Para mí las plazas son los sitios más especiales de los barrios, pueblos y ciudades. Son la sala
Añoramos muchas cosas en esta larga cuarentena. Nuestra escenografía de vida cambió. O se restringió, para ser más exactos. Entre los lugares que más extraño están las plazas, los parques. Digo parques porque así también conocemos esos lugares abiertos en ciudades, pueblos y barrios donde confluyen los habitantes cercanos y los visitantes. Donde se junta la vida para cualquier cosa, quizás por eso me gustan. No todo parque es plaza ni toda plaza es parque.
Sobre plaza dice el Diccionario de la lengua española (RAE) en su primera acepción: “Lugar ancho y espacioso dentro de un poblado, al que suelen afluir varias calles”. Yo le agregaría “varias gentes”.
Desde niño me han atraído las plazas. Extrañados, mis hijos Tomás y Simón me preguntaban siempre por qué me gustaban tanto. Me gustan. Tenían razón: veían que adonde íbamos yo buscaba siempre las plazas para simplemente sentarme en las bancas un rato.
Soy un buscador de plazas. Nací como con una brújula interna que me dirige hacia las plazas. Lo sé, son solo un lugar, nada especial aparentemente. Sin embargo, para mí las plazas son los sitios más especiales de los barrios, pueblos y ciudades. Son la sala. Allí se siente su clima humano, su temperamento. Allí se encierra la esencia del territorio urbano que las contiene. Además, por lo general, las plazas son oasis de paz (sin la letra L son paz-as).
Las plazas para sentarse a leer, para ver pasar gente, para conversar o simplemente para no hacer nada.
Plaza o parque del barrio El Poblado, Medellín.
Ser un consumidor consuetudinario de plazas me ha convertido en casi un experto “plazólogo”. Las huelo, las palpo suavemente con la mirada, las escucho respirar, las siento, están vivas en ese su sueño casi siempre apacible. Claro, los ciudadanos vemos y juzgamos las plazas según para lo que las usemos o según cada punto de vista, como todo. Para mí las plazas son un sitio para atisbar (ese verbo sin par que tanto usaba el maestro Fernando González) y para pensar. También para conversar, ojalá con desconocidos que por tanto dejan de serlo aunque nunca los volvamos a ver.
Las plazas deben tener árboles y mucho verde. Y bancas para sentarse y ojalá palomas y un señor que venda crispetas. A veces un prócer o una fuente. Sin eso son desabridas, hurañas, no invitan. Una plaza sin árboles y bancas está desnuda de ropa, de carnes y de huesos, es baldío. Y por favor alcaldes: con esa costumbre de endurecer las plazas están matando ciudad, barrio, pueblo. Y también es un error llenar las plazas de cosas con el ánimo de que sean más útiles. No, las plazas no se pueden atiborrar porque se les sustrae espacio a los pensamientos libres. Las llenan de equipamientos que llaman. Con eso las desnaturalizan, les quitan su esencia, les ensucian el espíritu, se lo confunden. Terminan siendo un poquito de todo, es decir, nada.
“De aquí que los parques, esos como pedazos de campo entre las urbes, sean también higiénicos para el espíritu… los parques públicos habrán de ser más eficaces mientras mejor produzcan la ilusión del campo, mientras menos artificios entren en su disposición y estilo; que serán mejores aquellos donde impere Naturaleza con su armonía y hermosura inimitables”. (Tomás Carrasquilla, “Obras completas”, citado por Luis Fernando Arbeláez y Pedro Pablo Peláez en “La gran Avenida Juan del Corral. Un corredor ambiental”; 2020).
Plaza de Salamina, Caldas
¿Y en el marco? En la plaza clásica la iglesia, la casa cural, la botica y la alcaldía.
Siguiendo mi brújula cuyo norte son las plazas he continuado habitando plazas. Soy habitante de plazas. Tengo en mi memoria cientos de plazas de pueblos y ciudades y barrios. Un poblado sin plaza no sabe a nada, no tiene unidad. Cada plaza es única. Tiene su personalidad propia y ésta es la de todo el poblado al cual le sirve. Plazas de pueblos, de ciudades y de barrios, cada una con su impronta.
En su “Viaje a pie” (1929), Fernando González (¡ah!) sentado en la plaza de Salamina -Caldas- pensaba: “Las plazas de los pueblos no son sino agradables. Allí se vive despacio porque no hay acontecimientos y el tiempo dura mucho cuando pasa sin emociones. Cinco o seis odios y prejuicios tan grandes y perennes como los cinco o seis carboneros, yarumos y cedros de la plaza: esa es el alma tranquila de sus habitantes, el boticario, el cantinero, el cura. Se parecen a la plaza de sus vagos y dormilones habitantes. En ella se destaca la iglesia penumbrosa, consonante del confuso misticismo del boticario”. La idea de plaza…
Amable lector, cuando esto pase nos vemos en la plaza para que hagamos de todo, en especial, nada.
@alvarogonzalezu