Lavanderas

Autor: Álvaro González Uribe
27 junio de 2020 - 12:05 AM

Homenaje a las lavanderas, en especial a las de río, esas que se meten al agua, mojan sus pies curtidos, pisan descalzas las arenas o las piedras y arquean sus espaldas.

Medellín

Esta pandemia, esta cuarentena, nos ha llevado a cosas que nunca hacíamos, que poco hacíamos o que hace mucho tiempo no hacíamos. ‘Hacer’…, cuando el verbo hacer empieza repetidamente a cambiar de objeto estamos mutando. Cuarentena crisálida. Entre tantos males y privaciones bienvenidos muchos actos, cambios en el ritmo de vida, nuevos quehaceres y nuevos pensamientos y ojalá hábitos. ¿Nueva vida? Esperemos.

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‘Oficios’…, los nuevos oficios personales ante la pandemia. Tantos oficios que nos ha tocado ejercer, que hemos aprendido, que hemos recordado, que hemos comprendido en su real dimensión, que hemos empezado a respetar, a admirar. Oficio es una palabra bella, digna, me gusta.

Hace poco salí a lavar mi ropa como de costumbre en estos días. No tengo lavadora -el aparato- ni pienso tenerla en el lugar del campo donde paso estos días, quizás meses, quizás…, (mejor callo). Claro que he lavado ropa antes, pero en este ‘hace poco’ pensé más en ese acto y con mayor profundidad. Es la época, esta época dramática y extraña de ficción que nos hace pensar más cada paso a paso de muchos actos, ayudan el silencio y cierta mayor soledad. Eso es bueno, hasta ahora…

Y entonces cuando salía con el balde que no de balde se me ocurrió qué bueno lavar esa ropa en el río, sí, bajar al río y lavarla allí, como esas lavanderas que tanto había antes y aún hay en varios lugares del mundo, esas que lavan en los ríos, esas lavanderas, mujeres valiosas, maravillosas y hermosas en el real sentido de la palabra, esas mujeres que lavan la ropa para estregarle y expulsarle las fatigas, los llantos, las juergas, el trajín, la vida de ayer y de más antes como exorcizándole a las prendas su pasado de ayer y de más antes. Esas mujeres que con sus manos prodigiosas devuelven los colores y que en especial regresan el blanco blanco.

Y miré hacia el río… Pero no, no lavé la ropa en el río porque utilizo jabón y no iba ni voy a ensuciar el agua, es el agua de mis hijos, del planeta. Sin embargo, de todas maneras, convertí ese acto de lavar prendas afuera en todo un ritual, en toda una evocación, en todo un acto solemne pensando minuto a minuto en esas mujeres, valiosas, maravillosas, mujeres que lavan en los ríos y en las quebradas las prendas de sus amores, de sus hijos, de sus familiares o de otra gente.

Nunca o casi nunca pensamos en ellas, pese a que llevamos su oficio puesto en el cuerpo durante miles de vivires, de actos mínimos y de acontecimientos, desde el ajuar hasta la mortaja. Alguna lavandera le tuvo que haber lavado la ropa a Abraham para intentar sacrificar a su hijo Isaac, también la de Isaac, quizás fueron Agar o Sara, quizás; alguna lavandera le tuvo que haber lavado las vestiduras a Jesús cuando entró a Jerusalén, la túnica inconsútil o el manto sagrado o el paño a la Verónica. Alguien tuvo que lavarle la ropa a Ulises antes de pasar cerca de las sirenas o la bufanda a Isadora o el velo a Seherzada o el turbante a Alí Babá o la diez al Pibe o la amarilla a Egan o el liqui liqui a Gabo, como también alguien tuvo que lavar las sábanas níveas entre las que se elevó al cielo Remedios, la bella.

Alguna lavandera también tiene que lavar la capa del viejo hidalgo y el mantelito blanco y la camisa de once varas y el paño de lágrimas y la seda de los guantes y la lana virgen y la caperucita roja y la hamaca grande y las medias naranjas y el hábito que no hace al monje y el pañuelo que es el mundo y la toalla antes de ser arrojada y la mucha tela que cortar y, claro, el tejido social. Y hasta la toga del cartel.

Y, "…juro por el Dios de mis padres, juro por ellos, juro por mi honor y juro por mi patria, que no daré descanso a mi brazo, ni reposo a mi alma, hasta que haya roto las cadenas que nos oprimen por voluntad del poder español. Imposible imaginarse esas palabras del soberbio joven Simón Bolívar en el Monte Sacro con su ropa sucia, alguna mujer romana se la tuvo que haber lavado con mucho esmero. Todos esos personajes reales o míticos con su ropa limpia, lavada por una lavandera para que pudieran pasar a la Historia o a las leyendas con su ropa limpia, al menos al inicio de sus jornadas, al menos en algún inicio.

Y claro, alguien lavó la ropa que usted tiene puesta mientras lee esta columna amable lector o lectora, de cualquier manera alguien la lavó, quizás también fue usted, todos nos dignificamos con ese bello oficio de lavar la ropa.

Ellas, las lavanderas, sacan los sudores, los olores, los sabores, ¡la sangre!, las tierras, los rastros, el polvo de los caminos. Ellas, las lavanderas, de alguna forma están ahí en todas partes, silenciosas, indispensables, están y han estado siempre ahí de alguna forma en las batallas, en los tronos, en las prisiones, en los altares, en los teatros, en los banquetes, en las juntas, en los patíbulos, en las pilas bautismales, en las salas fúnebres, en los laboratorios, en las entregas de los premios nobeles, en los estrados.

Tantos oficios silenciosos, necesarios, hermosos, valiosos, muchos ocultos. Hoy rindo un homenaje a las lavanderas, a todas, pero en especial a las de los ríos, esas que se meten al agua, mojan sus pies curtidos, pisan descalzas las arenas o las duras piedras, arquean sus espaldas, a veces de rodillas, toman su mazo y golpean la ropa con amor -es posible golpear con amor, al menos en este caso- y que muchas veces cantan canciones al son y ritmo de la orquesta de la corriente o conversan entre ellas de miles de cosas secretas de sus vidas, de la vida.

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Pensé en todo eso mientras lavaba mi ropa, cada acto debe ser un ritual, un recuerdo, un homenaje, un honor, un acontecimiento. Cada oficio es el más importante del mundo, y de la Historia. Al fin y al cabo, ¿qué es la Historia sino un entrelazamiento de oficios?

 

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