La pandemia empelotó la ciudad

Autor: Reinaldo Spitaletta
13 julio de 2020 - 12:10 AM

Los muros invisibles, los abismos de la inequidad y otros dolores de la urbe

Medellín

Una ciudad es más, mucho más, que sus edificaciones, sus calles y callejones, sus arterias y sus conjuntos residenciales que, en los últimos tiempos, son una muestra más de la privatización de las espacialidades públicas y de la gestación y dominación urbana del gueto. Tiene que ver con su hábitat, su creación de cultura, sus maneras de relación de los unos con los otros, los de los barrios pobres con los barrios ricos y los lazos invisibles de la comunicación que trasciende la sociabilidad aparente —más bien falsa—  del centro comercial o de la abundancia de aquello que es una suerte de deshumanización al negar la concurrencia de palabras, un abrazo, saludos, un intercambio de miradas, que son aquellos espacios (no-lugares) de mercadeo de las “grandes superficies”.

Una ciudad, creo, se reconoce sí lo es, por ejemplo, en momentos extremos, de agudización de las relaciones sociales, de reducción de la movilidad, de aplicación de medidas extraordinarias, como es una pandemia. Ahí, en medio de esas condiciones particulares, se puede medir la efectividad o no de los planes de ordenamiento territorial, de la amplitud o estrechez de los espacios públicos, de si existen con generosidad o, al contrario, con avaricia, parques, museos, jardines botánicos, bosques de expansión, lugares de encuentro colectivo…

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La ciudad de la pandemia se torna más carcelaria y menos amistosa, cuando amplios sectores urbanos, barrios marginales, zonas excluidas y que son parte del empobrecimiento progresivo al que se someten vastas comunidades de despojados, solo se pueden dedicar a labores precarias de sobrevivencia. Y, quizá por eso, sus moradores son sordos a las instrucciones oficiales, a las medidas higiénicas y de cuidado personal, porque, además de carecer tantas veces de conocimientos suficientes sobre la vida y el mundo, están en la penosa condición del sobreviviente, del que solo puede pasar el día a día, sin futuro, sin planeación de lo que vendrá.

En estas coyunturas de alta tensión, como las que se viven en torno a la presencia del coronavirus, se advierten con más agudeza —he ahí su paradoja—, las carencias y, a la vez, las lesiones que se han perpetrado, tal vez de modo inveterado y permanente, a los derechos al agua potable, a la electricidad, a tener en la cocina al menos las alacenas con suficiente bastimento. Y, por ampliación de los desafueros contra enormes cantidades de desahuciados y olvidados de la fortuna, se notan con más claridad las heridas abiertas de las inequidades. ¿Cuál es el espacio público de una barriada tugurizada? ¿Dónde se pueden alivianar las maneras del encerramiento forzado si ni siquiera hay amplios senderos, jardines, algún parquecito hecho con la dignidad que merece el ciudadano?

La ciudad pandémica es radiografía. Es cámara fotográfica. Se torna en telescopio por el cual se pueden apreciar las espacialidades que configuran lo que se puede denominar el derecho a la calle, el derecho a tener una casa con servicios suficientes, un afuera con antejardines, con adecuaciones ambientales, con posibilidades para la sociabilización, la amistad, el caminar seguro y libre de aprensiones. En tiempos de emergencia, como los que transcurren con la presencia de la covid-19, las grietas de la ciudad, de sus autoridades, de sus dirigentes, de los que la han planeado, son más concretas e ineludibles. Son más escabrosos y hondos sus abismos.

Son ocasiones para ver cómo han despilfarrado los fondos públicos y maltratado a la mayoría de ciudadanos, a los que se les niegan las posibilidades de tener una existencia con bienestar, con facilidades de sentirse en espacios amables. Las ciudades hay que pensarlas para que la dignidad sea permanente, que sea una variable que atraviese todas las áreas materiales y espirituales. En ciudades, como Medellín, para no abrir del todo el abanico, se pueden ver, ¡oh, extrañeza!, los muros invisibles, las brechas abiertas por las desigualdades que avergüenzan la geografía urbana.

En los barrios llamados populares el castigo pandémico es mayor, porque, además de haber desaparecido ya la cultura popular (que se ha vaciado de los contenidos de solidaridad, alegría, afectos colectivos…), las características y modos de ser de los que las habitan, no hay un afuera atrayente, ni cómodo, ni con posibilidades para el ejercicio de las relaciones sociales con altura y respeto. Solo hay las expresiones extremas de la sobrevivencia, sin otras rutas que tengan conexión con el goce, con el placer que dan las búsquedas del conocimiento y de la convivencia.

En una larga tradición de despojos, de maltratos y exclusiones, la ciudad que intenta no enfermarse muestra lo que ha sembrado, sus agresiones a los que están al margen. Y así, como se aprecia en vastos sectores que parecen pertenecer a mundos distópicos, la lumpenización ha hecho mella en las comunidades. Así que no es de extrañar que en la confinación obligatoria no haya ni siquiera un mínimo de cumplimiento. Porque en ese interior también forzado, no hay ninguna comodidad, no existe un ambiente mínimo para el ejercicio de la vida sin estrecheces y sin tantas amarguras.

 

Entonces, ese afuera rudo, esas atmósferas en las que ni siquiera hay acceso a determinadas estéticas que al menos sean un paliativo para la crisis, un exterior de informalidades, parte de un paisaje triste y desesperanzador, es la única promesa. No hay nada. Cuál autoridad oficial ni qué tres cuartos. Son comunidades que se rigen por otros parámetros, y ahí, en concordancia con los sistemas inequitativos, son otros los mandamientos y otras las maneras del orden. O del desorden. Sí, como bien lo dicen los mismos moradores: “por aquí es otra ley”.

¿Cuál derecho a la ciudad? Sí en tiempos normales, es decir, sin pestes universales, en estos breñales que simulan ser una ciudad, en este vallecito de lágrimas y de vez en cuando de alguna festividad seudopopular, la pandemia ha mostrado con creces las desventuras de tantos que, si antes carecían de ingresos suficientes, ahora es el hambre la que acosa, la que castiga con su látigo inmisericorde, y así, cuál tapabocas, cuál distanciamiento social ni qué nada. ¿Dónde están los planes para que la gente sufra menos? ¿Dónde la intervención estatal con criterio no asistencialista sino de proporcionar los elementos para que lo que se llama progreso sí sea una realidad y no una falacia?

Aca y allá Spitaletta

Sus habitantes están en la penosa condición del sobreviviente, del que solo puede pasar el día a día, sin futuro, sin planeación de lo que vendrá. Foto Reinaldo Spitaletta

Los que deciden y mandan deben pensar más que en el cemento y el asfalto en las necesidades de los que hasta hoy son como una excrecencia social. Ya los discursos oficiales, cansinos, vacíos, demagógicos, han quedado en evidencia por su esencia de negación a los caídos, a los tugurizados, a los que seguro han sufrido desplazamientos y otras vicisitudes de honda inhumanidad. Discursos hueros. Parte, lo diría un pensador de estas comarcas, de la vanidad. Sí, la vanidad del poder.

La ciudad de la pandemia, como decir Medellín, ha mostrado las dificultades de los más pobres, de los que están lejos de las alfombras y los ambientes palaciegos. Lejos de los clubes y de los que, en minoría exigua, definen el destino de millones. Así que no es solo la flaqueza en la salubridad de extensos sectores de la población, de las barriadas altas, desdibujadas por la miseria, las que, como un señalamiento de las inequidades sociales, ha mostrado la situación límite de una pandemia. Los denominados planes de desarrollo han quedado en evidencia por su decrepitud, por su cortedad en la visión, su deplorable ceguera frente a los problemas enormes de la ciudad, de aquellos, sobre todo, a los que se les ha negado desde tiempos inmemoriales los mínimos derechos a una vida sana y con disfrutes humanos.

Qué derecho a la ciudad pueden tener los que ni siquiera han tenido derechos a la salud, a la educación, a los goces de la cultura. Y así lo ha mostrado, con crudeza, la pandemia en ciudades de oropel como Medellín, postizas, cuyos gobernantes, maquillados ellos, han eludido el fondo del problema y se han dedicado menos a resolver los desbarajustes sociales que a cultivar su imagen, como si más bien fueran gerentes de una empresa de barniz y pintarrajeo.

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En efecto, el hábitat de lo humano, de las posibilidades de una vida menos dramática y carenciada, se ha degradado. Y a ese panorama desolador han contribuido, desde luego, las administraciones mediocres y sin sentido de ciudad, de los significados de lo público y de la dignidad. Los guetos, melancólicos de por sí, tan extendidos por estas geografías miserables, niegan al hombre y lo ponen en una escala animal de solo luchar por la sobrevivencia, sin ocio, sin los horizontes polícromos de la cultura y el auténtico desarrollo de las inteligencias y la imaginación.

La pandemia empelotó la ciudad y dejó ver, como los trajes mal confeccionados, las costuras inexistentes de lo que los funcionarios llaman, a veces con pompa, el tejido social. No hay tejido, solo una hilaza como de trapero viejo.

 

(Escrito en Medellín, ciudad de eternos desequilibrios sociales, 5-07-2020)

 

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Comentarios:

Mauricio
Mauricio
2020-07-13 10:24:19
Siempre es bueno que alguien nos diga la Verdad así nos DUELA. Es mucho l que debemos cambiar...
Edgar
Edgar
2020-07-13 08:25:37
Don Reinaldo ha desnudado la cruel y triste realidad de nuestra falsa "tacita de plata".

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