El mayor enemigo de la democracia hoy es ella misma si no logra reinventarse.
El primer enemigo que tuvo la democracia fue la aristocracia, y fue vencida a través de las revoluciones liberales: la Revolución Inglesa en 1650, la Independencia americana de 1776 y la Revolución Francesa en 1789.
El segundo gran enemigo de la democracia, una vez que fueron reemplazadas las monarquías, fue el comunismo. Finalmente éste fue derrotado por la historia y cayó por su propio peso en 1991, por la disolución de la Unión Soviética.
El tercer enemigo importante fue el fascismo, que casi logra dominar el mundo durante la Segunda Guerra Mundial y que fue eliminado estruendosamente en 1945. Sin embargo, hubo regímenes autoritarios en gran parte del mundo, incluida Latinoamérica, en la segunda mitad del siglo XX, hasta el comienzo de los años noventa.
Ninguno de estos enemigos está del todo derrotado, aunque como modelos históricamente ya no existan.
En el caso del comunismo aún persisten tres o cuatro regímenes en el mundo, que aunque son más caricatura que otra cosa en cuanto a modelos, no por ello dejan de ser peligrosos para sus vecinos y sobre todo muy perjudiciales para sus propios habitantes.
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Las diversas formas de gobiernos autoritarios sí son todavía importantes como para no considerar a la democracia totalmente triunfante en este sentido. Pero las dictaduras en su gran mayoría han sido vencidas, y los regímenes tradicionales, más a-democráticos que antidemocráticos, tienen los años contados.
El verdadero peligro de la democracia en el siglo XXI es su antiguo enemigo: la aristocracia. Cada día es más cierto, y en ello coinciden autores de recopilación como Piketty, Harari, Watson y Van Doren, que las democracias como proyecto republicano están siendo reemplazadas por gobiernos de pequeñas élites políticas y económicas que dominan todas las decisiones importantes.
Así las cosas, el mayor enemigo de la democracia hoy es ella misma si no logra reinventarse, ya que como no tiene enemigos con los cuales autodeterminarse en términos hegelianos, poco a poco se irá convirtiendo en un mero símbolo de esta legitimación, lo que se ha dado a llamar los superhombres del siglo XXI: las poderosas élites.
No se trata de una teoría conspirativa, ni de un reencauche de los ya obsoletos autores neomarxistas de hace cincuenta años, que aún hoy en día muchos siguen citando como si el mundo no se hubiese transformado radicalmente. Es más bien una elaboración colectiva de analistas más tecnócratas que ideólogos, quienes sencillamente describen el mundo como es y cómo se va transformando y no como queremos que sea y quisiéramos que evolucionara.
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Colombia no escapa a este designio. Los partidos y sus candidatos se alejaron de los ciudadanos y se autodenominan elites gobernantes, con una especie de destino manifiesto (sobre todo las izquierdas y derechas más autoafirmativas). También aquí hay que reinventar el viejo truco de que las elecciones por si mismas validan a las élites y pensar en nuevas fórmulas. Los avances tecnológicos ya permiten una especie de cogobierno de multitudes. Quizá esa sea la clave. Sólo faltaría encontrar la manera de utilizar correctamente esos nuevos recursos, educar a la ciudadanía para ser parte activa e ello y sobre todo hacer que exista una voluntad política para que esto sea posible.