Las movilizaciones recobraron la preeminencia perdida de los acuerdos de paz.
Es necesario bosquejar una especie de balance que permita visualizar cómo se están implementando los acuerdos de paz entre el Gobierno Nacional y las desmovilizadas Farc, porque a estas alturas ya se debería disponer de resultados tangibles que nos permitan señalar con precisión si existe o no un compromiso real con la negociación que sirvió de base para poner fin a más de 50 años de conflicto armado en el país.
Vale decir, como preámbulo a esta evaluación, que la campaña presidencial que llevó a Iván Duque al poder se fundamentó en el sambenito de profundizar temores, como aquél de que el castrochavismo se impondría en Colombia, y que se había hecho concesiones a las Farc a cambio de nada. Copia fiel de la estrategia utilizada en el plebiscito, cuando ganó un rechazo airado a los acuerdos, según lo reconoció el connotado dirigente del C. D. Juan Carlos Vélez: “Logramos que la gente saliera verraca a votar”, a partir de un robusto catálogo de argumentos falsos.
Por esa razón los primeros meses de gobierno Duque estuvieron dedicados a frenar la implementación de los acuerdos de paz y -en lo posible- a desmontar los avances de la administración anterior en ese propósito. Hasta el propio Comisionado de Paz, cuyo cargo todavía no se entiende en la práctica, dirigió sus esfuerzos a defender la tesis de que esta administración no estaba comprometida con dichos acuerdos porque fueron firmados por otro gobierno, para negarles así su carácter estatal y de paso faltar a la responsabilidad asumida con la comunidad internacional.
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La persecución que se montó contra los acuerdos tuvo, entre otros, los siguientes capítulos: la pretensión de desmontar la JEP, al inicio con un intento de asfixia presupuestal y luego con un proyecto de ley para privarla de su razón de ser, batalla por suerte perdida en el Congreso de la República. Luego se hizo evidente la dilación al proceso de reincorporación, como queriendo dejar que fueran los propios excombatientes los que definieran el futuro del proceso; Menos mal que el consejero presidencial Emilio Archila y la Agencia para la Reincorporación Nacional evitaron su hundimiento, pero la tardanza ambientó el surgimiento de algunas disidencias y sembró el temor sobre su futuro en muchos excombatientes.
Esta actitud gubernamental también tuvo impacto sobre los territorios que abandonaron las antiguas Farc y ocuparon sus disidencias y otros grupos ilegales que se adelantaron a la propia institucionalidad. Se propició entonces la reactivación del conflicto armado, el aumento del contrabando de armas y el surgimiento de nuevos corredores de movilidad para el trasiego de drogas de uso ilícito y el incremento de las rentas ilegales. Pero debo señalar que en la estrategia de los Espacios Territoriales de Capacitación y Reincorporación -ETRC- también se equivocaron las Farc, al desdeñar las experiencias que arrojaron los procesos de negociación de los años 1990 y 19991. En evidencia, un Estado débil para garantizar la seguridad y funcionamiento de estos mecanismos.
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A estas alturas la tarea de concretar las leyes que materializan gran parte del acuerdo de paz está paralizada: el problema agrario sigue sin apoyo legislativo ni trámite de nuevos proyectos, con excepción de la Ley de Tierras que presentó el gobierno Santos. Aún no se implementan las 16 curules para las víctimas, a pesar de que La Procuraduría sostiene que es ley aprobada, y que solo falta la firma del presidente para su entrada en vigor. Los nuevos escenarios y procedimientos para la participación política se redujeron a la presencia de los delegados del partido Farc en el parlamento; de resto, los componentes de la negociación quedaron en el aire. Tampoco se concreta un sistema efectivo que dé seguridad a los excombatientes, y los más de 170 asesinados gritan la gran infamia que configura este descuido. El mismo que está llevando al exterminio de líderes sociales en todo el país, mientras que la poca gestión del Gobierno no garantiza que cese este baño de sangre que nos recuerda el exterminio de la Unión Patriótica, de los defensores de DD HH y del Frente Popular durante la presidencia de Belisario Betancur y siguientes.
Se habla de numerosas hectáreas de cultivos ilícitos erradicadas por el gobierno, mientras urge implementar la fumigación masiva, incumpliendo tanto los acuerdos firmados como los compromisos de campaña. La realidad es que la resiembra se encuentra en un 60 %, sin ilusión de que haya exigencia a otros gobiernos, especialmente al de los EE. UU., para desatar una lucha frontal contra la demanda interna de drogas.
De otro lado, se insiste en imponer el método del fracking para la explotación de algunos recursos naturales, con consecuencias nefastas sobre las reservas de agua, originando serias consecuencias de contaminación y riesgo ambiental. Otra manera de incumplir con los acuerdos de paz y los compromisos de campaña electoral.
Y qué decir de las víctimas del conflicto armado: no llegan al millón las que han accedido al sistema integral de verdad, justicia, reparación y no repetición, cuando son más de ocho millones los colombianos víctimas del conflicto armado, incluidas las del paramilitarismo. Pero se está ambientando el pretexto de la carencia de recursos económicos, mientras se abren fosas que sacan a flote el horror que connotan los falsos positivos y la responsabilidad del Estado en esta práctica, impulsada por una doctrina de seguridad democrática de ingrata recordación. He aquí por qué le temen a la verdad que pueda establecer la JEP y a sus decisiones. Se les olvida que tanto la comunidad internacional como los tribunales que se ocupan de los delitos de lesa humanidad están a la expectativa de que éstos se esclarezcan plenamente.
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Con las cortinas de humo de sacar del poder al dictador Nicolás Maduro y su camarilla, el gobierno Duque quiso atenuar estas realidades, pero le han hecho recordar que aquí suceden cosas peores, y que sus equívocos en materia internacional le han hecho perder credibilidad con el gobierno cubano, gran aliado en la búsqueda de la paz, juntamente con otros países garantes de dichos acuerdos.
Hasta aquí este apretado balance, formulado con la ilusión de que el Gobierno rectifique el rumbo y entienda que el gran logro que han tenido los colombianos sigue siendo la paz, con todas sus dificultades. Es claro que la fuerza para lograr las reconciliación está en las manos de los ciudadanos que, con las movilizaciones al calor del paro nacional, en buena hora le han restablecido al tema de los acuerdos de paz el lugar de preeminencia que le corresponde en la agenda nacional. En la ciudadanía organizada recaerá la decisión de lograr que este gobierno no nos devuelva al pasado de incertidumbre, miedo y muerte que caracterizó el conflicto armado.