¿No será la hora de que el conjunto de la sociedad acompañe a las mujeres en su búsqueda por la plena equidad de sus derechos políticos, sociales y económicos?
Una mujer “no se puede tocar ni con el pétalo de una rosa” aconsejaban los abuelos sobre cómo tratar a las mujeres. Locución pretendidamente poética, rayana en la cursilería, que encubre un doble sentido, al asignarle a la mujer un carácter de delicadeza tal que la pone en un pedestal (o cárcel), alejada de lo que no sean sus espacios “naturales” (hogar, templo, círculo familiar o convento) y castrando su posibilidad de elegir y de actuar libremente. Entre la cosificación (diva o puta) y el endiosamiento (intocable o inalcanzable) el ideario patriarcal la quiere ajena a participar en la vida pública y a tomar sus propias decisiones. Otrora el corsé y el miriñaque aprisionaban su cuerpo entre una jaula de varillas, tirantes y resortes que le impedían la libre movilidad y satisfacían la libido del varón, su amo. A costa de ser esclavas de vestimentas, coloretes, tinturas, rulos, secadores y planchas, que sostienen imperios de cosméticos y productos para la “belleza”, han perdido siglos por lograr la equidad.
Corrido el 20% del siglo XXI las cosas no han cambiado a su favor, tanto como parece, a pesar de las apariencias. El aterrizaje de la píldora anticonceptiva a mediados del siglo pasado, produjo la explosión cultural denominada liberación sexual, que posibilitó que amplios segmentos de la población, rompieran de tajo con el mito de la práctica sexual reglada por el matrimonio. Es indudable que en este capítulo la mujer cobró una deuda histórica, de milenios, en la lucha por su autonomía. En paralelo el bikini y la minifalda dieron licencia para exhibir el cuerpo femenino de manera contundente. Se generalizó el uso del pantalón, equiparando el atuendo de la mujer al del hombre, lo que subliminalmente la ubicó al mismo nivel. Las universidades se fueron llenando de muchachas que accedían a carreras antes reservadas solo para hombres; de ahí a convertirse en sus compañeras de farra, fue solo un paso. Pero ¿cuánto falta para lograr un equilibrio que erosione el modelo patriarcal, machista, segregador?
Persiste la exigencia de que la mujer esté “bien presentada”: maquillada, entaconada, a la moda; ha de depilarse por fuera y por dentro, tinturar y planchar su cabello, requiere lipo o silicona según el caso; todo lo cual le demanda tiempo, dinero y capacidad para centrarse en su desarrollo laboral y personal. Pero también ha de llevar la casa, cuidar los hijos, preparar los alimentos y “atender” al esposo, sin olvidar que tiene que trabajar para el sustento y en sus “ratos libres” estudiar; lo que configura la triple jornada. Existe una amplia oferta de profesiones a las que han sido arinconadas: psicología, trabajo social, enfermería, licenciaturas, secretariado, auxiliar contable, bibliotecología. Y las esperan “atractivos” empleos: ventas de mostrador, servicios sociales, peluquería, aseo, cocina, servicio doméstico, enfermería, docencia (preescolar o primaria), costurera, autoempleo, ventas de catálogo, recursos humanos o relaciones laborales, contabilidad, terapeuta, teletrabajo, o el cuidado de los hijos y enfermos (estos dos sin remuneración).
Siendo la femenina, la mitad de la fuerza laboral, se colige que la economía del país cabalga sobre sus hombros, pues además laboran dos horas más al día que los hombres. Aunque entre empleos precarios o no remunerados, ganan la tercera parte que sus pares masculinos (más aun, en trabajo informal, más de la mitad ganan un salario mínimo o menos). Empero, en su incansable batalla hoy las mujeres que acceden a la educación superior, están mejor preparadas y estudian más años que los hombres; en tanto que en los cargos directivos por cada mujer hay dos hombres colocados, en mayor medida sus contratos son irregulares por lo que en un alto porcentaje no cotizan a prestaciones sociales. Extenso memorial de agravios que está corroborando que no se puede cantar victoria.
Se considera que la mujer ha logrado lo impensable en cuanto a liberación y equidad y que tiene “la sartén por el mango” (expresión que la devuelve a la cocina “de donde nunca debió haber salido”). Ser hombre o mujer no significa ser más o ser menos, las diferencias no conllevan prerrogativas o talanqueras. Cada cual posee potencialidades y falencias que encontrarán su equilibrio en un entorno social dirigido a la tolerancia y el disfrute de la existencia. Y ojo, la mujer tampoco es un ángel, es tan humana como cualquier hombre: argüir que las mujeres son honestas, que las adornan muchas virtudes, que poseen sensibilidad social, es peligroso bumerang que se convierte en expediente para justificar que se les asignen papeles segundones. ¿No será la hora de que el conjunto de la sociedad acompañe a las mujeres en su búsqueda por la plena equidad de sus derechos políticos, sociales y económicos?