Un Paraíso abierto, sin frontera, de entrada libre, sin temor ni castigo, no es un Paraíso. Toni Morrison. Paraíso.
Se dice que después de la muerte sigue la eternidad. Si esto es cierto, ya nadie podrá volver a nacer o a resucitar, D’s deja de existir y en ese estar eterno, sin límites ni tiempo, cada cual carga con lo suyo. Y lo propio nuestro, lo construido y destruido mientras estamos vivos, fue buscar el Paraíso; para los creyentes un lugar con ángeles y aguas frescas (los musulmanes incluyen huríes, muchachas de amplias caderas y senos generosos), para los ateos o indiferentes, un sitio con más avisos de prohibido esto y aquello, cuando no un infierno que abre y cierra puertas. Sea como sea, el Paraíso es una palabra terrestre y lo que pensemos de él tiene que ver con la naturaleza, nosotros, animales imaginarios y posibilidades de descanso. Y aquí está el problema: la palabra posibilidad no es ninguna certeza: es un albur, un azar. Mi mamá, antes de morir, dijo: rezar no vale la pena. Luego cerró los ojos y se fue. Como le gustaba viajar en barco, quizá tomó uno, levantó la mano para despedirse y después fue al mar eterno, del que no sabemos si contiene piratas, cartógrafos, mapas de marear, tesoros, puertos libertarios, sirenas, tritones y nereidas. Lo que sea que tenga, debe ser siempre un horizonte, un cielo como el de Vincent Willem Van Gogh, una infinidad de estrellas, miles de cometas y peces desconocidos que saltan sobre el agua y, al hacerlo, son pájaros.
El Paraíso es un deseo. Y en el alma (esté ella en la glándula pineal, como decía René Descartes o sea el Entendimiento, como bien explica Baruj Spinoza) están los deseos. Y como deseo y ansia, lo buscamos pasando por toda clase de estados precarios. Es que deseamos lo que no tenemos, lo que no causa dolor ni nos hastía, lo que no asusta ni exige responsabilidades (como sería esa felicidad que tanto pregonan y ahora venden en cursos). Y si en el alma-entendimiento están los deseos, también están los contra-deseos. Si no fuera así, no sabríamos que estamos deseando. Para buscar la alegría habría que pasar por estados de tristeza, violencia, exclusión, castigo, detención, envidia, codicia, rencor, demencia y delirio. Ese camino lo explica Dante Alighieri en su Comedia, poema en dialecto toscano, al que otros le agregaron la palabra Divina. Todo comienza en el infierno (la mayoría de los pecados y las penas que sufrimos están en el séptimo círculo), atraviesa el purgatorio y llega al cielo, sin que se explique muy bien qué sea el Paraíso ni los goces que se pudieran lograr al lado de Beatrice. Quizá el deseo se extienda sin remedio alguno para la satisfacción. John Milton, en su Paraíso perdido, dedica más espacio a los saltos y caídas, golpes y sustos del infierno cotidiano y para ella crea Pandemonium, una ciudad donde todos los demonios están reunidos para goce y escarnio del pecado. Y del Paraíso habla poco, pues creando muchos, estos han terminado en poder de los diablos. En los Paraísos Artificiales, Charles Baudelaire, se hunde más en sus flores del mal, el spleen y los mundos deseados, que al final son los que nos destruyen. A mediados del XX, los nazis presentaban a la Cruz Roja Internacional el campo de concentración de Theresienstadt (en Checoslovaquia) como un Paraíso para los judíos. Era una propaganda siniestra, burlona, cínica e infernal. Allí, supuestamente no pasaba nada, aunque pasaba lo peor.
El desbarate de la libertad
Liberarse de la esclavitud es entrar en otras esclavitudes. Suelta la cadena y lograda la esperanza, perdida la adaptación y alcanzada la igualdad (al menos teórica), aparecen las desesperanzas, pero no de inmediato sino a partir de la construcción del Paraíso que, desde la misma Biblia, no es una libertad sino un espacio de obediencia. En Beloved, que fue premio Pulitzer de ficción en 1988, Toni Morrison, se plantea el problema de la libertad, del cambio de identidad y de los nuevos deberes y espacios para ser habitados. Esta novela, ambientada en los tiempos posteriores a la guerra de Secesión de los Estados Unidos, los esclavos liberados comenzaron a vivir otros ambientes, se sintieron pobres y excluidos y algunos hasta añoraron las pocas comodidades de la esclavitud, la vida en la cocina y los sembrados de algodón, su inteligencia para engañar a los amos y la aventura de los aprendizajes al escondido. El liberado, ya en un espacio ajeno, se convertía en una persona fragmentada, en un artífice de su futuro y en un tomador de decisiones. Y en este ambiente de libertad, que algunos tomaron como libertinaje, se miraron con recelo, acapararon, denunciaron y, como en la conquista del Oeste, también salieron en busca de tierras, en predios de los indios.
A Morrison fue otorgada la Medalla Presidencial de La Libertad en 2012 por el entonces presidente Barack Obama, quien ha constantemente expresado profunda admiración por la autora.
Pero en Beloved, lo que manifiesta esta escritora norteamericana, de origen africano, es el impacto sicológico de la libertad. ¿Si antes era esto, ahora qué soy siendo otro? ¿Qué me espera si soy libre e igual en derechos, pero identificable por color de piel y pasado? ¿Qué me darán, qué me quitarán? La libertad siempre es una pregunta que se mueve entre lo legal y lo real. Es un impacto, algo como un golpe que entra en el estómago y me obliga a soltar lo que tengo adentro. Y luego, ya es una pelea de boxeo en la que gana el que salta, esquiva, da golpes seguidos y evita caer contra las cuerdas o en la lona, mientras los demás apuestan y gritan. Albert Camus, viendo una pelea de box en Orán, hizo una crónica sobre lo que significa el delirio. Algo similar, usando las voces de los nuevos rusos, hizo Svetlana Aleksiévich en El fin del “Homo sovieticus”. La libertad nos asusta y nos esclaviza de nuevos asuntos, entre ellos el tiempo, el dinero y el miedo a morirnos. O nos auto-esclaviza, como dice Byung Chul-Han, para alcanzar ideas falsas sin llegar a ningún Paraíso.
El psicoanalista judeo-alemán, Erich Fromm, escribió El miedo a la libertad, donde dice que la libertad causa más displacer que placer, más sustos que tranquilidad. Y en este miedo a ser libres nos vendemos a otros, nos volvemos autoritarios y nos sometemos a órdenes, ejercemos el sadismo y el masoquismo, buscamos culpables y nos diseñamos paraísos para encerrarnos y excluir a otros, a esos que nos dan miedo. Y ese temor se vuelve un mundo de violencia moral y sevicia, racismo y fanatismo, locura y degeneración, oscuridad y persecución en Paraíso, la novela de Toni Morrison, escrita a los 76 años (en 1997), cuando ya uno dice lo que quiere para morir en paz y sin demonios que lo tienten. Un Paraíso terrible y enloquecido, mediado por la religión, la cuestión del otro y el mantener el miedo como estrategia para que haya un cierto orden general que desordena en particular. Toni Morrison, que ganó el Premio Nobel de literatura en 1993, ya antes había escrito La canción de Salomón y Jazz (una historia con el retrato de una muerta apuñalada), en las que narraba infiernos varios, en el campo y los locos años 20 en Nueva York, en las que con una profundidad mayor que la de William Faulkner (que para muchos es un racista) y más celeridad que Chester Himes (el novelista negro de Harlem), narra los ambientes que se viven entre los descendientes de esclavos y lo que han hecho con su libertad y a lo que esta les ha llevado en asuntos de odios, envidias, lujurias, codicias y refugios en dioses que los traicionan. Y en esos espacios de la marginación y el machismo (iguales a tantos de los blancos, que en lo peor todos somos iguales), de las mujeres que lo sufren y lo saben todo, la señora Morrison prepara su gran novela, la que lo toca cada cosa sin dejar resquicio por mirar: Paraíso, que comienza con estas tres frases: “Disparan primero contra la chica blanca. Con las demás pueden tomarse el tiempo que quieran. Ahí no hace falta que se den prisa”. Y donde un aviso de periódico que ofrece tierras para crear paraísos, que aparece en el preámbulo, dice: si no tiene nada, no venga. La advertencia era clara: “venir preparados o no vengáis”. Bueno, una manera de ejercer la libertad.
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El Paraíso de Toni Morrison
En Oklahoma, en tierras lejanas, aparece un pueblo llamado Ruby, a 27 kilómetros de un convento que ya no tiene monjas. Ruby está a más de cien kilómetros de cualquier otra ciudad y quienes viven allí creen en D’s, descienden de esclavos y llevan una vida simple, regida por tres iglesias protestantes. Como en las ciudades del sol, nacidas de la utopía de Tommaso Campanella, los habitantes trabajan cada uno en lo suyo y para beneficio de la comunidad, duermen tranquilos, hacen vida social en las tardes, se alegran con poco, su sexualidad es para procrear y los domingos lucen sus mejores trajes para ir al servicio religioso. Si les tomaran una foto, nunca un ser humano se hubiera mostrado tan digno de la creación. Y como todos se parecen, el racismo es mínimo (de vez en cuando contra algún mulato y más como chanza). D’s los acompaña, diría algún creyente. Pero que exista un lugar así le gusta poco al diablo, que crece donde menos se espera y, en estos casos (cuando nace de una supuesta pureza), con bríos y mucha sangre caliente. Como en La destrucción de Kreshev, el cuento largo de Isaac Bashevis Singer, el demonio gusta de lugares en paz para desordenarlos. Y sabe que lo primero que debe hacer es justificar un crimen. Un crimen justificado, de esos que D’s y la moral ordenan, que se apoya en alguna vieja teoría biológica o en algún sumario antiguo, pone en marcha a los que se consideran buenos contra aquellos que tienen como malos. Si alguien se vuelve como un animal, puede matarse, decía Tomás de Aquino.
En el convento cerca de Ruby (a esos 27 kilómetros), los pastores de las iglesias se enteran que allí habitan cuatro mujeres. Y que es por ellas y sus pecados que han llegado enfermedades, las cosechas no han resultado buenas, los climas están cambiando, las cosas valen más y han nacido muchachitos con problemas (la endogamia es una palabra que no aceptan). Así, nombran a nueve hombres para ir a extirpar la razón del mal. Y en este punto, la novela de Toni Morrison se vuelve una denuncia contra el machismo, la sexualidad como uso del otro (la cosificación del placer), las familias que se enfrentan, el miedo continuado, las envidias cotidianas, las cadenas que impone el consumo, los rencores agudos, las vidas trágicas. A través de cuadros (cada personaje tuvo un Paraíso y lo perdió), la autora lee una época (quizá hoy mismo), en la que el racismo y el clasismo, la sumisión y el fanatismo, la ignorancia y las ansias de poder están en cada personaje, en especial de los justicieros que, conocedores de hasta qué punto llega el pecado, van a superarlo en nombre de unas creencias, gustándolo primero.
En este Paraíso de Toni Morrison (Chloe Ardelia Wofford), el deseo se convierte en tragedia y ésta en infierno. Y de ese Paraíso salen ángeles exterminadores, gentes que ejercen la culpa, sueños sin cumplir, hombres y mujeres que estaban escondidas, tabúes que ya son permisiones y todos los miedos que contiene el desear. Y si el Paraíso es un perdón, una libertad, este es una nueva esclavitud. Toni Morrison murió a los 88 años, nunca se consideró víctima y lo único que hizo fue verse libre y burlada por esa libertad. Por su propia libertad. Eso Pasó.