Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.
Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.
En los estadios de fútbol solíamos coincidir amigos de ocasión, de esa ocasión que ellos propiciaban. Adentro o en sus alrededores teníamos el sagrado compromiso de encontrarnos cada vez que el equipo de nuestras simpatías enfrentaba a otro, independientemente de cual fuese su postín. Sin que ello originase una batalla campal. Una guerra binacional. Una trifulca de montescos y capuletos. Éso que Borges criticó y tantas veces sostuvo que fue esa la razón por la cual perdió su interés por este deporte, al tiempo que le reconoció su paternidad a los ingleses, pueblo que admiró, entre otras cosas, por el aporte de Shakespeare a la cultura universal.
Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.
Los estadios de fútbol fueron un lugar en donde inexistían barreras socioeconómicas, religiosas, políticas, cronológicas. En ellos, es grato recordar, se camuflaba gente de cienmil raleas que retrata con ironía y sabiduría Joan Manuel Serrat en su Fiesta catalana, jolgorio idéntico a los que celebran miles de ciudades en el mundo entero, porque en el mundo entero los privilegados suelen hacer alardes de bonhomía en medio del carnaval, pero tan rápido como pasa el bullicio de temporada regresan el señor cura a sus misas y el avaro a las divisas.
Solitarios empedernidos, parejas de enamorados, gays entonces ávidos de emancipación, vacas sagradas de la economía parroquial, empresarios, políticos zurdos, moderados o fachos que por horas olvidaban sus prédicas habituales, ejecutivos, exitosos profesionales independientes, modestos empleados y miles de obreros abrigados con el común denominador de su anonimato, todo este variopinto surtido de aficionados constituía la gran piña que daba color y sabor a los estadios de fútbol cuando en sus gramados había un balón en movimiento. A nadie se pordebajiaba.
Los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.
De cuenta de los estadios de fútbol, la obreriada de que hablase Luis Vidales introdujo un nuevo ítem a su canasta familiar. Hubo quienes optaron por prescindir de algún artículo básico e incluyeron a cambio, como elemento constitutivo de su dieta emocional, la boleta para los partidos futboleros finisemanales. Casos existían en que la carencia crecía en la misma proporción que la satisfacción paterna por llevar al estadio a un hijo mozalbete a quien buscaba inocularle desde temprana edad el virus futbolero.
En los estadios de fútbol, ahora es triste recordarlo, se fundían en abrazos celebratorios ricos y pobres, viejos y jóvenes, muchachas coquetas llenas de atributos físicos y otras nerdas, que encontraban un solaz en la cita vespertina dominical para suspender de manera momentánea su concentración estudiantil, mediante la cual aspiraban a escalar peldaños en la sociedad todavía machista que comenzaba a aceptar proclamas feministas emanadas del mayo francés de 1.968.
Esta radiografía bien la identificarán quienes conocieron los estadios Libertadores y San Fernando. En menor escala se hizo recurrente durante los años cincuenta, sesenta y setenta alrededor de canchas de fútbol de esas empresas de la Antioquia industrial que existió en Medellín, Envigado, Itagüí y Bello con grandes factorías como las de Coltejer, Fabricato, Tejicóndor, Vicuña, Everfit-Indulana, Pilsen, Peldar, Haceb, Simesa, Sulfácidos. La radiografía aquí expuesta por experiencia propia es la del Atanasio Girardot en el decenio del siete cero que incluyó dos canchas aledañas a la principal, las Marte uno y dos, que llevaban aficionados sábados y domingos de cuenta de equipos calificados de segunda, pero que presentaban espectáculo de primera.
Habrá defensores de oficio de prebendas estatales al fútbol que sostengan que esta realidad sigue vigente. ¡Jamás! Hoy da pánico ir a un estadio de fútbol. Caminar por sus alrededores antes, en o después de los partidos que allí se juegan se volvió riesgoso. Y ese consustancial riesgo existe en otras zonas de la ciudad a donde se trasladó el fanatismo que ahora rodea esta actividad que dejó de ser aglutinante ciudadano para volverse germen de grescas barriales y pueblerinas. Por eso, si hoy se quiere platicar sin temor a enemistades la religión, la política y el fútbol deben ser temas vedados.
Incubado en dos lustros precedentes de cuenta de la tal bonanza marimbera, en el decenio setentario llegó para quedarse a nuestro país un virus fatal que se irrigó camaleónicamente por urbes capitales y por ciudades intermedias, después de permear actividades macroeconómicas como la inmobiliaria y la ganadera. Con el contrabando, otra secuela suya directa. Con las funestas implicaciones que tiene en la generación de empleo formal por la destrucción de industria que conlleva.
¡El fútbol no podía ser la excepción! ¡Maldita sea!
Al balompié colombiano llegaron nuevos capitales provenientes de la naciente economía del narcotráfico. Irrumpieron a título individual o mayoritario nuevos propietarios de antológicos equipos. Se encarecieron las contrataciones de jugadores, como hábil maniobra para el lavado de dineros ilícitos. Comenzaron a darse unos salarios astronómicos para los jugadores más populares, no siempre los mejores. Se gestaron grupos de hinchas con perversas intenciones. El cáncer creció. Hizo tantos estragos que sus consecuencias persisten, así haya tímidas decisiones de Estado que consiguen paliarlo a medias.
El advenimiento de dineros bien habidos a la industria del espectáculo futbolero, como viene sucediendo en los últimos años, y la consecuente democratización de los clubes, ahora más que nunca, deben protegerse y auparse. Para que se retome la senda de aquello que fue el fútbol: una de las mejores formas de eliminar barreras, de integrar la célula familiar, de poner a vibrar a Colombia con un solo corazón.
Que los estadios de fútbol vuelvan a ser lo que antes fueron, porque los estadios de fútbol, duele decirlo, dejaron de ser lo que antes fueron.