Álvaro Uribe y Gustavo Petro hace mucho rato dejaron de ser líderes y orientadores dignos de ser seguidos, y se han convertido -para desgracia suya y de sus seguidores- en el peor lastre.
No pasa un día sin que los colombianos podamos vanagloriarnos de la riqueza o supremacía que tenemos en materia cultural, en recursos naturales, en biodiversidad, en deportes, en envidiable posición geográfica, en fin, en casi todos los aspectos que hacen grande a un país.
Sin embargo, pese a esos importantes haberes, Colombia se diluye todos los días más y más en una estéril polarización que la tiene dividida en dos facciones irreconciliables, cada una de las cuales aspira a desaparecer a la otra para hacer imperar, así sea a la fuerza, sus particulares convicciones.
Esa envidiable riqueza de nada le ha servido a Colombia, especialmente en los últimos veinte años, lapso que ha sido dilapidada en forma irresponsable por su dirigencia, autora de una serie de comportamientos y decisiones que no se corresponden con tanta grandeza, tanto desde la clase empresarial como de la política.
Sobre todo ésta última ha demostrado una carencia absoluta de verdaderos líderes preocupados por el bienestar general de sus conciudadanos, que antepongan los intereses generales a sus apetencias personales y a las de sus socios y áulicos.
La capitalización y el crecimiento de una cauda electoral, no importa el costo ni el capital que el empeño demande, venga de donde viniere, parece ser el único motor que mueve el accionar de muchos, convencidos de que también así se hace patria, cuando lo cierto es que la arrastran miserablemente por el piso.
Así como Colombia puede vanagloriarse de todas las riquezas y ventajas ya descritas en párrafo anterior, también debería sentirse avergonzada de no contar con dirigentes capaces a la altura de esos mismos recursos responsables de encauzarlos en forma adecuada, para cubrir sus necesidades y expectativas actuales, mediatas e inmediatas.
El país tendría que estar apenado por disponer tan solo en estos últimos y caóticos años, de apenas dos líderes – si así pueden llamárseles – que han llevado a esta Colombia entrañable a semejante estado de postración, de odio y de resentimiento sin límites, ante la mansedumbre, la indiferencia o el síndrome de suicidio colectivo que en estos momentos acompaña a los ciudadanos.
Da tristeza decirlo pero es una absoluta verdad: Álvaro Uribe y Gustavo Petro hace mucho rato dejaron de ser líderes y orientadores dignos de ser seguidos, y se han convertido -para desgracia suya y de sus seguidores- en el peor lastre que haya que cargar, mientras poco a poco unas caudas enceguecidas e irresponsables, tanto como sus orientadores, siguen conduciendo a Colombia al más incierto de los destinos.
Ni siquiera vale la pena recordar el vergonzoso espectáculo de la semana pasada en el Senado de la República, donde estos dos funestos personajes – al mejor estilo de los reyes del matoneo colegial – les dieron a sus conciudadanos una nueva instrucción acerca de cómo no pueden comportarse personas dizque llamadas a dirigir los destinos de una nación.
Definitivamente, como en el certero tango de Jorge Sobral, algunos son de muzzarella y se las dan de chantilly.
TWITERCITO: Si estos son los llamados, apagá pero no nos vamos. Mejor prendamos las luces.