Al igual que millones de colombianos disciplinados, sometidos como estuvimos de buena o de mala gana a una inusual e intempestiva rutina, yo también pasé de tres meses largos de confinamiento. Algunas diligencias personales impostergables me inducen a aprovechar días de pico y cédula, pero es pertinente señalar que las realizo siempre con premura y cuidados extremos, sin extenderme más allá de sesenta minutos durante las fechas en que acojo la droconiana norma.A la hora de balances, admito que aprovecho de tal manera el enclaustramiento forzoso que pretendo reeditarlo otro tanto. O de cuando en vez. Eso sí, ajeno en la medida de lo posible a la tortura sicológica de que es imperativo llevarlo a cabo para evitar contagios callejeros que puedan resultar fatales.Jamás quisiera experimentar de nuevo ciertos paranoicos estados de ánimo que me produjo ingresar en abril y mayo a recintos comerciales en donde mientras realicé esos merodeos fui víctima de sensaciones de pánico y ansiedad que me hicieron evocar dantescas escenas de películas sobre las dos guerras mundiales. U otras que reseñan con crudeza y realismo lo vivido por los pueblos coreanos y vietnamitas. O aquellas que reviven las invasiones soviéticas a naciones europeas y los horrores de regímenes militaristas y dictatoriales de las repúblicas caribeñas y latinoamericanas en aciagas décadas intermedias del siglo veinte que se repiten por estos lustros. No más al lado.El primero de junio suspendí varias horas mi monacal encierro para comprobar la semi batahola que se sucedió por el levantamiento a medias de la medida del acuartelamiento “obligatoriamente voluntario” dispuesto por el Gobierno Nacional. Desde la reanudación de ciertas actividades que se dio en esta fecha confirmo el paulatino retorno de habituales clientes a centros comerciales en donde solíamos marcar tarjeta con inglesa puntualidad. Por ahora está lontano el encanto de estas ciudades del que tuvieron hasta marzo del 2020. Entonces había en ellas un frenesí indescriptible. Las tertulias se daban por cientos entre jóvenes, adultos y lúcidos abuelos, esos mismos que reclaman el regreso a su cotidianidad sin ataduras, pues se las mantienen bajo el supuesto de la salud pública con el distanciamiento social.Por ahora, los usuarios de las grandes superficies fenicias parecemos marcianos. Nos volvimos seres huraños que evitamos el diálogo con desconocidos. Hablamos lo preciso a través de asfixiantes tapabocas. Con desconfianza respondemos a preguntas de obligatorios controles. Sin entusiasmo aceptamos requerimientos de alejamiento interpersonal, repetida medición calórica y desinfección de calzado. Atrás quedó la proverbial característica paisa de entablar charlas para suavizar la tortura de turnos en filas para esto o para lo otro. Inclusive, para amenizar ratos de espera en los que ahora celulares, tablets, libros y revistas reemplazan a eventuales congéneres.La rutina que adopté en razón de la cuarentena la varío en ocasiones por pocos imprevistos: por una oferta televisiva atractiva, por una interconexión grupal de whattsApp. Por fuerza de las circunstancias aprendí a desarrollar una hoja de ruta que me deja acelerar sicológicamente el paquidérmico andar del reloj, instrumento de síquica tortura en la obligatoriedad del enclaustramiento. Ahora le encuentro las bondades que conlleva, sin la resistencia que le tuve en principio.Lea también: Nostálgica nota sobre los estadios de fútbolPasadas las cinco de la mañana sigo con cartuja rigurosidad encendiendo el móvil. Revisar mensajes de todo tipo es norma básica, no como consecuencia de la viral temporada, sino en razón de mi oficio. Algunos memes me ponen a botar corriente filosófica, otros me disgustan por mofarse del dolor ajeno. Media hora después de la rutinaria apertura del día a día estoy frente a la pantalla del computador de escritorio, desde hace lustros mi principal herramienta de trabajo, de negocios, de cultura general, de relax, de interacción. Mi amigo fiel, dirán algunos, añorando su Renault 4. Con frecuencia suelo preguntarme cómo podría vivir sin este socio, dispuesto a acompañarme pese a lo impropio de la hora en que puedo recurrir a él. Es la misma pregunta que me hago al minimizar la necesidad de la cada vez más obsoleta telefonía fija y tengo cerca un celular disponible. O silencioso, si así lo quiero.Como inicio de la jornada rutinaria, dos diarios de lectura física cotidiana me copan alrededor de una hora. En el repaso minucioso de ellos tuve oportunidad de toparme por estas fechas con las crónicas de Alejandro Mercado y Memo Ánjel en El Tiempo sobre cómo se aislaron para reducir la inminencia del contagio del COVID19. Otras de personajes casi anónimos o de puntual reconocimiento igual relatan el día a día por esta contingencia universal.Al concluir el mecánico ejercicio físicomental me dispongo al primer golpe gastronómico, a un texto entreabierto o aún preservado por celofán, a un cuaderno de notas. ¡Y pa´l televisor!, en busca de alguna película para repetir junto a mi esposa, si hay en la parrilla alguna de aquellas que nos gustaron en la pantalla grande. O para ver por primera vez. O para seguir ciertas sagas, ahora en la programación de operadores televisivos sin odiosas cláusulas de obligatorio cumplimiento. Alrededor de las diez de la mañana hacemos unos ejercicios domésticos, recorremos escaleras del edificio donde vivimos o caminamos por calles aledañas a nuestro lugar de residencia.El resto de la jornada calendaria pasa lenta o veloz, de consuno con los eventos que incluya. A las ocho de la noche, en una ventana o en el balcón, aún aplaudimos a médicos, auxiliares, bomberos, conserjes y personas que evidencian el acatamiento al juramento hipocrático, sus cualidades solidarias, su responsabilidad ocupacional. Cosa de dos o tres minutos. Después, las horas se suceden igual de lunes a domingo, hasta casi la medianoche, cuando apagamos por unas horas las luces multicolores de la caja mágica que se ha convertido durante esta pandemia nuestro gran aliado existencial.Textos que esperaban en anaqueles hasta sentirse al fin escudriñados, botellas de vino ansiosas de que las sacase de inventario, esculque de apolillados recortes de prensa esculque de apolillados recortes de prensa yálbumes fotográficos apolillados sonpruebas irrefutables de que el ocio improductivo es cosa de ociosos*rpclarin@une.net.co
Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.En los estadios de fútbol solíamos coincidir amigos de ocasión, de esa ocasión que ellos propiciaban. Adentro o en sus alrededores teníamos el sagrado compromiso de encontrarnos cada vez que el equipo de nuestras simpatías enfrentaba a otro, independientemente de cual fuese su postín. Sin que ello originase una batalla campal. Una guerra binacional. Una trifulca de montescos y capuletos. Éso que Borges criticó y tantas veces sostuvo que fue esa la razón por la cual perdió su interés por este deporte, al tiempo que le reconoció su paternidad a los ingleses, pueblo que admiró, entre otras cosas, por el aporte de Shakespeare a la cultura universal.Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.Los estadios de fútbol fueron un lugar en donde inexistían barreras socioeconómicas, religiosas, políticas, cronológicas. En ellos, es grato recordar, se camuflaba gente de cienmil raleas que retrata con ironía y sabiduría Joan Manuel Serrat en su Fiesta catalana, jolgorio idéntico a los que celebran miles de ciudades en el mundo entero, porque en el mundo entero los privilegados suelen hacer alardes de bonhomía en medio del carnaval, pero tan rápido como pasa el bullicio de temporada regresan el señor cura a sus misas y el avaro a las divisas.Solitarios empedernidos, parejas de enamorados, gays entonces ávidos de emancipación, vacas sagradas de la economía parroquial, empresarios, políticos zurdos, moderados o fachos que por horas olvidaban sus prédicas habituales, ejecutivos, exitosos profesionales independientes, modestos empleados y miles de obreros abrigados con el común denominador de su anonimato, todo este variopinto surtido de aficionados constituía la gran piña que daba color y sabor a los estadios de fútbol cuando en sus gramados había un balón en movimiento. A nadie se pordebajiaba.Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.De cuenta de los estadios de fútbol, la obreriada de que hablase Luis Vidales introdujo un nuevo ítem a su canasta familiar. Hubo quienes optaron por prescindir de algún artículo básico e incluyeron a cambio, como elemento constitutivo de su dieta emocional, la boleta para los partidos futboleros finisemanales. Casos existían en que la carencia crecía en la misma proporción que la satisfacción paterna por llevar al estadio a un hijo mozalbete a quien buscaba inocularle desde temprana edad el virus futbolero.En los estadios de fútbol, ahora es triste recordarlo, se fundían en abrazos celebratorios ricos y pobres, viejos y jóvenes, muchachas coquetas llenas de atributos físicos y otras nerdas, que encontraban un solaz en la cita vespertina dominical para suspender de manera momentánea su concentración estudiantil, mediante la cual aspiraban a escalar peldaños en la sociedad todavía machista que comenzaba a aceptar proclamas feministas emanadas del mayo francés de 1.968.Esta radiografía bien la identificarán quienes conocieron los estadios Libertadores y San Fernando. En menor escala se hizo recurrente durante los años cincuenta, sesenta y setenta alrededor de canchas de fútbol de esas empresas de la Antioquia industrial que existió en Medellín, Envigado, Itagüí y Bello con grandes factorías como las de Coltejer, Fabricato, Tejicóndor, Vicuña, Everfit-Indulana, Pilsen, Peldar, Haceb, Simesa, Sulfácidos. La radiografía aquí expuesta por experiencia propia es la del Atanasio Girardot en el decenio del siete cero que incluyó dos canchas aledañas a la principal, las Marte uno y dos, que llevaban aficionados sábados y domingos de cuenta de equipos calificados de segunda, pero que presentaban espectáculo de primera.Habrá defensores de oficio de prebendas estatales al fútbol que sostengan que esta realidad sigue vigente. ¡Jamás! Hoy da pánico ir a un estadio de fútbol. Caminar por sus alrededores antes, en o después de los partidos que allí se juegan se volvió riesgoso. Y ese consustancial riesgo existe en otras zonas de la ciudad a donde se trasladó el fanatismo que ahora rodea esta actividad que dejó de ser aglutinante ciudadano para volverse germen de grescas barriales y pueblerinas. Por eso, si hoy se quiere platicar sin temor a enemistades la religión, la política y el fútbol deben ser temas vedados.Incubado en dos lustros precedentes de cuenta de la tal bonanza marimbera, en el decenio setentario llegó para quedarse a nuestro país un virus fatal que se irrigó camaleónicamente por urbes capitales y por ciudades intermedias, después de permear actividades macroeconómicas como la inmobiliaria y la ganadera. Con el contrabando, otra secuela suya directa. Con las funestas implicaciones que tiene en la generación de empleo formal por la destrucción de industria que conlleva.¡El fútbol no podía ser la excepción! ¡Maldita sea!Al balompié colombiano llegaron nuevos capitales provenientes de la naciente economía del narcotráfico. Irrumpieron a título individual o mayoritario nuevos propietarios de antológicos equipos. Se encarecieron las contrataciones de jugadores, como hábil maniobra para el lavado de dineros ilícitos. Comenzaron a darse unos salarios astronómicos para los jugadores más populares, no siempre los mejores. Se gestaron grupos de hinchas con perversas intenciones. El cáncer creció. Hizo tantos estragos que sus consecuencias persisten, así haya tímidas decisiones de Estado que consiguen paliarlo a medias.El advenimiento de dineros bien habidos a la industria del espectáculo futbolero, como viene sucediendo en los últimos años, y la consecuente democratización de los clubes, ahora más que nunca, deben protegerse y auparse. Para que se retome la senda de aquello que fue el fútbol: una de las mejores formas de eliminar barreras, de integrar la célula familiar, de poner a vibrar a Colombia con un solo corazón.Que los estadios de fútbol vuelvan a ser lo que antes fueron, porque los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.