Es la herencia de Santos. No hay cooperación armónica entre las ramas del poder. Lo que existe es un gobierno de los jueces, ilegal
La Constitución del 91 cerró, en la práctica y teniendo en cuenta las circunstancias actuales, toda posibilidad institucional de reforma a las ramas del poder, en especial, la judicial, que no sea consensuada y tiró las llaves a la Fosa de las Marianas.
Para que ello fuere posible se necesitaría un gran acuerdo político en el Congreso y el visto bueno de los jueces supremos, y ni uno ni otro existen hoy. En los dos mandatos de Santos, la mermelada sirvió de combustible para mover el parlamento vía actos legislativos para reformar la Carta y, de paso, entregar su propia soberanía, la que le delegó el pueblo, renunciando a sus funciones legislativas. Hoy, las mayorías en el Congreso vienen de ese linaje y se oponen a todas las iniciativas importantes del gobierno de Duque porque no les reparte esa bomba de calorías para que engorden sus vientres y sus bolsillos. El resultado es que el presidente no tiene gobernabilidad porque quienes debería apoyarlo por cercanías ideológicas en defensa del estado de derecho, están sometidos a una dieta estricta que los tiene aterrados. La barriga, para ellos, prima sobre la defensa de la democracia.
Y como si esto fuera poco, Santos suplió vacantes de las altas cortes con magistrados que obedecían sus órdenes como retribución al favor recibido, mediante el mecanismo de permitir el empoderamiento de los que ya estaban en ella y hacerse el de la vista gorda (en complicidad de un Congreso que le tiene miedo a las cortes) en el carrusel de nombramientos con el objetivo de conseguir la mayoría requerida para que las cortes le aprobaran todas sus iniciativas, con pequeñas modificaciones para maquillar las sentencias de independencia judicial.
Esta estrategia consiguió el resultado doble de que la Corte Constitucional pasara por encima de la propia Carta, sustituyendo al Congreso y al Ejecutivo. El punto de quiebre, un verdadero golpe de estado se dio cuando esa corporación tomó la disposición fraudulenta, con el apoyo de las otras dos cortes y del mismísimo congreso enmermelado, de imponer el sí al pacto Santos -Farc, el mismo que había sido negado en el plebiscito por el pueblo, depositario de la soberanía de la república. Al hacerlo, traicionó (traicionaron todos los implicados) al constituyente primario al hacer caso omiso el principio fundamental de mayoría de toda democracia e impusieron, por la puerta de atrás, lo que el pueblo había negado por la de adelante. En estricto sentido, todo lo aprobado para afianzar las negociaciones Santos – Farc a partir de ese desconocimiento de nuestra juridicidad, es ilegal.
Ya desde antes se veía la cascada, consentida por el parlamento, de fallos en los que la Corte Constitucional legislaba, pero que desde entonces se hicieron cuotidianos, mientras la CSJ acosaba (y acosa) a la oposición y exonera o no investiga, o lo hace a paso de tortuga a los amigos de Santos, con el apoyo de la fatídica dirección de la Fiscalía a cargo de Montealegre, y el Consejo de Estado tomó y tomaba algunas decisiones que son inexplicables si no se leen a la luz de una eventual oposición al ejecutivo.
Es la herencia de Santos. No hay cooperación armónica entre las ramas del poder. Lo que existe es un gobierno de los jueces, ilegal, de acuerdo con nuestro ordenamiento jurídico, y al que presumiblemente, no van a renunciar. Ahora bien, en aras a la claridad y a la verdad, debo decir que no me refiero a la totalidad de los magistrados de las altas corte porque hay entre ellos juristas que se destacan por su imparcialidad y ejercicio ponderado de sus funciones.
Así las cosas, no es posible la reforma de las instituciones, hoy, con la participación del legislativo, y, mucho menos, del poder judicial. ¿Cómo resolver este entuerto? Una vía sería un referendo como el impulsado por Herbin Hoyos, algunas de cuyas preguntas apuntan a reformar las cortes. Pero ¿cómo podría ser factible? Con seguridad no sería aceptado por la Corte Constitucional. Propone Uribe una papeleta antidroga, pero esa idea puede generalizarse para lograr un acuerdo más amplio para reformar las instituciones mediante un referendo que recibiese el apoyo mayoritario de los partidos para que por decreto de Duque se contaran los votos, el resultado, aunque no fuese jurídicamente vinculante. sí constituiría una presión política suficientemente fuerte para abrir camino a las reformas respetando la ley. Igual podría pensarse en ese camino en la alternativa de una constituyente.
Ahora bien, un acuerdo en el Congreso, ya lo dije, hoy no es viable, a no ser que se cambien las condiciones políticas y se abriera un acuerdo de representación con otros partidos, que no sería para el reparto de mermelada, como de manera grosera hizo Santos, sino uno que llevara al gobierno a esas formaciones políticas, con reglas claras y transparentes, que no incluyan, entre otros, los cupos representativos, ni los contratos por cuotas y otras prácticas corruptas.
No sé si eso sea posible, ya sea porque a Duque no le guste esa idea o porque a los partidos independientes les parezca insuficiente. Pero habría que intentarlo. A Duque le podría servir la expresión que un colega mío dijo en la Universidad hace mucho tiempo en una asamblea y que utilicé el año pasado para titular una columna: “Hay que arrear con las mulas que tenemos”, y esto, en todo caso, iría acompañado de presión popular. Si se buscan fines muy altos, hay que sacrificar un poco, sin entregar los principios. Lo perfecto es enemigo de lo bueno.
Si ese consenso partidario de los defensores de la democracia en el Congreso no fuese posible, un apoyo muy masivo en la recolección de firmas, acompañado de movilizaciones y otras demostraciones populares de los ciudadanos, podrían tener la fuerza suficiente para imponerlo. Pero es un camino mucho más difícil. Habría que ensayar, en todo caso, la estrategia con el Congreso, y, si no funciona, a través exclusivamente de la presión popular. Pero algo hay que hacer.