El asustado cornudo Francis Macomber

Autor: Reinaldo Spitaletta
20 julio de 2020 - 12:09 AM

Una lección de Hemingway sobre safaris, cazadores y el temblor ante un león

Medellín

Todo lo que aparezca en un cuento es porque debe ser necesario, imprescindible. En esa premisa se encierra su perfección, o sea, aquello de nada sobra, nada falta. La ambientación, la manera de relatar, la situación o situaciones expuestas, el manejo inteligente de la tensión, los momentos de intensidad, son elementos del género. Hemingway, más que un escritor de largo aliento, era, sobre todo, un excepcional autor de narrativa breve (incluida la periodística), en cuyos cuentos, por decir algo Los asesinos, también aparece aquello que se ha denominado el minimalismo. Ese escritor, que en vida se confundió con la leyenda, paradigma público del macho, una figura que osciló entre la farándula y el heroísmo, dejó un legado que puede ir desde la torería, el boxeo, la pesca, las situaciones extremas de la guerra y, como lo veremos en esta nota sobre uno de sus cuentos maestros, hasta los safaris salvajes.

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Su experiencia en África (fue un escritor en cuyas obras de ficción aparecen, además de las de su país de origen, geografías españolas, italianas, francesas, cubanas) le permitió la escritura de varios relatos, como Las verdes colinas de África, y en su primer viaje a ese continente, acompañado por Pauline Pfeiffer, su segunda esposa (tuvo cuatro), Kenia, antigua colonia del imperio británico, lo sobrecogió no solo por la belleza de sus llanuras, sino por la exuberancia de su fauna.

El cuento La vida breve y feliz de Francis Macomber (escrito en 1936) es una derivada del conocimiento que adquirió en los safaris, incluidas palabras de las lenguas nativas de Tanzania y Kenia. Como bien se sabe, Hemingway, dentro de sus características literarias, tiene la soberbia orfebrería de los diálogos, recurso de difícil manejo que, por lo demás, encarna el privilegio de la economía: un diálogo bien confeccionado debe dar muchísima información en pocas palabras. Permite este recurso caracterizar personajes y dar cuenta de otros aspectos, como bien pasa, por ejemplo, en Los asesinos. García Márquez (admirador de la técnica hemingwayana), decía que el autor de El viejo y el mar era una excelsitud en la elaboración de diálogos, asunto que el de Aracataca poco empleó en sus alucinatorias novelas y tampoco (o de modo muy restringido) en sus cuentos.

La vida breve y feliz de Francis Macomber, un cuento de un poco más de doce mil palabras, es una lección literaria en varios aspectos, entre ellos los de su comienzo, en los que, en pocas líneas, plantea una sugerente inquietud, pone en el ring de las peripecias a los tres personajes clave de la narración y al lector en expectativa. Podría decirse, además, que el relato inicia con la denominada técnica de “in media res”, o, en otras palabras, la de comenzar más o menos por la mitad de la historia, lo que implica el uso de la analepsis, más conocida en el cine como flashback. Valga anotar, entonces, que este relato, en el que el autor da cuenta de sus conocimientos de cacería de leones, búfalos e impalas, tiene un enorme influjo del cine. Sus imágenes, bien podría decirse, son como una sucesión de fotogramas.

“¿Qué es lo que pasó?”, podría preguntarse el lector al comienzo de la narración en la que hay un fingimiento, después unos diálogos cortos, lo que induce a continuar la lectura con más interés, el que se va acrecentando para poner en claro, con dosis de suspenso muy medidas, las relaciones entre Francis Macomber, un estadounidense con cara de adolescente a sus 35 años; Margot, su mujer díscola, y Robert Wilson, un inglés, cazador profesional, que en la narración se convertirá en una especie de definidor de situaciones extremas.

La técnica narrativa de Hemingway, en las que, desde luego aplica su visión sobre el iceberg (acerca del subtexto), es como la de una elevación de cometa: se suelta la pita y se recoge, se alarga y se recobra. Va dando puntadas, a veces sutiles, en otras más manifiestas, y el lector se va enredando en la telaraña tejida por el escritor, con un narrador omnisciente, que se mete en los pensamientos de los personajes, pero, a su vez, como lo observará el lector, cambia de punto de vista y lo ubica desde los ojos de un león que está a punto de perecer.

Francis, además de ser un tipo adinerado, alguien que parece tener en lo económico su vida resuelta, no es, o al menos no lo aparenta, feliz con su esposa, una tipa de frivolidades y, sobre todo, que le ha puesto a su marido unos cuernos de alce. El cornúpeta vive un drama, no tanto porque su mujer lo engañe y sea de baja cama, sino, sobre todo cuando el relato toma su camino cronológico de avanzar y de no utilizar vistas atrás, por las iniciales demostraciones de cobardía ante la presencia magnificente del denominado “rey de la selva”. Esa exteriorización del miedo lo hará a él, que es un pusilánime, un “rey de burlas” de Margaret y, a la vez, concederá un aprovechamiento de la coyuntura de parte del colorado Wilson, que, como el lector se dará cuenta, es un manejador de este tipo de circunstancias, de las que, además, sabe extraer plusvalías.

En esta narración poderosa y con flequillos psicológicos, el lector podrá saber cómo es un safari, se enterará de las tiendas, las maneras de hablar y de actuar de los sirvientes, los cocteles como el gimlet, pero, ante todo, se enfrentará a una tragedia contenida, que se va desgranando con cuentagotas, con habilidad en las puntadas, en el tejido literario. Una demostración brillante del escritor que, desde muy joven, lo denominarán en ambientes sociales y periodísticos como “papá” Hemingway.

¿Quién que es no temblará ante un león?, ¿quién, aunque esté armado con dispositivos de tiro apropiados como los que se utilizan en este cuento, no sentirá ponerse sus nervios de punta ante los rugidos y la figura del formidable felino? Y entonces sabrá por qué hay un proverbio somalí que advierte que “un hombre valiente siempre le tiene miedo a un león tres veces: la primera vez que ve su rastro, la primera vez que lo oye rugir y la primera vez que se enfrenta a él”. El león, en este recorrido literario salvaje, está conectado con símbolos de poder y fuerza, y, en simultánea, con el miedo, en este caso el de Francis, que siente y padece la humillación y el desprecio, de su mujer, de una parte, y hasta de los asistentes del cazador mayor Wilson.

Safari de Hemingway en África

Hemingway de safari en África

Es una historia, con todos los ingredientes para ser interesante y bien hilvanada, que va mostrando los cambios y transiciones, quizá sutiles, en los sentimientos y la personalidad de Macomber, pero también en la del arrogante Wilson. Macomber, que después del incidente pavoroso con el león va a perder el miedo, trazará su destino en otra jornada, en la cacería del búfalo. La relación hombre-selva, hombre-diversión, hombre-animales, cultura-naturaleza, va navegando en una corriente que tiene varias facetas que anuncian que el título del cuento tiene su ironía.

En La vida breve y feliz de Francis Macomber todo está calculado. Hay una suerte de matemática, de precisión asombrosa, de tratamiento avezado del tema, que al final el resultado es una maravillosa obra de arte que, por supuesto, implica una artesanía de las sutilezas y de “lo hecho a mano”. El triángulo Francis-Margaret-Wilson está cosido con agudeza y da pie para preguntarse qué tan felices o tan desgraciados son, además del hombre que le da título al relato, la mujer cuya vida gira en torno a bagatelas, al dinero y a mantener sobre todo su conexión matrimonial con un sujeto que tiene plata. Y en la mitad de esa geografía material y mental está el grandote Wilson. El contrapunto de Macomber.

En este cuento, aparte del intenso drama humano, se recoge una visión sobre la cacería, sus normas, la ventaja que tiene un tipo armado frente al instinto de conservación de animales como los que aquí aparecen no como un decorado sino como esencialidad y necesidad. Hay que saber de leones y búfalos y rinocerontes y del viento y del suelo y de las maneras de ser de las praderas de esos países africanos, que estuvieron bajo la férula del imperialismo británico. Y tales asuntos los domina el autor.

Macomber, el cornudo, va transformándose según las circunstancias y los acontecimientos. De pronto, tras sufrir tantos reveses, se erige como un héroe (el antihéroe también lo utiliza Hemingway en otras obras), como un ser que, sin saberlo, va rumbo a un sacrificio para agradar quizá a un dios desconocido. O, por qué no, su actitud cumbre, la de ya no sentir miedo, puede ser un “tource de force”, el esfuerzo máximo tras el cual ya no habrá nada. Como el saludo en la arena de los gladiadores al emperador.

Wilson, que utiliza palabras de la India (como un recuerdo del colonialismo de su país natal en esa otra parte del mundo) para referirse a Margot, la mensahib, parece entender al final la tragedia interior del hombre que lo contrató para que fuera su guía en las faenas de cacería. Y comienza a sentir por la “americana” un desprecio, tal vez una muestra de asco, más allá de que diga que “en un safari las mujeres son un fastidio”. ¿Qué hay más arriba de la cornamenta exuberante de un búfalo? ¿Qué significados pueden desprenderse del enfrentamiento de un hombre que ya no siente miedo con la enormidad de un hermoso bóvido?

Y en este punto se puede aventurar una presunción de la que apenas hay remotos indicios en la obra: ¿Francis Macomber es un impotente sexual? ¿Acaso por ello la mujer busca otras camas? El lector puede ahondar en estas circunstancialidades que de todas formas son parte de lo que la aventura del señor Macomber propone e insinúa. La literatura es también otra fuente para la especulación, el pensamiento, las búsquedas de causas y efectos. Y, siguiendo estos vectores, es asimismo la posibilidad para escudriñar en qué consiste la felicidad.

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¿Si es feliz Francis Macomber? Por momentos, se aprecia el “sentimiento de felicidad desmedida e irracional” del protagonista; en otras instancias, más bien parece un hombre triste, defraudado. Alguien que se sabe engañado, pero nada puede hacer, ¿por qué? Ah, y se podría ensayar otro interrogante: ¿es Francis Macomber un cazador cazado? En este cuento formidable, en el que el viejo Hemingway (cuando lo escribió era todavía joven) demostró su sapiencia técnica y su bagaje sobre la caza, sobre el hombre, sobre la infidelidad y sobre el miedo, entre otros aspectos, hay, digo, una canción de vientos tristes que suena por las praderas kenianas, con un gusto a ginebra y zumo de lima, ¡ah!, y por qué no, a whisky, bebida que también sirve para controlar los nervios.

 

 

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