Philippe Claudel. La nieta del señor Linh.
Sin casa
Cuando se pierde la casa, se pierde el lugar en la Tierra. Y de perdidos en la Tierra da razón la historia, en especial la del siglo 20 y principios del 21, que desplazó gentes en todas las direcciones, ya por cuestiones económicas, políticas o meras ilusiones, como pasa con los que emigran buscando vivir mejor o recuperar sus orígenes. Y moverse hoy en la Tierra ya no es fácil. Los espacios están ocupados, cercados con muros y alambres, limitados por líneas imaginarias y puestos de control. Y si bien podemos movernos para regresar de nuevo (el turismo permite caminar regresando a casa) como se asegura y publicita, hay muchos que dan pasos adelante para no volver. Pasa con los refugiados, los desplazados y exilados que buscan rehacerse en espacios de los que no tienen memoria, pertenecen a otras historias y son abundantes en exclusión.
El siglo 19 fue el de los imperios coloniales (colonia quiere decir mi hogar en otra parte) y la Tierra fue políticamente de otra manera. Ingleses, franceses holandeses, alemanes, belgas, se apropiaron de tierras y recursos, descubrieron y usaron cada centímetro útil y se enfrentaron a culturas milenarias, estableciendo formas económicas y políticas, permeando creencias y formas de expresión. Y a la vez crearon los conceptos de raza, inteligencia y formas legales (occidentales) de manejar las costumbres. Solo dejaron vivo el folclor, para crear lo exótico y comerciar con ello. Y si es cierto que esto había sucedido antes con españoles, portugueses, otomanos y hasta mongoles, tártaros y gentes de las estepas, las tundras y las taigas (los Hunos son famosos), lo que pasó en los siglos 19 e inicios del 20, fue que toda la Tierra fue descubierta y la economía se cifró en ventajas comparativas (recursos), endeudamientos y fuerza de trabajo desmesurada a partir de la industrialización, y en ocasiones esclava (como pasó en las plantaciones, los campos de concentración y exterminio), lo que llevó a los hombres y mujeres a perder la noción de patria y asumir la del desarrollo. En la patria construía la heredad (el patrimonio), ejercía los deberes y obtenía los derechos, incluyendo el contacto con el paisaje y la creación simbólica en términos de música, literatura y creencias. Pero llegados los índices de producción y mercado (la codicia), el lugar natural comenzó a cambiarse por construcciones, herramientas, transformación acelerada de bienes y servicios, y la esencia humana (saber sentir para saber situarse) se convirtió en productividad, sospecha del otro (el asunto de las ideologías y rebeldías) y una enorme pauperización, como bien lo cuenta John Steinbeck en Las uvas de la ira. Y el reemplazo del trabajo rural por máquinas, al principio, llegó a las ciudades en técnicas que también reemplazaron oficios. Así, carentes de espacialidad, las gentes que se movieron fueron muchas y, en este movimiento, perdieron la casa. Y sin casa, sin la noción del vecino, sin las charlas de la tarde, sin la solidaridad en caso de problemas, sin el paisaje que se veía por la ventana, sin los ritos comunitarios, sin las estaciones y los días y las noches en estado de seguridad, apareció la soledad y el miedo. Que lo anterior sea legítimo o no (no todo pasado fue mejor, pero tampoco todo presente es peor), es algo que se discute en términos de justicia. Los hombres y las mujeres se han movido, unos en lo justo de sus apreciaciones, otros en lo injusto de sus deseos.
En botes, como hoy lo hacen los sirios, viajaban los refugiados de Indochina a buscar la vida, perdiendo la patria.
El refugiado
Las guerras y los totalitarismos han creado un personaje: el refugiado. Y para el caso de La nieta del señor Linh, el personaje proviene de Indochina, esa colonia francesa que las autoridades de París manejaron en medio del desorden administrativo y la represión continuada. Los franceses, al igual que los alemanes y belgas, hicieron de sus colonias espacios del fin del mundo. Paul Gauguin, el pintor, en Escritos de un salvaje, da cuenta del desamparo, las justicias privadas, las locuras de los colonos y la corrupción de las autoridades en los mares del sur. Y esto que cuenta Gauguin se repite con más furia y delirio en el Congo belga, en las colonias alemanas (Namibia, por ejemplo), en los campos del Shanghái inglés y de Suráfrica (Arde la hierba es una buena novela de Doris Lessing). Y para el caso de Indochina (muy bien narrada en El amante, de Marguerite Duras), estas tierras del arroz y los búfalos, reprimidas a sangre y fuego por los Paracaidistas (fuerza élite francesa) y que al fin (y, en consecuencia) se convierten en la terrible guerra de Vietnam, no sé si heredada por los norteamericanos o comprada por ellos, crean una conciencia en Francia. Una conciencia que ya había reclamado André Malraux en su libro, La condición humana. ¿Qué es lo humano? Acoger a la víctima. ¿Pero cómo acoger a la víctima? ¿En campos de refugiados, en edificios, en hospitales y centros siquiátricos? Cómo acogerla si llega sin nada, sin entender nada, sin reconocer nada de lo que tiene adelante, sin lengua en la que se pueda comunicar con quien lo acoge. Como dice Malraux, con la víctima llega un inmenso miedo a dormirse. Los ojos abiertos son lo único que conserva y cerrarlos podría traer de nuevo las imágenes pasadas y no poder olvidar. Recordar es la carga más pesada y dolorosa del refugiado. Y así se haya salvado y ahora esté acogido, dormir es un peligro: se le aparece la memoria.
De Indochina llegaron muchos refugiados a Francia. Atravesaron el mar en barcos de carga, vieron y vivieron días y noches en la inmensidad del agua, se miraron sin hablar o solo diciendo lo necesario, se buscaron de proa a popa para encontrarse, comieron de lo que traían, revisaron sus bolsas no fuera a haber ladrones, pegaron sus papeles de identificación al cuerpo y al fin bajaron en algún puerto. Salieron y llegaron unos, otros murieron en el viaje o se tiraron a las olas sin despedirse de nadie. En medio del mar ya uno es de ninguna parte. Y para el refugiado, el hecho de tocar la orilla que lo acoge ya le dice que tampoco es de ese lugar. Su equipaje es su propio encierro: esto le pasó al señor Linh, el personaje de Philippe Claudel.
Philippe Claudel, escritor y director de cine.
El señor Linh
Philipp Claudel es escritor y director de cine. O sea que escribe viendo imágenes, manejando planos fotográficos, movimientos de cámara, iluminación, encuadres e insertos, flashbacks y quizá oyendo música mientras reconstruye escenas en el guion de la historia que cuenta. Pero para el caso de La nieta del señor Linh, que es el relato de un refugiado, las escenas ya han sido vistas en documentales, se han descrito en ensayos, noticias periodísticas y artículos de revista, y están en la cabeza, se ven en ciertas calles y tenemos miedo de que nos suceda algo así. ¿Pero qué hay dentro del refugiado? Su gesto, su cara (Emmanuel Lévinas dice que en el rostro del otro se ve lo que hemos hecho con él), su ropa, su andar, su manera de comer, la sonrisa (Antoine de Saint Exúpéry le da mucho valor a sonreír en Carta a un rehén), indican algo. ¿Y qué piensa el refugiado cuando mira, qué desean coger sus manos, qué espera mientras transcurre el día, qué palabras lo persiguen, qué olvido busca, qué es el tiempo en él, qué una cita?
La nieta del señor Linh es una novela corta. Y podría ser una película si no fuera por la nieta del hombre. La nieta no llora, apenas si parpadea, se satisface con lo que le dan, la cara se describe rápidamente, se acomoda donde sea y el abuelo, el señor Linh, no la deja nunca. Va con ella oyendo voces que no entiende, viendo lo que no ha visto, recordando a veces la granja, la aldea con doce casas (donde todos se conocían), los caminos a los arrozales, el rio, el hijo y la nuera muertos en una explosión, las caras lindas de las campesinas, las historias de los más viejos. Y en este ir por la nueva ciudad (palabra nueva para el señor Linh) la primera ruta es dar la vuelta a la manzana. Así no se pierde. Luego avanza un poco más y encuentra una banca y en ella a un hombre que fuma sin parar, que está sentado y mira a un parque de diversiones donde antes trabajó su mujer muerta. El fumador lo percibe y le sonríe. El señor Linh le dice buenos días en su lengua: tai lai. El otro, que no entiende, supone que el señor Linh se llama Tai Lai y, con esos buenos días, lo nombra. El refugiado tiene un nombre. El vecino, otro: fuma. Un nombre que no se pronuncia, pero se ve. Y ahí comienza la historia (la microhistoria) de dos que se ven cada día sin entenderse en nada que no sea buenos días. Buenos días porque pueden sentarse juntos, porque se dan pequeños regalos, porque miran uno al lado del otro, porque la soledad los une y al tiempo la fantasía. Y este espacio podría ser el de toda una vida: el encuentro, los cigarrillos, el buenos días (el señor Linh lo aprende a decir en francés), la nieta. Pero vivimos en espacios que se rompen y al señor Lihn lo llevan a otro lugar, a un extremo de la ciudad, y vuelve a perderse. Ya el señor Linh tiene la memoria del hombre que fuma (que además le ha dado un vestido para su nieta), la memoria de la banca, la memoria de la hora del encuentro, la memoria del sentir el humo del cigarrillo, la memoria de la lluvia y el frío, pero no sabe cómo regresar al sitio. Así que ya no es un refugiado sino dos. El primero perdió el país, el segundo al amigo y las circunstancias que lo crearon. Al final, el señor Linh resuelve el laberinto de la ciudad y puede ver a su amigo, gritándole buenos días. Hay días que son buenos, pero ese día no es bueno. Y no sabemos más. O sí, qué cosa es una ilusión.
¿Qué es un refugiado por fuera de listas de ayuda y análisis socioeconómicos? ¿Qué se construye en él cuando ha perdido su oportunidad de ser y estar en un sitio que reconoce en las caras confiables, los sonidos que entiende, los espacios que ve? ¿Cuántos señores Linh buscan a un hombre que fuma para sentarse a su lado y al menos poder mirar juntos, sentados en una banca del espacio público? Philippe Claudel da una versión que conmueve, estruja el corazón y marca ya de por vida. Es imposible olvidar al señor Linh. Es la historia de los tiempos que corren y que han corrido. Es la búsqueda del otro como ser que acoge y debe ser acogido.
Philippe Claudel (Nancy, 1962) escribió Aromas (a qué huele el mundo), y novelas sobre los que no llegan, los que todos son culpables, la cuestión del otro y un ensayo sobre lo que pasaría si no hubiera niños. Y en esa prosa de cine, nos vemos. Es inevitable: lo que pasa no es en vano. Vamos navegando por ahí, con vientos que no siguen direcciones. Y como no estamos definidos, pasa esto y pasa aquello.