Furiosos, incómodos, atemorizados y escandalizados, compartimos la información y le sumamos la palabra “¡Indignante!” para categorizar el sentir que nace, se manifiesta y muere en instantes.
Indignación y redes sociales parecen dos conceptos indivisibles. La noticia de un niño abandonado o abusado; las desgarradoras fotografías de mujeres maltratadas; las evidencias visuales de un caso de discriminación en Sudáfrica, en algún país europeo o en El Poblado; o el video del maltrato a un animal en algún lugar del mundo, son pan de cada día en las líneas de tiempo de las redes sociales.
Furiosos, incómodos, atemorizados y escandalizados, compartimos la información y le sumamos la palabra “¡Indignante!” para categorizar el sentir que nace, se manifiesta y muere en instantes, con la publicación de la palabra y, probablemente, alguna conversación de pasillo con un compañero. A lo sumo, nos tomamos una selfie tapándonos un ojo para expresar nuestro rechazo a la agresión física a una famosa actriz, remplazamos nuestra imagen de perfil por una que tenga un marco que nos solidarice con alguna causa de la que poco conocemos, o lanzamos diatribas feroces para que otros se indignen también. Emociones fugaces. Causas que no alcanzan a ser ni la C de la palabra.
La definición de indignación nos dice que es el “sentimiento de intenso enfado que provoca un acto que se considera injusto, ofensivo o perjudicial”. Pero en las redes sociales, existen mercaderes de sentimientos vacuos que fundamentan sus “negocios” en promover “contenidos emocionales” para ganar clics, visualizaciones, influencia y dinero por medio de los canales digitales. Comercializan lo injusto, lo ofensivo y lo perjudicial. Lo vuelven viral y lo convierten en cotidiano, en natural.
Como apuntaría Zygmunt Bauman en La vida líquida, “en esa sociedad (en la sociedad de la vida líquida), nada puede declararse exento de la norma universal de la «desechabilidad» y nada puede permitirse perdurar más de lo debido. La perseverancia, la pegajosidad y la viscosidad de las cosas (tanto de las animadas como de las inanimadas) constituyen el más siniestro y letal de los peligros, y son fuente de los miedos más aterradores y blanco de los más violentos ataques”.
No se puede desconocer que las redes sociales tienen el potencial de fortalecer una actitud crítica, una opinión informada y una participación ciudadana más activa. Muchos son los ejemplos en el ámbito global de movilizaciones sociales que han nacido por estos medios. Pero, la contracara que no podemos olvidar –y que es más común que esa indignación que lleva a la acción–, es la facilidad para acostumbrarnos a ver tragedias a través de una pantalla, la fácil movilización de causas manifestada en un escaso clic, o la apacible indignación de comentar lo injusto, compartirlo y sumarlo al cotorreo global, sin sentido.
Bauman, pesimista de lo que se puede lograr desde las redes sociales y su poder de movilización social, concluyó en una entrevista con El País (España) de inicios de 2016 que: “Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa”.
En medio de tantas redes, nuestros hilos, dictaminaría Zygmunt Bauman –el polaco que falleció el 9 de enero de 2017–, tienden a descoserse.
Nota de cierre: Néstor Humberto Martínez, aferrado a su silla de Fiscal General de la Nación, es consciente del daño que le hace a la institucionalidad del país. ¿O acaso se puede vivir tan ensimismado para no notar las evidencias?