El concepto del centro puede seguir existiendo si así lo quisiéramos, si hubiera una política pública que trascendiera los gobiernos; si las intervenciones no fueran retazos sin noción de tejido
Mis abuelos maternos vivían en el centro de Medellín, en la calle Perú entre las carreras Sucre y El Palo, es decir, a una cuadra y poco del Parque de Bolívar.
Cuando voy al centro me gusta pasar por el sitio donde quedaba la vieja casa, hoy un lote utilizado como parqueadero abierto que permite ver el fondo, otrora un patio empedrado y con un limonero de castilla en el que se enredaba una planta de badeas. El muro del fondo del parqueadero es una ventana a mi pasado lejano.
Ese patio trasero tenía un misterioso atractivo para mí. Era uno de mis lugares de juegos inventados. Por eso me transporto en el tiempo cuando paso por allí. Con el permiso extrañado del encargado del parqueadero, hace tres años entré hasta donde quedaba el patio y en una suerte de ritual de viaje al pasado toqué el muro y evoqué vivencias de infancia. Quizás el empleado recuerde al loco del muro…
Como el limonero era alto, cogíamos los limones con un garabato (DLE: “Instrumento de hierro con punta en forma de semicírculo, que sirve para tener colgado algo, o para asirlo o agarrarlo”. -El de la casa de mis abuelos era de madera-). Para coger las badeas sin que se aplastaran con la caída, cuatro personas sostenían abajo una cobija extendida y otra las jalaba con el garabato. Todo un operativo que gozábamos.
Al recordar y narrar esas y otras anécdotas parece increíble que hayan sucedido en lo que hoy es el abigarrado, ruidoso y caótico centro de Medellín. Obvio, como muchos centros -como el mundo- las cosas han cambiado. Aún existen muchos sitios que recuerdan el centro de esa y de otras épocas que yo no viví. Sin embargo, el concepto del centro puede seguir existiendo si así lo quisiéramos, si hubiera una política pública que trascendiera los gobiernos; si las intervenciones no fueran retazos sin noción de tejido, sin una idea de centro con vocación y esencia.
Y esa esencia debe ser humana y física. El centro para estar y no solo para pasar. El centro como fin y no solo como medio. El centro para todos y no solo para quienes allí ofrecen y demandan. El centro para múltiples usos incluyendo vivienda, hoy casi nula. El centro para el peatón y no para los carros y buses amos y señores. El centro como centro, de verdad. El centro como lugar histórico por lejanos y recientes pasados de alguna importancia citadina o familiar. O personal, como las anécdotas que suelo escribir y entre las cuales me gusta contar una por su significado personal y social:
Un día con cuidado la liberamos de su cárcel de cerámica y en una bolsa la llevamos al Parque de Bolívar en donde le pedimos al jardinero que la sembrara.
Tendría yo cerca de seis años. Mis abuelos habían sembrado en una matera blanca puesta en el corredor principal de la vieja casa una mata de caucho (“Ficus elastica, gomero, o árbol del caucho, es una especie perennifolia del género de los higos, nativa del nordeste de India…”.). Pero la planta, siguiendo su instinto, empezó a rajar la matera. Un día con cuidado la liberamos de su cárcel de cerámica y en una bolsa la llevamos al Parque de Bolívar en donde le pedimos al jardinero que la sembrara.
La sembró en la mitad del costado occidental frente a la calle Perú abajo. Durante varios años mi abuelo iba periódicamente a ver cómo crecía el árbol de caucho, ya no del corredor de su casa sino del parque, del centro de Medellín, de toda la ciudad. A veces, cuando yo iba a visitarlo, mi abuelo, orgulloso, me llevaba a mostrarme como crecía y se expandía el milagro de la naturaleza. Yo también me sentía orgulloso: importante para mi abuelo y para mi ciudad. Era nuestro árbol, nuestra verde complicidad, nuestro monumento al centro de Medellín.
Mi abuelo murió en la vieja casa de la calle Perú en 1973. El árbol de caucho siguió allí a los pocos metros y por muchos años, como una suerte de homenaje anónimo al abuelo. Yo casi siempre que iba al centro procuraba “darle vuelta”. El árbol, cada vez más enorme, gritaba silencioso al aire y al subsuelo nuestro secreto desde el parque. Una tarde no lo encontré. Son árboles cuyas raíces son fuertes e invasivas y causan daño. Imagino que por eso lo cortaron. Pero mi recuerdo sique ahí. Mi recuerdo del abuelo, de mi infancia, del Parque de Bolívar y del centro de Medellín de mi infancia. De la esencia del centro que aún es posible resembrar en todos los sentidos.