de esta en la que escribo, vivo y camino) que también era centro de fábricas y trenes y obreros, pero con una diferencia respecto de mi “ciudad natal”: tenía clases muy altas como otras muy bajas, y digo que este barrio no es, como lo fue, un barrio residencial, que es una de las características del concepto barrio (algunos barrios están dedicados al trabajo, por ejemplo). Es un barrio con historia de élites, de nuevos urbanismos, de esnobismos de ricos y de presencias arquitectónicas diversas, preciosistas.Sin embargo, pese a que no hay ya residentes en abundancia, he aprendido a quererlo, a sentirlo propio, a deleitarme con sus antejardines y arboledas, con sus casas enormes de fachadas inverosímiles, con sus bellezas sin el esplendor de antes, aunque mantienen su señorío y dignidad. Con todo, sigue siendo un barrio, pese a que en su geografía de calles anchas y cantos de aves, hay conventos, inquilinatos, clínicas, dependencias universitarias, centros de rehabilitación, ancianatos a granel y poca gente asomada a las ventanas.Le puede interesar: Calvario de pedreas y peleashttps://www.elmundo.com/noticia/Calvario-de-pedreas-y-peleas/379412Un barrio es una polifonía. Hay líneas melódicas, contrapuntos, sonidos que van desde los ladridos de perros hasta danzas nocturnas de gatos en los entejados. La mezcla tiene a los vendedores de helados, de tamales, de legumbres y frutas que pasan con carretillas o carritos con grabaciones publicitarias. El paisaje humano del barrio está a la vista de todos, en las aceras, en los viejos lugares de encuentro que son las tiendas, en el grito de una mamá que llama a su hijo y que casi todo el vecindario escucha.El barrio es una cultura por sus rituales, incluidos los del campanario, por su naturaleza sociable, porque invita a la conversación y la pregunta por una dirección, por un nombre. Calles y fachadas. Entejados y terrazas. Antejardines y desagües. Y el día de recolección, las bolsas de basura en la acera. En el que habito ahora, pese a sus soledades, tiene tiendas, supermercados, presencia de extranjeros, marqueterías y gentes de paso que vienen a curiosear sobre su particular belleza y su historia. Sobre su silencio.Un barrio, además de la comunicación que se opera entre vecinos, es propicio para el rumor, el chisme, la pregunta permanente de “¿qué pasó?” o el “¿supiste que se iban a meter los ladrones en casa de Irene?”. El barrio de antes tenía más niños en la calle; el de ahora, es más de vida interior, aunque, según el sector, unos son populosos con gente que va y viene, un hormiguero por sus calles; otros, como en el que vivo, no tienen niños. Sus habitantes son muy adultos y tienen más una vida hacia el adentro, hacia el recogimiento.El barrio tiene mucha vida en el afuera. Transacciones, saludos, ruidos, vocinglería. Y es propicio para el recuerdo y lo que fue. No faltan las referencias al pasado, a lo que hubo, a los que se fueron, a aquellos domingos de fútbol y encuentros callejeros. El barrio es como un tiovivo en el que la memoria da vueltas y no falta quien, en un instante de nostalgia, arroje un lagrimón sobre el asfalto.“Mi barrio tenía cosas / que ya no tiene y son cosas / que yo no puedo olvidar…” y en este punto el tango del principio retorna con sus geografías sentimentales, sus melancólicas visiones sobre la vida cotidiana de la barriada. Y se oye el pito del tren. O los ladridos de perros a la luna. Y tantos versos imprescindibles en la educación sentimental que sin duda se adquiere en el ejercicio de habitar un barrio: “Barrio de tango, luna y misterio, / ¡desde el recuerdo te vuelvo a ver!”.El barrio y los viejos amores. El barrio y una flor para mascar. El barrio y serenatas cuyos ecos murieron con los últimos románticos. Tiene su misterio. Y su aspecto de leyenda. Quienes vivieron sus infancias y adolescencias en un barrio, quienes envejecieron en esos territorios de fraternidad y charlas pesadas, saben que esas cosas vividas allí son irrepetibles y se erigen en patrimonio personal y colectivo, son las maneras de ser de la ciudad. Sí, el barrio es un microcosmos en el que es posible ver todas las estrellas.En el barrio era factible —¿es todavía— que el amor se durmiera en un portón, y encontrarse con alguien que, en tiempo de vals, dijera con esa emoción, mezcla de tristeza y alegría: “vuelvo al barrio que nunca dejé”. Y, de acuerdo con las nuevas dinámicas de la ciudad, las de los guetos y los encerramientos, las unidades cerradas y los condominios, creo que, como en otro tango, habrá que decir que al barrio lo vamos a tener que ver desde el recuerdo.
Calle en forma de plazoleta, sin siquiera un arbolito, ni materas en los balcones. Aceras descascaradas y asfalto a medio regar, sin maña alguna. El picado de fútbol es urgencia diaria de muchachos de mi cuadra, o, por una especie de cortesía, de otros de las inmediaciones, en todo caso todos del mismo barrio. Y, para empezar el cotejo, hay que dividir las cargas, equilibrar los contrincantes para que resulte un juego reñido, con las típicas emociones, los gritos, las gambetas insólitas, los goles de inconmensurable canto y las jugadas turbias, esas que suceden cuando la pelota (generalmente de “carey”) pasa por encima de una de las piedras que delimita la portería o a cierta altura, y se arma una pelotera, valga el término, que sí, que no, gol, gol, que no fue gol. Y punto. Y entonces, desde el principio, el mecanismo universal y clásico en la elección de los equipos, en la hechura de la alineación, es el pico y monto.Lea también: El balón náufrago y otras futboleríasPrimer acto. Aquí, al frente, tengo a Chucho. Todos están expectantes. Comenzamos: pico-monto-pico-monto. Nos vamos acercando, hay suspenso en el ambiente, y cuando ya estamos muy próximos, a punto de terminar, que uno escucha la respiración agitada del otro, Chucho tuerce el pie. Y yo también. Hasta que es irremediable. Le pongo la suela de mi “guayo” derecho encima, sobre el empeine. Y me toca escoger a mí. ¡Bravo! Y, claro, como debe ser, selecciono para mi equipo a Richard, goleador nato, dueño de una inteligencia para el desmarque y para quedar siempre, no se sabe cómo, en posición de anotar. Es el “güevero”. Él, mi rival, elige a Naranja, de extraordinario jugar, con talento para repartir la pelota. Y así, del más calidoso al menos sobresaliente. Y todo según los puestos. Como es fama, nadie quiere ser elegido para estar en la arquería. Un puesto para inútiles, se dice. Todos aspiran a ser delanteros o mediocampistas. Muchos caciques, pocos indios.Pico-monto. Una mítica rutina en el fútbol callejero, en el encuentro del baldío, en el de la canchita improvisada junto a la quebrada, en el potrero reseco, en la cancha de tierra y arenilla. Pico-monto. El mejor, primero. El peor (casi siempre el dueño de la pelota), de último. Es un ejercicio de milimetría, de presunta justicia en la relación de igualdad entre los bandos. No siempre, pero esa es la intención. Pico-monto. Y aquí vamos. Después, en otros contornos, porque he sido un errante, vuelve y juega. Pero ya no soy el que pico. Ni el que monto. Son otros dos, los mejores, los más destacados, los que mueven la pelota con magia insólita. Privilegiados. Son los que esta vez escogen. Y cualquiera de los dos que sea el que gane, siempre me tendrá a mí como la primera opción.Le puede interesar: Cuadra de pedradas y otras bullasActo final. Después, ya no soy yo. Es otro. Y luego, cuando han pasado no sé cuántos años, me van relegando en la escogencia. Pico-monto. Uno, dos, tres, cuatro, cinco… A Juan, me voy con Pepe, con Pablo, con Arteaga, me escojo a Huevo… Y nada. Ya soy el penúltimo. Qué es eso. Más que de sueños, estamos hechos de tiempo. No saben, los que no han jugado esto tan sentimental, apasionante e irremplazable del fútbol de esquina-cuadra-barrio, lo que se puede llegar a sentir cuando ya no estás en la mira de los que escogen, cuando para los otros estás acabado, cuando el reloj inexorable te arrasa y te manda a solo ser, si acaso, un espectador de los que allí están repitiendo la historia y que después, porque es incontenible e irremediable, esos que ves ahí, tan rozagantes y lozanos, sonrientes y dispuestos a ingresar al paraíso, también van a ser solo un recuerdo borroso de los días en que el mundo, el tuyo, el mío, era un albergue de infinita alegría con ingredientes de un filme de suspenso: pico-monto, pico-monto…
Es la casa de la que menos imágenes tengo. Solo almaceno una, contundente, que era la del solar, en una especie de pendiente, con platanales y muchas matas de mafafa que nunca supe quién sembró, y ni siquiera las pudimos usar en ninguna cocción. No entraron en nuestra dieta. Decían que era una buena fuente de carbohidratos en forma de almidón. Pero nada. Mamá nunca se animó a aprovechar ni las hojas, que se podían hacer en sopa, ni los tubérculos. Esta exótica planta se extendía por buena parte de aquel solar inapetente, impersonal, que no convocaba a ninguna meditación o contemplación.Lea también: Casa con iglesia al frenteSi de su adentro no poseo un buen repertorio de imágenes, de su afuera, sí. Estaba sobre El Carretero, una calle ancha y larga, por la que discurrían, además, los buses de pasajeros que venían e iban para La Cumbre, Playa Rica, Bellavista y otros barrios. Era como una frontera entre El Congolo y Andalucía. Muy cerca todavía estaba, hacia el occidente, el café El Amigo (en el que muchas veces sonaba el tango Tres amigos) y en la otra esquina, hacia el oriente, el bar La Isla, en el que no faltaban las broncas y el malevaje. No tengo precisión sobre la fachada, pero, me parece, que era de granito, con dos ventanas y una puerta de cuyo color no me acuerdo.La llamamos la Casa del Platanal y, creo, hubiera sonado mucho mejor la Casa de la Mafafa. Por entonces, se escuchaba en la radio una canción de Los Corraleros de Majagual con Eliseo Herrera (la original es de Los Guaracheros de Oriente): La matica de mafafa, en la que el vocalista hacía gala de su proverbial capacidad para los trabalenguas: “Josefita y la mafafa la miraba por la gafa, / Josefita y mafafita la miré por la gafita…”. No recuerdo si tuvimos cosechas de plátanos ni tampoco si había en el solar visitas de pájaros.Al frente, en un segundo piso, vivían unas muchachas bonitas, aunque, creo, no las dejaban salir ni a la puerta, solo a asomarse por el balcón. Y, claro, en las madrugadas, cuando vestidas de uniforme de colegiala, iban a estudiar. Eran muchachas como para serenata. No tengo memoria de ningún vecino, aunque tengo la lejana idea de que por allí habitaba un sastre de apellido Areiza. A dos o tres casas de la nuestra, estaba la calle que descendía hacia El Congolo y por la que se podía ir a una escuela cercana, La Milagrosa. Y por la otra, la de la Isla, estaban las casas de los Marroquines y la de Tripa, un tipo que no gozaba de buenas famas.La casa del platanal, que no era ninguna belleza, no tenía piso embaldosado sino de cemento pulido. En la sala, rojo; gris en los cuartos, que me parece que eran tres, más la cocina y los servicios sanitarios. Lo llamativo, quizá por lo estrafalario, o por una especie de desorden en la plantación, que además estaba acompañada de pedregones, era el solar, que, como pudiera decir cualquier señora de barrio, no provocaba. Era, me parece ahora, una casa sin identidad. Nada en ella hacía que uno se apegara, o que pronunciara un elogio a las paredes, a las piezas, a la sala. Nada. En ella flotaba un hálito de ausencia y puede ser que fuera un hospedaje de espíritus aburridos y de fantasmas desganados. Nunca supimos quiénes fueron los habitantes que nos precedieron. Tampoco recuerdo el nombre de su dueño.No fue larga la estadía en aquel inmueble. No era amañador. Uno muy poco permanecía allí, porque, en aquel tiempo el cine era un atractivo y en la Universidad había ya modos de quedarse más tiempo en ensayos de música (que fueron tiempos de estudio en el conservatorio), en alguna asamblea estudiantil, y, sobre todo, en ir a los cines del centro de Medellín. Era una aventura de la ensoñación entrar al Lido, al Cid, al Ópera, al María Victoria, al Odeón y al Alameda.Ya no era uno un muchacho de esquina, de galladas de barrio y por allí, en El Carretero, una calle con historia y que al doblar hacia el parque de Bello tenía un santuario con una virgen (La Milagrosa), no había ninguna posibilidad para detenerse a conversar con nadie. Tampoco iba uno a los bares, como la Isla, en el que alguna vez, de paso, vi una tremenda trifulca a machete y piedra, con descalabrados y una vasta presencia de curiosos.Con algunos de los Marroquines en años anteriores habíamos jugado al fútbol y en aquella familia había muchachas lindas y amables. Años después de haber vivido en aquella casa, tuve un sueño en el que el solar había crecido tanto que parecía una calle llena de mafafas, pero, en vez de platanales, había árboles de los que colgaban algunos ahorcados. De las casas vecinas se asomaban esqueletos y de algún escondite imperceptible surgió una mujer oscura que intentó llevarme a la horca.Le puede interesar: El más acá y más allá de la casaAquella casa, como otras de la infancia y la adolescencia, también quedó atrás. Fue una estación más en un recorrido o errancia de años por una ciudad que ya cada vez tenía menos aspecto obrero y se estaba convirtiendo en una población de gentes de todos lados que traían un hondo desarraigo y se les notaba un malestar por no tener empleo o no encontrar el presunto paraíso que no se sabe quién les había prometido. Cuando nos mudamos a una casa de tercer piso, muy cerca del parque principal y también de la plaza de mercado, no tuvimos ningún motivo para lamentar la ausencia. No había lugar a despedidas. Tampoco para celebrar la nueva casa. Nos habíamos habituado a las mudanzas. No tuvimos ningún pesar. Y, tras unos cuantos meses de haber vivido allí, ninguna nostalgia nos asaltó por las improbadas mafafas ni por el platanal.