Escribimos porque soñamos y leemos porque queremos contagiarnos de sueños y construir unos propios.
El escritor y caricaturista Antonio Caballero dice, cuando se refiere a su columna semanal, que él escribe siempre la misma columna. Nunca he tenido la oportunidad de hablar con él, pero cuando escuché aquella frase, en el evento de presentación de su libro Historia de Colombia y sus oligarquías, en la Biblioteca Nacional de Colombia, me quedé pensando en ella… intentando comprenderla mejor.
Después, al leer Cien años de soledad de Gabriel García Márquez, asocié esa expresión de Caballero con lo que le pasaba a Úrsula Iguarán quien, viendo la historia de su vida, de su familia y de Macondo, siempre tuvo la impresión “de que el tiempo estaba dando vueltas en redondo”.
Justamente, algunos historiadores plantean que la historia no corre como una línea recta de progreso, sino como una espiral, que avanza dando círculos. Al mirar nuestro recorrido como sociedad en los últimos años, pareciera confirmarse dicho planteamiento. Temas que parecían parte del pasado vuelven a figurar en la agenda pública como los atentados y el terrorismo, el asesinato de los líderes sociales, el incremento alarmante de muertes violentas en Medellín o el problema de las drogas –que sigue viéndose como un asunto de seguridad y defensa y no tanto de salud pública–, y a pesar de repetir tantas veces los mismos análisis, seguimos en lo mismo; pareciera que avanzáramos y, al mismo tiempo, retrocediéramos. Que vamos dando tumbos.
Al llegar a la entrega número 100 de esta columna, y después de releer algunos de los primeros textos publicados en este medio, me es inevitable sentir que algunos de ellos, después de cuatro años, podrían volverse a publicar y tendrían similar vigencia, aun cuando los hechos puntuales que motivaron aquellas reflexiones en su momento no sean los mismos. Es más, se podría visitar alguna hemeroteca y releer columnistas de hace cuarenta años, y se encontrarían allí preocupaciones similares, análisis diagnósticos con cierta vigencia y propuestas de soluciones a conflictos que han dado mucho de qué hablar pero que, por diferentes circunstancias, no se han llevado a cabo.
Entonces, ¿de qué sirve seguir escribiendo las mismas columnas? ¿Para qué leer reflexiones que se repiten, acumuladas en el tiempo? ¿Tiene sentido la reflexión sobre lo público cuando nada parece cambiar e incluso, a veces se siente más bien en retroceso?
La reflexión pública, la deliberación, la conversación ciudadana son indispensables para convivir y afrontar conjuntamente los problemas que son como la energía: nunca mueren, solo se transforman. La palabra ilumina el camino de una humanidad extraviada y es el motor del cambio social. Se siguen escribiendo columnas que llenan periódicos porque aún soñamos y son esos sueños los que de alguna manera pueden movilizar realidades que parecen inamovibles. Y se sueña, porque se tiene esperanza en la utopía… la misma que tuvo Gabriel García Márquez cuando en su discurso de aceptación del Nobel afirmó que es indispensable “una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra”.
Escribimos porque soñamos y leemos porque queremos contagiarnos de sueños y construir unos propios.
Nota de cierre: gracias al periódico EL MUNDO por permitirme aportar a su ágora de conocimiento, como siempre se le ha considerado a este espacio de opinión. Y gracias a los lectores que han acompañado en esta columna y, especialmente, al más comprensivo y recurrente de ellos, mi padre. Espero seguir aportando a este espacio de diálogo ciudadano.