Relatos de amores inesperados, sufrimientos desde la otra orilla, anhelos por cumplir y saludos espontáneos que son desconocidos para muchas personas.
Soldados del Ejército, armados con fusiles de largo alcance, rodean la cima de una pequeña montaña. Es un territorio predominantemente dominado por las Farc. Se percibe de inmediato por las pinturas de ‘Alfonso Cano’, ‘Manuel Marulanda’ y otros guerrilleros menos conocidos como ‘Juan Carlos Castañeda’ o ‘Lucero’ que decoran algunas edificaciones endebles. Los soldados miran el terreno mientras siguen caminando, rodeando el lugar.
La escena no anticipa ningún enfrentamiento. Por el contrario, los soldados pasan y saludan a los excombatientes y a los campesinos de los alrededores; todos responden al gesto sin recelos ni rabias visibles. Es una situación que aparenta tanta naturalidad que cualquiera podría sorprenderse al pensar que hace apenas algunos años, unos y otros estarían en medio de una batalla, en medio de la guerra, escondiéndose para evitar las balas… para evitar la muerte.
Este saludo entre soldados y exguerrilleros es el pan de cada día en un Espacio territorial de capacitación y reincorporación (Etcr), los lugares diseñados por el gobierno anterior para que los excombatientes de las Farc dejaran las armas y dieran sus primeros pasos en la transición a la vida civil. Aunque casi toda la oferta del gobierno se ha ido de estos territorios, exceptuando algunos escasos servicios educativos y culturales, aún el Ejército y efectivos de la Policía prestan labores asociadas a la custodia de los excombatientes y la seguridad de estos territorios.
El emblemático saludo del que fui testigo, específicamente, ocurrió en Carrizal, vereda de Remedios, en el Nordeste antioqueño. Allí, en el Etcr Juan Carlos Castañeda –en un lugar tremendamente apartado de la centralidad, en donde la minería artesanal y la madera son el sustento principal de las familias rurales que han habitado este territorio–, está latiendo el corazón de una paz inconclusa, con muchos vacíos y muchos pendientes. Está persistiendo un laboratorio de reconciliación que no puede pasar desapercibido o convertirse en insignificante para el resto del país.
Aunque algunos excombatientes se han ido de los Etcr, especialmente para rehacer sus vidas en otros lugares y, en algunos casos, para volver a coger un arma, son muchos los excombatientes que le quiere apostar a una paz que persiguen, que quieren cuidar y construir. Es el caso de Arelis, una mujer que vivió cerca de 35 años en la guerrilla y que ahora anhela descubrir cada día algo nuevo, desea seguir aprendiendo porque cuenta que en el movimiento guerrillero la formación era parte importante de sus jornadas, que comenzaban a las 04:45 con el conteo del personal, y vaya uno a saber a qué hora podían terminar.
O Marily, también conocida como “machito”, quien vivió los dolores de la guerra al ver malherido a su compañero sentimental, y quien, también, sintió en carne propia el pánico de un bombardeo indiscriminado en la madrugada, cuando los ataques aéreos se convirtieron en el punto de giro de esta guerra, y cuando ella, un ser humano especial y cariñoso, madre de James, pudo haber sido solo “una baja” más.
O Luz María, quien se enamoró de un guerrillero sin saber que lo era, y luego lo siguió a cada rincón en el que se escondía, hasta que empezó este proceso de paz y pudieron vivir más tranquilos, junto a su hija. Relatos de amores inesperados, sufrimientos desde la otra orilla, anhelos por cumplir y saludos espontáneos que son desconocidos para muchas personas y que es necesario visibilizar en este proceso de reconciliación nacional, para descubrir que no hay blancos y negros después de tantos años de conflicto, sino muchos grises. Relatos por contar que habitan en el campo colombiano, ese lugar en el que tan poquito pensamos desde las ciudades, atribulados por nuestros trancones y nuestros ruidos. Historias de un país que tiene la oportunidad de dejar de lado el odio para construir un país en el que todos quepamos.
Nota de cierre: el pasado 11 de noviembre se cumplieron 30 años de la masacre de Segovia, un ataque indiscriminado de grupos paramilitares a esta población del Nordeste antioqueño que dejó, según las cifras oficiales, 43 personas muertas, algunos de ellos menores de edad. Todas las víctimas, eso sí, población civil que no fue defendida ni por el Ejército ni por la Policía. En su conmemoración, la administración municipal de Segovia dejó 43 sillas vacías, con los nombres de las personas asesinadas y unas flores, en el Parque Principal, uno de los escenarios del ataque y lugar elegido para el evento conmemorativo. Los horrores de la guerra, no importa el o los bandos que los hayan cometido, no se pueden olvidar. No se deben olvidar, para recordarnos, lo que no podemos repetir.