(Quo Vadis, una historia de los comienzos y el ahora)
-Mi casa es una casa vieja –dijo Plaucio, en la que nada ha cambiado desde que la heredé.
Henryk Sienkiewicz, Quo Vadis.
Nerón
Lucio Domicio Ahenobarbo (37-68), conocido como Nerón, temeroso del filo del cuchillo que le daría la muerte por suicidio (lo que supuestamente era un honor), se hizo hundir el arma por su jefe de pretorianos. Lo que haya dicho antes de morir, debió ser uno de sus malos versos, algo así como muero viviendo. Pero sea cómo haya sido, lo evidente es que Nerón (que había sucedido a Claudio), marcó una época delirante en Roma, superando en poco las desmesuras de Calígula y Tiberio, aunque no llegó a los desbordes de Heliogábalo. Nerón mandó a matar a su madre Agripina la menor, con la que había cometido incesto mientras hacían asesinar a Británico, el sucesor legal de Claudio; mató a las patadas a Popea, su mujer, que estaba en embarazo y tuvo amores con Esporo, con quien al fin se casó haciéndolo castrar antes. Y al fin de sus días tuvo una amante cristiana, llamada Actea, de la que se sabe poco.
De Claudio y Mesalina, el primero acosador de sirvientas y la segunda símbolo de los desórdenes de cama, catre y piso, sabemos por Robert Graves, que los sacó de la historia para meterlos en un par de novelas. De Nerón, que para el siglo XIX ya llevaba mucho tiempo en los infiernos, váyase a saber si cantándole a las llamas con su lira, solo había historias, todas basadas en Tácito y Suetonio (que lo degeneró más para darle gusto a Adriano), que lo situaban en calidad de demonio. Y si bien, como dice Juan Eslava Galán en su libro Roma de los césares, estos textos fueron retocados luego para que Nerón fuera peor de lo que fue, lo cierto es que Lucio Domicio Ahenobarbo, que gobernaba una Roma a la que le habían añadido dos acueductos más (la densidad urbana obligó a ello), no quemó la ciudad, sino que los incendios se dieron (en el año 64) debido al calor de julio, las ínsulas destartaladas (especies de edificios atiborrados de gente) y la aglomeración de casuchas donde vivían los más pobres, que mantenían sus hornillos encendidos para preparar sus comidas y adorar a sus dioses. Pero el pueblo creyó que el autor del incendio había sido Nerón (de él podía esperarse todo) y este, para salirse del problema y quizá asesorado por Petronio, el autor de El Satiricón, buscó a quien echarle la culpa. Escogieron a un nuevo grupo de creyentes, los cristianos, que no solo predicaban las doctrinas de Jesús, sino que denunciaban la corrupción, las costumbres depravadas y los malos usos del erario público.
Henryk Sienkiewiecz, (premio Nobel 1905), también logra con Quo Vadis una premonición de lo que será el siglo XX.
Cuadro de Kazimierz Mordasewicz, Museo Nacional de Polonia
Antes del incendio, Nerón hablaba de construir su Domus Aurea, una edificación que cubriría la tercera parte de la ciudad y en la que pensaba, ahora sí, vivir como un ser humano. Esto lo dice Robert Hughes en Roma, un libro que habla desde el inicio de la ciudad hasta nuestros días. Y sí, después del incendio, que propició la muerte de muchos cristianos en el circo (quizá cientos, quizá miles, el dato depende de los palimpsestos), Nerón construyó su Domus Aurea sin, se supone, llegar a usarla, lo que llevó a que la saquearan varios siglos después. El Renacimiento, época de artistas, también fue de saqueadores. Pero lo de la Domus Aurea fue opacada por la persecución despiadada de cristianos que fueron cubiertos con pieles para ser devorados por las bestias hambrientas, otros untados de aceite para crucificarlos y después quemarlos, y los más obligados a vivir escondidos en catacumbas y cloacas. A estos primeros cristianos romanos se los llama mártires y en el santoral y las iglesias aparecen con la palma del martirio entre las manos.
Una novela sobre Nerón
En 1895-96, el periodista y escritor polaco Henryk Sienkiewicz, escribe una novela: Quo Vadis, título que proviene de una frase cristiana latina, Quo Vadis Dómine (dónde vas Señor), en la que habla de los días más delirantes de Nerón (sus últimos seis años), los comienzos del cristianismo romano y, en medio de ese entramado, crea una metáfora para leer las luchas de los polacos (un pueblo muy católico) contra las desmesuras de los rusos invasores, el servilismo y depravación de la aristocracia local, y la necesidad de asumir una lucha tanto moral como activa para crear un país. Sobre esta decadencia de las élites polacas, también habla Isaac Bashevis Singer en libros como La casa de Jampol, Los herederos y El mago de Lublin. Borracheras, magia, lujuria, abandono, irrealidad, esto era la Polonia dirigente que le servía al zar ruso. Pero para los días de Sienkiewicz, abundante en agentes asesinos de la Ojrana (la policía zarista), hacer una denuncia de este calibre habría provocado la muerte del autor. Por esta razón, lo mejor era escribir una novela que confrontara los espíritus católicos de Polonia y les hiciera ver, en la Roma de Nerón, lo que estaba sucediendo en el presente.
El imperio Romano tiene la característica de que, bien leído, nos hace sentir en cualquier tiempo. Sus senadores corruptos, dictadores y emperadores siguen ahí y no son estatuas sino gentes. Y quizá peores, pues la constante es la codicia, el delirio, la traición, la devastación y la represión violenta a quienes se les oponen. En términos de escritores como Henry Miller y Charles Bukowski, la línea de la historia es la decadencia de las élites y, si algo sostiene el mundo, son los espíritus morales de la base, que persisten en sus costumbres y esperanzas. Quizá por esto, Henryk Sienkiewicz, con su novela se dirige a las buenas gentes para incitarlas a resistir y, en su resistencia, horadar el sistema y hacerlo caer sin que medie la violencia. En Quo Vadis, el asunto es claro: hay que recuperar la moral, comenzar con algo que dé sentido a la vida y ser en la renovación. Y para él, eso que renueva es el ejemplo de los cristianos de Roma, su mirada tranquila, la solidaridad, la seguridad de sus espíritus, la creencia firme, el saber que lo que oprime se desmorona porque lo sostiene algo corrupto y podrido.
Escribir una novela sobre los días de Nerón, entonces, es visualizar la degradación, las desmesuras del poder y el final de este a partir de un suicidio asistido. Sienkiewitz lo sabe, ya ha escrito epopeyas, El señor Wolodyjowski, por ejemplo, considerado uno de los relatos épicos más poderosos de todos los tiempos. Pero para Quo Vadis necesita héroes ciertos, que estén en la mente de todos los católicos, que carezcan de fisuras y habiten sus casas en nichos y sus iglesias en altares. Estos son los cristianos de la época de Nerón y del nacimiento del cristianismo papal, pues el apóstol Pedro, igual que Pablo de Tarso, los acompañan y dirigen. El primero ha estado con Jesús y el segundo fue derribado del caballo por perseguirlo, convirtiéndolo en su mayor seguidor. La palabra del evangelio legitimado por quien la oyó y fue testigo, Pedro. La Carta a los romanos, escrita por Pablo, demostrando la solidez de su conversión. Y afuera, Nerón, habitando y haciendo habitar el infierno. Nada de esto les es desconocido a los patriotas polacos y la novela les toca las fibras del corazón y el cerebro. Nerón cae a pesar de haberse hecho construir una estatua de cuarenta metros: el zar caerá también, no importa que su armada sea casi tan grande como la inglesa. ¿A dónde vamos? Al corazón de la bestia, sería el mensaje de la novela.
Quo Vadis
Es una novela de amor (Marco Vinicio y Ligia), de cuestionamientos acerca del perdón incluso al traidor (el caso de Chilón Chilónides), de gente que se suicida para no ver el final de lo que ellos mismos construyeron admitiendo el monstruo a su lado (Petronio), de mártires que creen en que habrá una vida mejor y tratan de hacerla antes de morir, de un Nerón que representa a todos los enloquecidos por el poder y que muere a manos de los que vivieron de su desmesura. Es que nada dura, somos demasiado frágiles, aun en el engaño y la generación de miedo.
Quo Vadis, edición de Dover Books.
Henryk Sienkiewiecz, (premio Nobel 1905), también logra con Quo Vadis una premonición de lo que será el siglo XX con nerones como Hitler y Stalin, persecuciones como a los judíos y gitanos, la hambruna planeada para matar a los ucraniamos (los kulaks) y los perseguidos por la policía estalinista por incorrección política, la crueldad de los turcos contra los armenios, la primera guerra (que acabaría con la humanidad, como escribió Karl Krauz), la demencia propiciada por el consumismo y las paranoias de las élites, que ya piensan vivir en Marte.
Cuando aparece Quo Vadis, ya escritores como Tolstoi proponían regresar a la cultura del campo para dejar el delirio de las ciudades (el caso de Lievin en Ana Karenina), Dostoievski había escrito Los hermanos Karamazov (la familia destruida), Herman Melville planteaba la lucha delirante entre el bien y el mal en Moby Dick, y Victor Hugo, con Los miserables, planteaba cómo huir y salir del mal de una justicia mal entendida (lo legal-ilegal), huyéndole hasta que ella misma se ahogara. Faltaba la novela de, llamando a la rebelión moral. Y la escribió en un momento en que, a pesar de que no había guerras significativas (a esta época Erich Hobsbawm la llamó la era sin cañones), se cocían las peores desmesuras, esas que llevarían a Franz Kafka a pensar y mostrar en sus escritos que ya la historia no significaba nada, que solo era la situación: lo que le pasaba al hombre aquí y ahora, en Henryk Sienkiewicz medio del desamparo. Lo que, en términos de Elias Canetti, no sería más que la comedia de la locura, iniciada con Auto de Fe, esa novela suya donde se queman los libros.
La expresión Quo Vadis, ¿a dónde vamos? Finaliza el siglo XIX, sigue en el XX y se sostiene hoy, cuando hablamos de una información más acelerada, persistimos en la destrucción de la tierra y gobernamos como Nerón, cantándole a nuestros incendios y señalando a otros como culpables. ¿Quo Vadis?, hacia el abismo o hacia la rebelión moral. Esto le preguntó Henryk Sienkiewicz a los polacos, y nos pregunta a nosotros. Y nos indispone.