¿Qué más desalentador y aburridor que observar la mayoría de los debates que
se transmiten por televisión desde el Congreso de la República?
Ante la diversidad de crisis con las cuales lamentablemente convivimos, una de las más tristes y desagradables es el grado de degradación a la que ha llegado una de las esferas más importantes del desarrollo y de la evolución de la sociedad humana cual es la política, en su concepción y en su actuación, ya sea discutiendo alrededor del poder, ya sea simplemente confrontando ideas, o finalmente, opinando sobre el acontecer de lo cotidiano.
No todos los políticos son preparados, no todos los políticos tienen habilidades discursivas, no todos tienen por qué tener el don de la palabra, pero peor aún, muy pocos de los llamados políticos, ejercen la política en el más amplio sentido de sus significados.
Sin embargo, sí es bueno que quienes se dedican a estas lides, al menos, tomen unos cursitos elementales de vocalización, de oratoria, de concatenación de ideas, para no hacer el ridículo cuando ante las cámaras los interrogan y uno hace fuerza para que encuentren las palabras que necesitan para salir del enorme compromiso ante el cual se encuentran enredados y que sin rodeos, ante la poca claridad del discurso y la precariedad del léxico empleado, genera una absoluta y completa sensación de incredulidad, poca veracidad y falta de credibilidad.
Los grandes responsables de esta lamentable situación, son los medios de comunicación, que bajo el argumento de mantener informado al ciudadano, persiguen al interlocutor, presionan para que conceda entrevistas individuales o colectivas, realice ruedas de prensa y casi que haga un ejercicio de su cargo contando cada detalle de su actividad cotidiana, lo cual es un exabrupto, puesto que por atender a los medios, difícilmente tiene tiempo para trabajar.
Sin embargo, se va creando una subcultura mediática donde el politicastro de turno, ante una cámara de televisión o u micrófono, pareciera que se excitara, perdiera el control y de manera desaforada comience a decir cosas, a responder de manera estúpida, preguntas que en la mayoría de los casos son lugares comunes o interrogantes insulsos.
Dicen lo adagios populares que “en boca cerrada no entran moscas”, o más refinados, que “uno es dueño de su silencio y esclavo de sus palabras”. Todo lo que se dice o se escribe queda grabado o registrado y después hay que ver los malabares y las pruebas de trapecio a los que se ven enfrentados los malos manejadores de la comunicación para tratar de componer las frecuentes metidas de pata, tratando de re explicar lo inexplicable, tratando de buscarle contexto favorable a lo que es físicamente y conceptualmente imposible de contextualizar.
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Como no hay bobo de malas, pues los sempiternos parlanchines cuentan con algo a su favor: la levedad y liviandad de la memoria de este remedo de sociedad que fácilmente olvida lo que se dijo hoy y que mañana aparece como nuevo, como negado, como tergiversado, como descalificado o como anacrónico por parte del remedo de político y de los medios de comunicación que aprovechan para echarle más gasolina al incendio.
¿Qué más desalentador y aburridor que observar la mayoría de los debates que se transmiten por televisión desde el Congreso de la República? En algunos casos quien tiene la palabra, lee o habla de lo que se está tratando, o sale con una aventura narrativa particular, mientras la mayoría de los escasos asistentes hace cada uno lo propio, conversando entre ellos, llevando o trayendo razones, hablando por celular, navegando por internet, durmiendo o eventualmente poniendo cuidado, si es que le corresponde el turno en seguida.
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Qué lástima que en medio de este circo colombiano, nos hayan tocado unos payasos tan malos.
Retomemos del neuro científico español Mario Puig, esta tremenda sentencia: “Genio se nace, a imbécil se llega”.
Mientras tanto, insisto en la necesidad de dotar a Medellín con un adecuado Centro de espectáculos.