Hay personas que, en muchos casos sin una pretensión explícita, dejan una huella imborrable en nuestras vidas
Antes que nada, creo más que pertinente advertir al lector de esta columna que hoy, en ella, encontrará una reflexión personal, suscitada por el dolor de una partida sorpresiva. No encontrará, en este caso, un análisis de actualidad o una reflexión alrededor del acontecer nacional, sino más bien un homenaje sencillo, personal, sentido. Si ha decidido continuar con la lectura, agradezco su atención y hacerse partícipe de este tributo.
Hay personas que, en muchos casos sin una pretensión explícita, dejan una huella imborrable en nuestras vidas, la cual se manifiesta en los caminos que decidimos recorrer, en las decisiones que determinan que nuestra vida sea la que tenemos y no otra, en las líneas de pensamiento que adquirimos, en nuestras creencias, valores, costumbres o formas de entender el mundo y lo que hacemos en él. Por supuesto, algunas de estas personas son nuestros familiares más cercanos, nuestros amigos, pero también –en algunos casos, medio olvidados en nuestras historias–, están nuestros profesores… aquellos que jugaron un papel preponderante en nuestras carreras y que, por su relevancia, alcanzan la categoría de “maestros”.
Cuando quiero profundizar en el significado de una palabra, siempre acudo al diccionario como primera medida, para vislumbrar mejor un concepto. Sobre la palabra “Maestro”, el Diccionario de la Lengua Española señala, como primera acepción, “Dicho de una persona o de una obra: De mérito relevante entre las de su clase”. La cuarta definición es “Persona que enseña…”. Algunos de mis maestros, que además han sido profesores, no solo me han enseñado sobre mi oficio o sobre alguna materia específica, también me han mostrado un camino para entender la vida y mi relación con el entorno. Han sido, en esencia, muy relevantes en los pasos que he dado. Supongo que el lector tendrá su propio listado de maestros que estará recordando a estas alturas. A continuación, presento el mío.
En el colegio, un profesor de español, frente al que me avergüenzo por no recordar claramente su nombre (tal vez Óscar Berrío), no solo me acompañó en una materia que siempre fue apasionante para mí y me ofreció lo mejor de sus conocimientos, sino que también jugó conmigo a los videojuegos en algunos tiempos libres, me aconsejó cuando lo consideró preciso e hizo lo mismo con mis padres; e incluso, sin los tapujos de la corrección política reinante de nuestros días, me supo decir algo que no olvido: “¡usted es como ‘mierdita’!”. Esta expresión me la soltó cuando vio mi comportamiento altivo y orgulloso, siendo apenas un niño de diez años. La crudeza de su sinceridad provocó en mí una reflexión tan profunda sobre mi comportamiento que, siento, moldeó un poco mi carácter y contribuyó a que siempre intente tener en la cabeza la pregunta sobre lo que significa ser humilde y noble en el trato.
Ya en la Universidad, por su parte, mi profesor de Literatura avivó en mí el sentido crítico, el deseo por el conocimiento y la afición por leer. Mario Aguiar, con su agudeza y sus siempre acertadas preguntas, me guio por los primeros pasos de la lectura entre líneas, me ofreció su biblioteca para que curioseara y leyera cuanto quisiera, y me ha regalado conversaciones que me siguen cuestionando sobre lo que soy. Además, se convirtió en mi amigo. Aguiar, como le digo con cariño, siempre me ha dicho que el periodismo debe ofrecer líneas de pensamiento y de ahí las aspiraciones intelectuales que debe perseguir quien se dedica a este oficio, eso sí, sin vanidades ni superioridad.
Justamente, esas reflexiones se acercan mucho a lo que me diría, algunos años después, el maestro que motivó esta columna: Pedro Roncal Ciriaco, periodista navarro fallecido el pasado 19 de agosto de un infarto fulminante, según se lee en las notas de algunos medios de comunicación españoles. En un correo de diciembre de 2015, al que tituló “Despedida”, nos escribió, a mí a mis compañeros del Máster en Radio del Instituto de Radio Televisión Española, al finalizar sus clases con nosotros, lo siguiente: “Insisto en lo que os dije algún día; creo que el objetivo de la enseñanza no es simplemente transmitir conocimientos sino contribuir a crear personas autónomas, con pensamiento propio. Esa debe ser vuestra gran ambición”.
Roncal será inolvidable para varias promociones del Instituto de Radio Televisión Española por sus test infalibles, que muy difícilmente se ganaban, y su capacidad para diseccionar cada boletín informativo con la precisión de un cirujano que sabe perfectamente la anatomía de la noticia. Pero no solo eso, su exigencia a un nivel superior, su humor negro –frente al que uno no sabía si reírse o llorar cuando uno era la “víctima”– y su capacidad para motivar el esfuerzo máximo del estudiante, se han quedado en mí para siempre. Todos estos elementos no solo revelan la pasión que tenía por la enseñanza, sino también su pasión por el periodismo… que es tan difícil de enseñar.
A mis maestros les agradecí en su momento y lo hago ahora con este texto corto con el que también pretendo resaltar la labor de aquellos docentes que, sin proponérselo demasiado, cambian vidas. Cuán importante es su labor y cuánto reconocimiento les falta. Gracias siempre, maestros, por amar lo que hacen y enseñar con amor… y rigor.
Nota de cierre: disculpará de nuevo el lector, pero esta columna estaría incompleta si no agradeciera a esos otros maestros… los más importantes, mis padres, Lucero y Gustavo. De mérito relevante en su clase, como diría el Diccionario, y que sí que me han enseñado lo que es la vida.