Disquisición sobre una vieja fotografía y su efecto en la memoria
No hay certeza del futuro. Y el presente es inestable y efímero. Así que, sobre todo cuando se ha recorrido un tramo amplio de la existencia, el pasado es lo único que tiene solidez. Es tiempo vivido, gastado, invertido. Y ya está certificado. En ese ejercicio vital que ya se contabilizó con haberes y deberes aparecen imágenes luminosas, no tanto de hechos de gloria o de momentos de intensa lucidez, sino una especie de cuadro que uno ya pintó con lo disponible en el ambiente. Y ahí, en ese lienzo de la memoria, está la luz; sí, puede ser matinal, la de un crepúsculo, el atardecer de cometas, una montaña iluminada con el último sol.
Y, en efecto, fue por una vieja fotografía en blanco y negro que vi, con un primer plano de un caserón descaecido y, al fondo, casi imperceptible, la silueta de la montaña de la cordillera central que contornea el vallecito donde está Bello, el viejo (el que se fue), el de las quebradas aún límpidas y las extensiones inmensas en las que se combinaba el fútbol, como aquella de La Taza, y sus balnearios cristalinos en los que, tras un partido de fútbol, se iba a disfrutar de la tibieza de las aguas de La García, o, en otras coordenadas, de las del Hato, El Barro, La Loca, La Señorita. La foto me trasladó, como en una máquina del tiempo, a otras dimensiones, sobre todo de la infancia, un tiempo sin tiempo y que tiene mucha luz.
A esa montaña que ahí se me perfilaba con disimulo, con una luz sin fuerza, ascendí no sé cuántas veces en caminadas con amigos de barriada. La geografía era cambiante, subidas, bajadas, a veces vegetación tupida, en otras apenas unos rasgos de matas y más tierra amarilla, como zonas pedregosas o con helechos. Y entonces, al ver la iluminación tenue de esa montaña y el contorno celeste, me devolví, en un flashback inesperado, a otras maneras de la luz que son parte de un catálogo personal, un atesoramiento de imágenes, a veces borrosas, que son el ancestro, el origen, las iniciaciones en la exploración del mundo.
La luz mortecina en esa envejecida foto me sacudió y, después de unos sentimientos como si algo faltara, una ausencia, una leve tristeza, otras luces aparecieron, como aquella que nos acompañó en un trayecto de amigos hacia un charco entre montañas, al que llamaban la Piedrancha, una enorme roca con sombreados grises y blancuzcos, por la que, en su parte central, las aguas del riachuelo El Hato discurrían para caer tras recorrer la inclinación del pedrusco, en una hondonada que se abría en amplitudes que tocaban raíces de árboles y formaban un bañadero delicioso en el que uno nadaba “a lo perrito” y hacía maniobras elementales de buceo para observar corronchos y lama pegada al fondo pedregoso.
Y otra luz, con perfume de hojas, tal vez de chagualos y noros, era la de algunos ascensos al tutelar cerro Quitasol, de suelos con piedras y por los que, en su relieve irregular, había cañadas y sobre todo, entre el silencio, la música del agua cristalina de manantiales. La luz se colaba por las hojas de arbustos y nos daba sombras en la cara, que uno podía apreciar en los compañeros. Eran días en que diseñábamos aventuras selváticas, tras haber leído algún libro de Edgar Rice Burroughs, o visto en los suplementos de periódicos las peripecias dominicales de Tarzán y, claro, de haber estado en el Teatro Bello en la serie de películas protagonizadas por Johnny Weissmüller. Lo que aprendimos con mucha exactitud fue el grito de jungla del Hombre Mono.
Otra luz de infancia fue aquella que se posaba en una enorme manga (todo se veía más grande, sobredimensionado), detrás de una escuela de niñas, en la que por las tardes llegaban a entrenar unos tipos enmascarados y con trajes muy particulares sus disputas de lucha libre. Hacían tantas maniobras, llaves, patadas voladoras, movimientos elásticos, que era una especie de función de cine la que uno apreciaba en esa extensión donde comenzamos a jugar fútbol y en la que algunos muchachos tenían camisetas amarillas y negras que después supe eran idénticas a las del Peñarol de Uruguay.
Lo que hace una vieja fotografía. Me mandó a hacer unos recorridos desde una casa que tenía un enorme solar, con higuerillas y creo que naranjos, acompañado por un hermano, el segundo en la sucesión, hacia la vereda Potrerito, que olía a mangos y ciruelas y en la que uno se encontraba parejas de enamorados que buscaban alguna espesura para amarse. Era una luz vegetal, con tierra fértil y un cielo que siempre nos acompañaba con su azul quemante, y cuando no, con nubes blancas y pájaros al vuelo.
Esas luces de infancia, con globos decembrinos y cometas de agosto, resurgieron en el patio de escuela y en las calles con casas de ladrillo a la vista y tejas de barro, tras haber visto la de la montaña occidental que en una fotografía no era el punto de atención. Luces de barrio, lindas por su manera de iluminarnos los juegos, las conversaciones amistosas, incluso las peleas verbales en los partidos de fútbol. Luces de atardeceres en los que nos encontrábamos en una esquina, a sentarnos en la acera a contar historias o, tras una breve recogida de monedas, a comprar leche condensada en la tienda.
Las que me llegaron con esa visión fotográfica fueron luces más del afuera que del adentro. Más de calle y aceras que de patios y salas, que de piezas y zaguanes. Y más que de bombillas públicas, de soles, a veces muy brillantes, a veces apagados. Y la luz de un parque en el que había sembrado, como distintivo del lugar, un enorme piñón de oreja, o aquella luz que se posaba en otro piñón que los gallinazos habían escogido como su refugio. Era una luz matinal, de tenues brillos, acompañada de un olor acre, que uno percibía al pasar casi a diario rumbo a la escuela, que, a su vez, poseía otra luz muy diferente. Única. Luz que se colaba por ventanas con barrotes y que, en cualquier caso, era una especie de reverberación celestial en el patio de recreo.
No sé qué cuadro podría pintarse con todas esas luces, con esos contrastes. En cualquier modo es una luz que un niño mira con curiosidad y placer. La luz de un mundo sin relojes, aunque hubiese campanas y pitos de fábricas y talleres ferroviarios. Sería un cuadro de gran formato en el que no podría faltar el naufragio de un barquito de papel en el mar formado por la lluvia en las calles sin asfalto y las carreras de los perros criollos y uno que otro can lanudo, los Collies, que iban de un lado a otro en todos los barrios.
La infancia es un conglomerado de emociones que tienen luces vibratorias, luces de cartillas, luces que pueden estar en una pelota o en un cartapacio con cuadernos. En cualquier caso, esa luz, tan particular y entrañable, está irradiada por el cielo bajo el cual nos correspondió crecer y alcanzar las alturas de los sueños con el hilo infinito de un barrilete.