M.  Maeterlinck, La vida de las abejas, que es la nuestra en miniatura

Autor: Memo Ánjel
28 abril de 2019 - 09:04 PM

La vida de la colmena es como la de un esclavo inteligente y presto que supiera sacar partido de las órdenes más peligrosas de su amo.

Maurice Maeterlinck. La vida de las abejas.

Medellín

Lo que hay en el piso y por encima

Mientras unos miran hacia el cielo y descubren el infinito y la fe, otros lo hacen hacia el suelo y se encuentran con la razón, lo que hay y sus propias huellas. Giordano Bruno decía que en este mundo en que vivimos, un jardín también es una representación del cielo. Y así como hay infinitos mundos que giran en torno a estrellas y habitan las galaxias, también hay infinitos secretos a nuestro alcance, como lo demuestran los microscopios y suponen los que creen que se reencarnarán en gusanos, grillos o mariquitas con pintas rojas. Y podría ser, como dice Stefan Klein (en su libro La belleza del Universo), que la creación se entienda a partir del nacimiento de una rosa que se sostiene en nuestra mano o a la que miramos en medio de una maceta e incluso de un jardín, si vamos a hablar de paralelismos. 

Nos sostenemos sobre la tierra debido al peso de las atmósferas que caen sobre cada pulgada de piel (14 libras, dicen) y a la fuerza de gravedad. Por esta razón no flotamos y podemos caminar, correr y saltar. También agacharnos para ver lo que sucede en los pequeños territorios que hay a la orilla de los caminos y las playas de los mares. Y en estos mundos, que para la ignorancia son insignificantes, nos vemos reproducidos en migraciones, fundaciones, cadenas de recolección y transformación, danzas de la fertilidad, ejercicios del poder y mejoras o empobrecimientos de la especie.

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Uno de estos mundos es el de las abejas que, si bien no se dan a ras del piso, si al menos lo percibimos por el zumbido de sus pequeñas alas, el color dorado y negro de sus cuerpos, sus pequeñas antenas y el volar polinizando y bebiendo de las flores, realizando un trabajo biosférico que, de no hacerse, como parece que está pasando, pone en peligro el planeta. Y esto nos lleva a plantear una pregunta: ¿si estos himenópteros son los segundos en escala de inteligencia después de nosotros, como es que ellas (las abejas) tratan de mantener viva la tierra mientras los humanos (sus más parecidos) la estamos destruyendo? Pero bueno, cuando desaparezcamos por falta de hábitat (ya el aire lo estamos convirtiendo en humo y el agua en un veneno), alguna abeja reina saldrá de algún lado y las abejas reaparecerán, el mundo se llenará de flores y frutos y las bacterias se transformarán de nuevo en animales, primero acuáticos, después anfibios y luego andariegos, como cuando existía el paraíso sin Adán.

Las abejas

La abeja es un animal anthophilo (que ama a las flores), lleva el polen de un lugar a otro (poliniza), produce miel y cera y, por su forma de vivir se parece mucho a nosotros en cuestiones de organización social. De ellas habla la Biblia, diciendo que Sansón encontró un panal en las fauces de un león muerto, alimentándose con la miel; y que los amorreos en batalla parecían un enjambre de abejas. La mitología griega habla de Aristeo (el mejor, de aquí viene la palabra aristocracia), que les servía de guardián en la espesura del bosque, donde las flores son variadas. Aristeo, hijo de Apolo y Cirene (una mujer cazadora) les proveía de sol y de sombra, de los muchos néctares de la naturaleza y velaba porque su ciclo de reproducción y de vida se diera entre los meses de abril y septiembre.  En el siglo de Augusto, Virgilio las coloca en el cuarto libro de las Geórgicas, luego de hablar de plantas, sembrados y ganadería, estableciendo con esto que son el fin y el principio, diciendo además que la poesía se da donde ellas están. Este libro de Virgilio, las Geórgicas (que es una especie de amor al producido de la tierra), lo estudiaban los niños en las escuelas públicas romanas, aprendiéndose sus versos de memoria, en especial ese que dice que la miel viene de los campos vírgenes, esos espacios que el hombre no debe de tocar.

Abeja

Con precisión de entomólogo, Maeterlinck estudió las abejas para comprender su estructura social.

Mientras aparecía la caña de azúcar (que los árabes encontraron en la isla de Candy, en los mares del sur), la miel hizo parte de los brebajes (hidromieles) de Odin y de Thor, de los vikingos que buscaban miel como si fuera oro y váyase a saber si de los descendientes de Tubal Caín, que crearon los instrumentos musicales, haciendo zumbar cuerdas como si fueran alas de abejas. En la Edad Media, las brujas prepararon muchos de sus remedios con miel y con emplastos que contenían cera de panal, lo que embellecía a las mujeres y las hacía amorosas. Y ya, después las muchas industrias que se hicieron con la miel, lo último que sabemos de la inteligencia de las abejas (de la dulzura de su trabajo, dirá alguno), lo cuenta Svetlana Alexiévitch, en Las voces de Chernóbil. En esa ciudad, días antes de que el reactor atómico se dañara soltando buena parte de su carga radioactiva, las abejas fueron las primeras en irse porque intuyeron que algo malo estaba pasando. Igual que las lombrices, que se hundieron a más de tres metros bajo tierra.   

Las abejas de Maurice Maeterlinck

A un hombre que hace teatro, le gusta ver detalles: se fija en las caras, los mohines, el brillo de los labios y los ojos, los movimientos imperceptibles, las sombras, los cambios de luz etc. Y Maurice Maeterlinck, premio Nobel de literatura 1911 y nacido en la Bélgica de habla francesa (en Gante, el 29 de agosto de 1862), era un hombre de teatro y de poemas. Jorge Luis Borges dice que, al igual que Edgar Allan Poe, sus historias nacieron del terror y ejemplo de ello es su obra de teatro más conocida, Los ciegos, en la que dos ciegos andan perdidos en un bosque, lo que debe ser como estar dando vueltas en un ataúd. Lo que no se sabe es si en ese horror, buscaba la belleza, como pasó con Charles Baudelaire y Las flores del mal. O como Arthur Rimbaud, en sus Iluminaciones, poemario que lo acreditó como un poeta maldito.

Sin embargo, Maeterlinck, y a pesar de sus obras de teatro y poesía donde expresaba el miedo de estar vivo (era un simbolista), se manifiesta también como un gran investigador de corte poético-científico-literario, en lo que demuestra saber mucho de entomología (la ciencia de los insectos) y botánica. En su libro La inteligencia de las flores, que contiene también un artículo sobre el Homero de los insectos y un par de notas sobre el boxeo, el escritor escribe como un científico naturalista que se asombra con la vida que aparece a su alrededor. Y no solo es curiosidad, sino que, con lo que mira detalladamente, busca encontrar lazos con la vida de los humanos, pues ya concibe que no somos el centro del todo sino una parte unida estrechamente a lo que pasa en lo otro (plantas animales, ecosistema) que también está vivo y comparte con nosotros el aire y el agua, las variaciones climáticas y el paso del tiempo. Y es en esta búsqueda y observación presente en el sitio (se queja de que muchos escriben solo a partir de bibliotecas) que logra el más conocido de sus libros: La vida de las abejas (1901). Luego escribirá La vida de las hormigas (1930) y La vida de las termitas (1927), libro este último que le producirá dolores de cabeza pues es considerado un plagio de Die Siel van die Mier (el alma de la termita o de la hormiga), un texto escrito por Eugene Marais, naturalista sudafricano, quien lo demanda y al fin desiste de seguir el proceso debido al sistema burocrático francés, que es un laberinto. Claro que en este caso sucede que cuando se está citando y no sea sabe de quien tomó la idea el citado, los unos se terminan copiando de los otros, coincidiendo en conceptos y, como no sea una creación de ficción, se habla siempre de lo mismo con iguales códigos y bueno, demandar a un Premio Nobel no deja de ser emocionante, en especial para los envidiosos.

Pero La vida de las abejas no se cuestiona. El método, la observación, el lenguaje, la sugerencia de que somos abejas porque partimos de un enjambre, fundamos ciudades para vivir juntos y chupamos de lo que producimos para sobrevivir. Y en esta reunión que nos hace posibles (el hombre solo se anula, igual que la abeja sola), existen las jerarquías, los tipos de trabajo y el ejercicio del poder. Y la conciencia, que Maeterlinck define como esto que da más sombras que luz, crea más ignorancia adquirida que ciencia y nos lleva a dejar unas cosas por otras lo que, en términos freudianos, produce un malestar cultural. “Sé que para mí eres una cosa desconocida, pero hay algo dentro de mí que ya te reconoce”, acota Maeterlinck a su teoría, creando un ambiente de horror. Igual al que se vivía en la caja de cristal donde encerraba a las hormigas para verlas. Allí se movían desesperadas por estar presas en su propio hormiguero, sin más opción que devorarse ellas mismas.

Portada de la Vida de las Abejas editorial Ariel

Portada de la edición de La vida de las abejas, publicada por Editorial Ariel, de Barcelona, hoy parte del Grupo Planeta.

Pero para el libro de La vida de las abejas, la situación es distinta; Maurice Maeterlinck tiene una colmena de cristal (de observación) situada en su gabinete de trabajo, pero con salida a las calles de Paris. De allí, de la muchedumbre de techos y jardines, de árboles y sobras de los restaurantes, se alimentan sus abejas, que regresaban siempre al panal para ser observadas. El escritor ve a la reina que pone sus huevos, a las obreras que traen su material para convertirlo en miel y cera, a los zánganos y machos que engordan y solo esperan ser llamados para engendrar en un acto amatorio que propicia su destrucción por parte de las obreras que, durante todo un día, detienen su trabajo y se dan al linchamiento de los amantes de la reina. Al finalizar el acto, sacan los cadáveres de la colmena y los botan. Todo este asunto parece una Revolución Francesa.

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La inagotable organización de la vida, la moral del trabajo ardiente y el ocio, el temor al humo y a las rondas sospechosas, igualan a las abejas con los hombres y mujeres: sus manifestaciones y luchas por el porvenir son teatrales (escenas y cuadros). Y La vida de las abejas son siete escenas, en donde se descubre lo no visto y se da una representación al lector para que se vea allí. Es una observación detallada hecha por un hombre que, debido a su bigote, parecía más un boticario que un escritor. Y si, de alguna manera su trabajo es una receta para sabernos vivos, subiendo y bajando, y manejando los pequeños horrores cotidianos. 

Nota 1: La Inteligencia de las flores fue prologada por Borges, pero parece que no leyó el libro. No era hombre de flores, supongo, aunque si de la calle Florida.

Nota 2: las abejas son animales domésticos y el azul es su color preferido, según Virgilio. Maurice Maeterlinck dice que la picadura es del mismo color. 

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