En occidente se han dilapidado más de cincuenta años en educación y políticas ambientales sin lograr frenar la degradación de la Tierra
Hace pocos días una periodista de esta casa editorial, para más señales Lina Viviana Castañeda Tabares, le hacía conocer a la ciudadanía de este país el panaroma oscuro que se avecina en lo que concierne al manejo de residuos sólidos. No es necesario repetir en esta columna muchas de las cifras expuestas por ella o, en su defecto, reproducir opiniones de expertos ambientalistas entrevistados, pero es necesario reflexionar un poco sobre varios aspectos que consigna la periodista en su investigación.
¿Qué departamento, ciudad o país del mundo se puede dar el lujo de disponer de cientos de hectáreas para depositar miles de toneladas de residuos? ¿Cuántos alimentos y cuánto oxígeno se dejan de producir para cambiarlo por metano? ¿Cuántas hectáreas dedicadas a albergar montañas de basura podrían convertirse en bosque con todas sus bondades ambientales? No contar con una sólida educación ambiental es el resultado de su deficiente gestión, cruel reflejo de la nula gobernanza, de no poseer dirigentes y autoridades ambientales bien formadas en esta materia y de contar con ciudadanos despóticos con su entorno por falta de una acertada formación ambiental.
Heike Freire prologando una gran obra escrita por Joseph Cornell (Compartir la naturaleza) pone el dedo en llaga y señala que en occidente se han dilapidado más de cincuenta años en educación y políticas ambientales sin lograr frenar la degradación de la Tierra, y que no requerimos de ser expertos ambientalistas ni científicos para que podamos percibir con toda claridad el grado de destrucción de los hábitats de este lado del planeta.
James Gustave Speth, abogado y defensor medioambiental estadounidense, dramáticamente señala que ni nuestros enormes conocimientos ni la avanzada capacidad técnica, nos permitirá resolver los problemas medioambientales. Su explicación es obvia y pertinente: porque el problema está en otro lugar, tiene que ver con los sentimientos, con los valores y con las actitudes, y para manejar acertadamente estos intangibles, se requiere de un profundo cambio cultural, una transformación espiritual En otras palabras, lo que se requiere urgentemente es cambiar el modelo de educación ambiental en que nos hemos apalancado en las últimas décadas para resolver los problemas del medio ambiente. La educación tradicional, señala Freire, tiene como objetivo ampliar el saber de los niños, jóvenes y adultos con relación a su entorno natural y de su importancia para la vida; hay que enseñarles la forma de cómo gestionar sus actividades diarias de forma más racional y menos impactante. Y es aquí donde aparece el “pero” porque el medio ambiente pasa a convertirse en una asignatura más de la estructura curricular de la escuela, del colegio e incluso de la universidad misma. Su enseñanza es meramente intelectual, basada en conceptos, abstracciones e imágenes que en la mayoría de las veces riñe con la realidad a la que se le quiere direccionar. En otras palabras, sus contenidos se añaden al resto de las disciplinas en forma acumulativa sin que se examinen de forma criteriosa los libros de texto; se programan salidas de campo de manera que el educando pasa a memorizar datos, cifras, nombres, lugares pero no se relaciona, desde los sentidos, la emoción y la imaginación con la naturaleza, con su hábitat.
Todas estas formas equivocadas de enseñar ecología y medio ambiente no ha permitido entender un concepto denominado déficit de naturaleza (Richard Louv) que hace visible los nefastos efectos que se tienen para la salud desarrollar una vida a espaldas de la naturaleza y, peor aún, permite visibilizar el síndrome de ecofobia (David Sobel) que hace alusión a una forma de pedagogía llamada sarcásticamente como pedagogía negra, enseñanza apalancada en el miedo por la forma como se desarrollan muchos materiales y las actividades de educación ambiental.
Señores, a repensar el modelo educativo medioambiental.