Por omisión o por desidia, las autoridades dejaron crecer el fenómeno del desorden de los motociclistas. Poco a poco fueron ganando terreno con prácticas invasivas, agresivas y desconocedoras de toda norma
Se ha dicho que Colombia es un país de leyes y digamos que también de normas y de códigos. Puede que todo esté escrito, pero no se cumple, no se aplica, no se respeta. En un estudio de la Universidad Javeriana (UJ) se revela que entre 2000 y 2014 se presentaron en Colombia 28.000 muertes por accidentes de tránsito donde estaban involucrados los motociclistas. Más que todo hombres entre 20 y 24 años. Refiere que el volumen de ventas de motos pasó de 1’200 a 5’440, o sea un incremento del 453% en el período del estudio. Y que Antioquia ocupa el primer puesto en esta mortandad con el 17% de todo el país. (El País 1/2/2016). Cifras recientes revelan que en el Valle de Aburrá circulan 900.000 motos, que representan el 60% del parque automotor. Que han atropellado a 1.934 peatones y que, dentro de las víctimas mortales en siniestros motociclísticos, el 44,8% fueron conductores o parrilleros. (El Colombiano 3/10/19).
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Todos entendemos que la moto es una opción de transporte para gran parte de la población por varios motivos: facilidad de pago, ascenso social, versatilidad para la movilidad, fácil consecución de la licencia de conducción, bajo costo con respecto al automóvil, pésimo servicio de transporte público, campañas engañosas para atraer a los compradores, razones para que la decisión de compra se incline hacia la adquisición de una motocicleta. Por omisión o por desidia, las autoridades dejaron crecer el fenómeno del desorden de los motociclistas. Poco a poco fueron ganando terreno con prácticas invasivas, agresivas y desconocedoras de toda norma. Hoy es un monstruo que se salió de las manos y con el cual el resto de ciudadanos debemos convivir a la defensiva. Todo empezó desde que se toleró su circulación por “ningún carril”. Al no haber sanciones oportunas, se generalizó la modalidad de circular por entre los automóviles, llegando al absurdo de que hoy los policías y agentes de tránsito que se movilizan en motos, también lo hacen.
Pero no fue solo eso: los motociclistas hacen maravillas en sus motos, hacen piques, transitan en contravía, andan sin luces, tapan las placas para no ser identificados, en ciertos barrios no usan casco (porque las bandas no lo permiten), no corren sino que vuelan, insultan, atropellan, agreden, transportan cargas que superan sus capacidades, cargan menores de edad, a veces se ven 3 y hasta 4 personas sobre una moto, llevan mascotas, no respetan semáforos; para ahorrar distancia se pasan por los separadores, zigzaguean agresivamente entre carriles, marchan por los andenes y utilizan las ciclorrutas u ocupan las cebras. A otro nivel: retiran los silenciadores (para alimentar su ego), no utilizan cascos o chalecos de norma; si colisionan con un carro, es muy posible que no reconozcan su culpabilidad y que hasta se escapen sin resolver el asunto.
Valga reconocer que hay algunos conductores de motocicletas que se comportan con mesura y cumplen las normas, pero los que infringen la normatividad son una gran mayoría. Y hay un agravante, este comportamiento siniestro lo están copiando los conductores de automóviles tanto particulares como taxistas, convirtiendo a las ciudades en auténticos campos de batalla donde, además de ellos, caen víctimas peatones y otros motociclistas. El mencionado estudio pone de manifiesto, con cifras, el tamaño de la encrucijada en que se encuentra la sociedad colombiana ante unas autoridades de tránsito totalmente permisivas y ajenas a sus obligaciones. Si, como lo expresa la UJ, el número de muertes ocasionadas por estos locos sobre dos ruedas supera al de las producidas por la barbarie que produjo la guerra de los últimos cincuenta años, estamos frente a una masacre escalonada y sin fin. Pero no nos engañemos, los únicos responsables no son los motociclistas, ellos son el resultado de una maligna fusión entre verraquera, eficiencia, machismo, desidia oficial (porque el código de tránsito existe pero no se observa), corrupción de las autoridades, exigencias de los empleadores e indiferencia ciudadana.
Requerimos de programas de educación ciudadana, orden en las oficinas de tránsito, suspender la licencia a los reincidentes, cortapisas a las ventas de motocicletas (donde con la primera cuota regalan el pase), sanciones a quienes retiren el silenciador (porque el ruido también es violencia y polución), terminar con la nefasta modalidad de “su pizza en 15 minutos” que se generalizó para toda la mensajería en moto, llegando al culmen con los “Rappi”, aplicar las fotomultas hasta decomisar el vehículo. Exigir a las ensambladoras: la instalación de luces permanentes (para que sean visibles), dotarlas de sistema antibloqueo de ruedas (para mejorar el frenado) y rebajar la potencia para aminorar la velocidad. Además, políticas públicas para educar y formar clubes que concienticen a los usuarios, a los ciudadanos y comprometan a los gobernantes en un pacto por la seguridad vial, que enfatice en la aplicación del código de tránsito. Solo no puede nadie frente al tamaño del reto.