Lo que hagamos con la naturaleza, lo hacemos con nosotros.
Cuando matas una criatura, matas a Dios…
Isaac Bashevis Singer. El matarife.
Por encima de todo
De alguna leyenda o creencia (los hombres y las mujeres somos los únicos que tenemos la particularidad de crear estas cosas) nos viene el asunto de que somos superiores al resto de la naturaleza. Claro que esto no lo conciliamos con los animales ni a las plantas, al agua ni al aire. Simplemente nos nombramos racionales entre nosotros mismos, nos dimos un parecido con D’s (al que quizá también inventamos) y nos situamos en la más alta de las jerarquías, alegando que al poder hablar y escribir estábamos por encima de lo demás. Y con tal criterio (presuntos dueños de aquello que estaba ahí antes de que apareciéramos sobre la Tierra), determinamos qué hacer con la naturaleza, que es todo aquello que nos sostiene y no sabemos hacer.
La filosofía presocrática se interesó en la phisis (los contenidos del mundo), pero a partir de Sócrates todo empezó a girar en torno al hombre y el eso (lo que nos rodeaba) comenzó a existir para usarlo a nuestra medida, determinarlo y definirlo según nuestra condición de cazadores y recolectores, agricultores y ganaderos, extractores y fundidores, gente armada y comerciantes. Y esto no está tan mal, a fin de cuentas, como cualquier animal, nos situamos en un espacio y, desde ahí, comenzamos a mirarnos y a mirar lo de afuera para asegurar la vida del grupo. Y en calidad de nosotros (no se pensó en las demás especies, salvo para usarlas), optamos por sostenernos en relación de superioridad con lo demás y la naturaleza se convirtió en una bodega de la que extraer sin hacerse muchas preguntas: si eso estaba ahí, era nuestro. Y lo que antes había sostenido Pitágoras (el dolor es común a todos los seres vivos que se mueven), se dejó a un lado y, preocupados por nuestro ser, hacer, pensar y relacionar, solo nos interesamos en nuestro dolor y satisfacción.
Pero hoy en día, habitando un planeta casi moribundo, cuando los daños a la naturaleza se nos están viniendo encima (falta agua, el aire se enrarece, los campos se desertizan) y parece que, sin posibilidades de revertir el proceso, como los pitagóricos algunos volvemos a mirar a los seres vivos como parte de nosotros y sujetos de moral, es decir, lo que les pasa y hacemos con ellos nos sucede a nosotros. Y si hay conciencia (lo que nos mantendría vivos en orden), regresar a la biosfera, al concepto de ella como cadena de vida donde cada eslabón depende del otro, lograríamos evitar un final tan atroz como este que nos estamos construyendo, en el que ya no estaríamos por encima de nada sino girando enloquecidos en medio de una cloaca. Y no se trata de una distopía: basta salir a respirar el aire, ver lo que contiene el agua, examinar la carne de un animal, mirarnos a nosotros mismos.
Los animales
Una amiga que trabaja con mascotas me decía cómo sus dueños las están enloqueciendo, pues antes que respetarles su condición animal lo que buscan es humanizarlas con criterios de circo y consumo. Y ni qué decir de las industrias de cárnicos que matan animales en fila luego de haberlos tenido en condiciones terribles para luego darles, como dice Jenny Diski en su libro Lo que no sé de los animales, un aspecto que parece comida y que más que proteínas contiene antibióticos, químicos variados para dar color a la carne y, para colmo, se ofrecen en bolsas plásticas luego de estar refrigerados por mucho tiempo. Esto con relación a lo que vemos en los supermercados, sin habernos enterados de los previos para que ese jamón tan apetitoso esté ahí en exhibición.
Frédéric Lenoir, el filósofo, sociólogo e historiador de las religiones, francés, en su Carta abierta a los animales (y a los que no se creen superiores a ellos), hace un recorrido por el mundo de horrores por las que pasa un animal antes de llegar a la mesa troceado o en forma de embutidos, cuando no en ese producto farmacéutico que tomamos o nos untamos y que fue laboratizado con ellos en un suplicio permanente de ensayo-error. A esos animales los han destetado a destiempo, les han impedido el movimiento, los han inyectado con drogas que los mal engordan y luego los dirigen al matadero donde, a veces, ni los acaban de matar, sino que pasan medio vivos al sitio donde los trocean y los ponen en canal. Esto en el caso de vacas, ovejas, cabras, cerdos (de los que se ha descubierto que son más inteligentes que los perros), caballos, burros etc. En lo referente a los pollos y gallinas, el asunto es parecido. ¿Cuándo nos comemos un trozo de carne, qué ingerimos? En términos de moral, una tragedia planeada en términos de mercado y utilidades en dinero.
De los animales mamíferos y ovíparos sabemos que sufren cuando sienten dolor, que conocen la soledad y se estresan (Peter Drocher, Sobrevivir), que tienen una inteligencia práctica y heredan comportamientos cuando se encuentran en rebaño, que antes que comer buscan quien los quiera (Yuval Noah Harari, De animales a dioses), que consumen solo lo necesario y tienen capacidad de escogencia, y que, no sabiendo que se mueren, presienten el momento en que van a morir. En Las voces de Marrakesh, Elías Canetti cuenta la historia de un camello que llevan al matadero. El animal, que ha olido la sangre, se resiste, emite sonidos desgarradores, voltea la cabeza pidiendo ayuda, llora. Sabe lo que le pasará. Como igual pasa con los toros, a los que han visto llorar, así Hemingway escriba que la tauromaquia es un arte.
El problema que se plantea, entonces, es que matando animales de manera cruel, quitándoles su espacio y la posibilidad de vivir en la naturaleza para desarrollarse como ellos son, esa crueldad se traslada a nosotros y lo que hacemos con un animal que sufre es el preámbulo a lo que haremos con nosotros mismos (como ya se hizo en los campos de exterminio y en las caucheras, como ya se hace en múltiples prisiones, en las minas de diamantes de Rodesia y en el mundo de los esclavos de las minas de oro de Brasil), pues dañando una vida oyéndola mugir, balar, gruñir, relinchar, piar, cacarear etc., ya somos capaces de dañar otra, sordos a que esté gritando o llorando.
Siempre me ha llamado la atención de que los mamíferos y los ovíparos sean tan parecidos a nosotros: tienen dos ojos, dos fosas en la nariz, dos orejas (u oídos), una boca, una frente, cuatro miembros (excepto la serpiente), un hígado, dos riñones, un corazón, un intestino, un ano, una garganta etc. En términos de formación (y quizá de información) genética compartimos mucho con ellos. Y si todos venimos de una bacteria (un protozoo) que habitó el agua primitiva, tenemos mucha familiaridad con ellos. Y lo más familiar es el sufrimiento y la alegría, la comida y la seguridad que nos brindan los propios cuando estamos en rebaño.
El pintor Marc Chagall (Bielorrusia 1887- Francia 2985) dio a los animales que pintaba un lugar de igualdad al de los hombres. Otoño en el pueblo es ejemplo de ello.
¿Qué hacer entonces?
Los hombres y las mujeres, biológicamente, somos carnívoros. Esto lo demuestra la dentadura que tenemos: colmillos, molares fuertes traseros, incisivos. Y a diferencia a los rumiantes (que tienen cuatro estómagos para procesar la hierba), tenemos un sistema estomacal para digerir de todo (en este momento hasta minúsculas partículas de plástico). Ideológicamente, la cultura nos ha puesto por encima de los animales, a los que apenas si les admitimos formas simples de inteligencia, a pesar de las demostraciones en contra de este criterio que hizo Konrad Lorenz con su teoría del comportamiento animal en Hablaba con las bestias, los peces y los pájaros, o lo hacen libros más modernos como El ingenio de los pájaros, de Jenniffer Ackerman, o el de Jonathan Balcombe, El ingenio de los peces, en los que nos asombramos y aprendemos con lo que hacen las aves y los animales del agua. Frente a lo que saben hacer estos seres, apenas si somos principiantes.
Y si bien es claro que no vamos a pasar de la carne a solo los vegetales a causa de las denuncias, lo cierto es que debemos ir tomando conciencia sobre lo que estamos haciendo con los animales que consumimos o con los que trabajamos, admitiendo que ellos son seres vivos y hacen parte de la vida. Y que su dolor y angustia son también los mismos que nosotros sentimos. Frédéric Lenoir apunta a un mejor manejo de la naturaleza (a un manejo moral), lo que redundaría en un mejor manejo de nosotros, volviéndonos consumidores solo de lo necesario y en actitud de amistad (solidaridad) con la biosfera a la que todos pertenecemos. En la vida todos tenemos un papel. Y en ese papel nos hacemos bueno o malos, aprovechamos el estar vivos o nos destruimos. La vida de cada uno es su interior. Como decía Thomas Mann, a más cosas que nos ponemos encima más problemas tenemos en nuestro interior. La libertad es la convivencia, cada uno en su lugar de vida. Algo que entendió Isaac Bashevis Singer que, a pesar de que era vegetariano (huyó incluso de la carne kosher), sabía que somos siendo nosotros por lo necesario, no creándonos infiernos.
Rosamud Young, en La vida secreta de las vacas, un libro simpático porque leyéndolo uno simpatiza con la vida no solo de las vacas sino de los cerdos, las gallinas y las ovejas, tiene una teoría nacida de su experiencia como granjera (40 años): como los animales de granja son chismosos y de buen y mal genio, algunos muy brillantes y otros perezosos, los que se hacen los brutos sin que falte el que se crea superior, hay que dejarlos vivir su vida. Las gallinas por su lado, las vacas y cabras por el otro, los cerdos gruñendo y engordando. Y todos al aire libre o si quieren bajo techo, dándole calor a sus crías. Esto, que le pondría los pelos de punta a un ejecutivo de una industria cárnica, da más rendimientos humanos que una cotización alta en bolsa. Y hay para todos, como siempre lo ha hecho la naturaleza.
David Safier, en su novela ¡Muuu!, tiene claro que las vacas y los gatos son tan parecidos a nosotros, que ser vaca, gato u hombre es la misma cosa en asuntos emocionales. Así que no seamos tan caníbales. Las lentejas, los fríjoles y los garbanzos también contienen proteínas. La razón nos hace racionales, si es que somos racionales.