Eran tantos los que faltaban, que si falta uno más no cabe
Macedonio Fernández. Para una teoría de la humorística.
La novela mala
Escribir una novela mala, cuando quien la escribe es consciente de ello, no es cosa fácil de construir. Es un trabajo duro que implica crear situaciones y diálogos donde el lector no pueda hacer otra cosa más que esperar (y suponer) a que lo que ya se sabe vuelva y se dé, a que los sustantivos, los verbos y los adjetivos lo golpeen simulando un uppercut en una pelea de boxeo arreglada mientras el escenario se revuelve como ropa en una lavadora. La ropa misma de quien lee. Y ese lector, que es quien recibe la novela mala en la cara, se larga de ahí diciendo que sí, que todo lo que escribió el autor ya lo sabía. Que hay gente así y lugares así, que estas cosas pasan no importa el clima o el lugar y a qué volver a saberlas. Así que, frente a la novela mala, el lector perdió el tiempo. Se dejó enamorar, le prometieron amor eterno, lo pusieron a la defensiva, y luego el autor lo dejó de lado, con la cabeza llena de asuntos que estaban pasando en el piso de enseguida. Y que para colmo, el lector ya sabía.
Y una novela es mala cuando el autor (en este caso Macedonio Fernández) dice en el prólogo que pone a los ojos del lector una novela mala, repleta de sustantivos llorosos y adjetivos machacados, verbos que saltan como incendiados y contextos de cuarto cerrado, pero no pide perdón por haber escrito eso sino que invita al lector a que se dé cuenta en dónde están las fallas, porqué los personajes son tontos y cuál es la moral que no debe narrarse. Y esta novela mala (que sería la que escribiría el lector), planteada en casi cien páginas, ha sido armada cuidadosamente (como quien hace una película con los insertos debidos y la música que magnificará la imagen) y esperando a que, por mala, sea amorosa y retráctil, diga lo que está previsto decir y suceda lo esperado. Los vaivenes del amor y el deseo de cartel, la maledicencia, construyen el defecto y, en consecuencia, el argumento ya sabido. Así, la novela mala, es lo previo a una novela buena, que se escribirá después de haber armado la mala. Desde este punto de vista, Macedonio Fernández, plantea lo que es la conciencia cuando depende del yo cuadrado, que es realmente el contenido de lo malo de la novela propuesta (la mala), previa y necesaria, a la que será la buena. Se parte de lo que ya sabemos y, para el caso de la novela buena, eso que ya se sabe debe comenzar a negarse. La novela mala, entonces, es la demostración de que el escritor sabe su oficio, pues la ha creado a conciencia, palabra a palabra, sabiendo que lo que hace está malo y que la invención que propone, que no es invención, es el imaginario mismo del lector, que terminará de leer la novela sin saber qué pasó de nuevo. Y como ya todo lo sabía el lector, la novela mala ha quedado bien hecha. Tan buena, que el lector nunca dejó de estar ahí línea por línea, viéndose y sin lograr nada más que verse en lo que la memoria le repite. Así, lo que hizo el escritor fue ponerle al lector un espejo en frente. Y el tiempo de lectura se perdió, pues lo sabido desde el primer renglón ya es pasado, un antecedente a la novela misma, lo que ya implicaría que no fue necesario leerla. O quizá leerla como sumario.
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El posible Macedonio Fernández
Nació en 1874 y murió en 1952, en Buenos Aires, al sur, disparatando lógicas habidas y colocando la literatura en posición de reo listo a ser fusilado. Y su oficio, a más de ganarse unos pesos como abogado, fue estar escribiendo y dejar lo escrito en cualquier parte: gavetas de juzgados, escaparates de pensión, mesas de café, nocheros de hotel, bajos de camas ajenas. Así, seguir los escritos de Macedonio fue caminar la ciudad buscándolo, pues algo de él se quedaba en cualquier parte. El términos de la filosofía de Baruj Spinoza, fue sólo rastros y estos rastros hicieron posible que él existiera. Es que de una idea adecuada se pasa a otra y la una conforma mejor la que sigue. Y en reconocer una idea inadecuada (la novela mala) se obtiene la adecuada (la novela buena). Macedonio Fernández, entonces, fue un hecho de razón que cambió la literatura argentina, metiéndola en el asunto de la metafísica porteña: qué hay más allá del sujeto y el objeto, de la acción y del contexto. Y este asunto de ir más allá traspasando límites (lo que sería la literatura), se lo creó Macedonio después de descubrir, según él, que ya todo lo habían dicho Bernard Shaw, Henry Bergson, Sigmund Freud y G. K. Chesterton. Desde este punto de vista (ya todo está dicho), que aceptó Jorge Luis Borges cuando escribió que uno termina un cuento o una poesía y termina afantasmado (en condición de repetidor), a la literatura hay que darle una vuelta y es la de narrar lo imprevisible, lo que nunca ha pasado, algo así como que el personaje se aburra del autor y se largue para otro libro donde se siente más cómodo, o que el lector se convierta en el autor y éste en un pie de página o que el libro que se lea no exista porque el lector, convertido en personaje, se ha encargado de borrar lo escrito o de cambiar los escenarios y los nombres. En la literatura, según Macedonio Fernández, que a veces creo que es una invención de Borges porque todos los que se refieren a Macedonio no dicen más de lo que Borges escribió sobre él (claro que hay fotos de un posible Macedonio), todo debe ser un juego entre el autor y el lector, una búsqueda entre los dos y nunca un encuentro. Esto le sirvió a Ricardo Piglia para definir al lector como aquel que leyendo una novela termina por cambiarla del todo, al punto que se convierte en autor o en personaje que reclama lo que debió haber leído y no estaba en el texto.
Sea como sea, Macedonio Fernández, que enviaba cartas urgentes diciendo que lo esperaran pero no llegó nunca a la cita, que cuando hablaba por la radio decía que era como hablar delante de un auditorio vacío y que quien se fuera de ahí no sería notado, que no temía botar lo que había escrito porque siempre estaba pensando en lo mismo, es el mito fundante de la literatura argentina, la que lo volteó todo al revés y acabó por producir escritores como Jorge Luis Borges, Jorge Cortázar (no sé si Sábato), el turco Asís, Eduardo Gudiño Kieffer, Ricardo Piglia, Juan José Saer, Mario Goloboff, Bernardo Verbitsky, Leopoldo Marechal, entre otros, que se encargaron de descifrar el laberinto macedoniano, resistiendo burlas, asombros, maravillas y tropezones. Si Macedonio hubiera escrito un tango, sería imposible de bailar, pero sería el mejor tango de todos. Esa fue la marca que dejó.
A partir de Adriana Buenos Aires
Santa María de los Buenos Aires, fue fundada y desfundada, luego refundada (dicen que por el asunto de unas pestes) y, en términos borgianos, eterna: siempre ahí, hecha del todo y plagada de velos para irla descubriendo. “Yo también nací en una ciudad que se llamaba Buenos Aires”, dijo Borges en una conferencia, hablando de los cambios que se habían dado en la ciudad. Y los cambios nacían de una novela mala como previos a una novela buena. Al principio la ciudad se hizo previsible, una más de la colonia española. Ya, con la llegada de los inmigrantes, eso que se sabía que era (la novela mala, la Adriana Buenos Aires de Macedonio), dejó de saberse y la ciudad se hizo otra, la de gente volando en las madrugadas y otras reptando por entre las alcantarillas, predicando un tercer Testamento y disolviéndose al entrar en el subte, como bien la pinta Leopoldo Marechal en su Adán Buenos Ayres. Y hubo entonces cronopios y famas, caminos que se bifurcan, frases de para comerte mejor, respiración artificial, caballos en los ojos, familias tipo, que nacieron de esa novela con más de cincuenta prólogos que es El Museo de la novela de la Eterna, la novela buena de Macedonio, la posterior a Adriana Buenos Aires. Y en esta novela buena, Macedonio Fernández plantea que la memoria es un museo, que juega con el que rememora, que sirve para inventar, que necesita de muchos previos, como en el psicoanálisis, para llegar al punto que hay que cambiar. Por esto la cincuentena de prólogos y la novela mala (Adriana Buenos Aires), que es un pre-prólogo que contiene lo que el lector sabe y que sirve de trampolín a los cincuenta que desconoce y que lo prueban como lector de una novela buena, es decir, de asuntos no sabidos, de situaciones nunca pensadas y de invitaciones jamás recibidas, como aquella de que por favor abandone el texto, que no es culpa del autor haber dado con un lector tan nervioso.
Con Macedonio Fernández, Buenos Aires se ve de otra manera, estando más allá de lo que se ve, con personajes que entran y salen, lectores convertidos en autores y un reto: lo que sabemos es una novela mala y estamos en un museo. Lo que sigue es la Eterna. Y eso es ya no morirse.