Parece que los seres humanos tuviésemos una tendencia a dividir el mundo en dos mitades.
Parece que los seres humanos tuviésemos una tendencia a dividir el mundo en dos mitades. Los buenos y los malos; los ricos y los pobres; los nativos y los extranjeros; los blancos y los negros. Esa tendencia fue denominada por el reconocido divulgador y cofundador de la Fundación Gapminder, Hans Rosling, como “el instinto de separación”.
Rosling explica, en su libro Factfulness (Deusto, 2019), que cuando él habla de este instinto de separación se refiere “a la irresistible tentación que sentimos de dividir todo tipo de cosas en dos grupos diferenciados y, en ocasiones, contradictorios, con una separación imaginaria –un enorme abismo de injusticia– en medio de ambos”.
Esta idea de separación del mundo en dos, continúa Rosling, tiene una enorme influencia en la percepción errónea que tienen las personas del mundo. Y, evidentemente, hay sectores de la sociedad que se benefician de esta división para justificar sus discursos e influir en las personas; para facilitar la delimitación de lo que es bueno y lo que es malo; en esencia, para distorsionar la realidad y consolidar prejuicios engañosos.
En nuestro país ya llevamos varios años hablando de polarización y, específicamente refiriéndonos al escenario político, pocas cosas han sido tan convenientes para los extremos ideológicos como la profundización de esta división. Primero, hablamos de uribistas y antiuribistas; luego, de “amigos” y “enemigos” de la paz; y después de las elecciones presidenciales de 2018, de uribistas y petristas, quienes han tomado la batuta de la división del país, con la perversión de haber creado un enemigo común: los tibios, que son quienes no se sienten cómodos en ninguno de estos dos extremos.
Este instinto de separación ha sido y sigue siendo perfectamente funcional y práctico para ambos bandos, pues simplifica la comprensión de los problemas políticos, crea un enemigo al cual culpar de todo y, en consecuencia, disminuye el juicio crítico. Así, los buenos son los de un bando, los malos son los del otro y la única opción es la lucha del “bien” contra el “mal”, en la que se busca derrota del “mal” y, en consecuencia, la anhelada victoria final del “bien”. La división es perfecta porque la sola existencia del otro justifica el radicalismo propio, creando un círculo vicioso sin final aparente, más allá de la “destrucción” del “mal” mismo.
El grave problema en todo esto es que así no funciona la democracia, que se debe fundamentar en la búsqueda de consensos y el reconocimiento y respeto de los disensos, en la búsqueda de soluciones imperfectas y en la construcción colectiva de caminos y puentes que reúnan. Sin embargo, aquí seguimos empeñados, y lo hacemos hasta de forma inconsciente, en seguirnos dividiendo en buenos y malos. Aquí y en buena parte del mundo, que vive un auge de los extremismos.
Últimamente –y pido excusas al lector por hablar en la pedante primera persona–, estoy muy interesado en la filosofía estoica y por eso la cito con alguna frecuencia. En el libro de Massimo Pugliucci Cómo ser un estoico (Ariel, 2018), este filósofo y divulgador cita a uno de los padres del estoicismo, Epicteto, quien afirma que “son unos locos (…) los que creen que el mundo es blanco y negro, el bien frente al mal, donde siempre es posible diferenciar con claridad a los buenos de los malos. Ese no es el mundo en el que vivimos, y suponer lo contrario es bastante peligroso y demuestra muy poca sabiduría”.
Precisamente, los estoicos creen que las personas no hacen el mal, sino que tienen puntos de vista equivocados sobre el mundo que, a veces, las conducen a realizar actos terribles.
Si dejáramos de caer en el peligroso juego de los buenos y los malos; si dejáramos de dividir el mundo en dos… a lo mejor veríamos más matices, reconoceríamos lo bueno de cada postura y tendríamos más posibilidades de caminar en una misma dirección para construir un desarrollo, no solo más constante, sino también más incluyente. Un proyecto común, superior a las diferencias.
Empecemos por estas elecciones regionales que se aproximan, desconfiando de aquellos candidatos que nos quieran simplificar el mundo y dividirlo en dos bandos. Fortalezcamos el juicio crítico, para que veamos un mundo con menos amenazas y con más aliados.