Memo Ánjel escribe sobre “una relación inevitable: perseguido-perseguidor-auto perseguidor”, característica de la novela negra, género que le ha interesado, tanto para leerlo como para escribirlo.
“Sería quizá exagerado afirmar que, en muchas investigaciones, se establecen relaciones cordiales entre la policía y aquel al que debe acorralar para que confiese. Pero casi siempre, a menos que se trate de un ser obtusamente brutal, se crea una especie de intimidad. Sin duda por el hecho de que durante semanas, a veces meses, policía y delincuente solo se preocupan el uno del otro (…) Ambos se juegan la piel”. Gorges Simenon, Pietr, el Letón. Cap. 17, La botella de ron.
De las novelas del comisario Maigret (personaje creado por Georges Simenón ), el editor Luis de Caralt publicó 78, traducidas al español, en una serie titulada Las novelas de Maigret. Y en todas esas novelas, desde Maigret y los ancianos hasta Maigret y el confidente, la pregunta es la misma: ¿qué razones tiene el criminal para serlo?.
Unas primeras versiones
En Confesiones del estafador Felix Krull, Thoman Mann (Escritor alemán, Premio Nobel de Literatura 1929) tiene una teoría: el criminal es un actor que cumple con satisfacer a su público, que le pide ser engañado astutamente por él. Y este actor, ejecutor de múltiples roles, va por la vida no solo engañando a otros sino al Estado, a las religiones y a los intelectuales, que hacen de él un personaje picaresco y paradigma de los bajos fondos, como lo fue el poeta Francoís Villon, que tuvo como destino colgar de una horca. Así, el criminal simplemente actúa y ejecuta actos que ponen los ojos de muchos encima de él. Quiere ser centro de atención y a la vez jugador de naipes. En síntesis, es un tahúr que le juega a la suerte poniéndole trampas. O, como en El séptimo sello, la película de Igmar Bergman, le juega a la muerte (al azar), seguro de que ella también se equivoca cuando hace un movimiento sobre el tablero.
En Auto de fé, Elías Canetti (Escritor sefardí, Premio Nobel de literatura 1981) hace otra propuesta: el hombre no deja de ser un criminal, la cultura no lo salva, por el contrario lo empuja a lo peor. Auto de fé (la única novela de Canetti), quizá siguiendo la tesis de Freud en El malestar en la cultura, plantea a un hombre que, al liberarse de los controles culturales, termina habitando su real condición: la del desorden y los instintos. Esta tesis, también presente en la obra de teatro Las bodas, trata de demostrar que el hombre no solo es un animal cruel al que le gusta sufrir y causar sufrimiento, sino también (siguiendo los presupuestos sartrianos), alguien condenado a la libertad y, en el caso propuesto por Canetti, la libertad de hundirse y recrearse en el hundimiento. En otros términos, el hombre es un desobediente, como el diablo, asunto que ya se plantea en el origen de las religiones. Y en esta desobediencia se mantiene en estado de culpa.
Patrick Modiano (Escritor francés medio judío, Premio Nobel de Literatura 2014), en su Trilogía de la ocupación, que le sirve de base para sus demás novelas, tiene otra propuesta: el hombre es un ser saliendo permanente de la guerra, sin logarlo. Y en este no poder dejar su condición en guerra, la continúa por donde va, se aferra a ella, la coloca en el presente y en el pasado, en los sitios que habita y en los que deja. Y en esa guerra heredada y vivida, pierde su ubicación, se busca en la memoria sin encontrarse (o inventándose) y todo lo lindo que logra obtener se le deshace de repente. Así, se mantiene en estado de ocupación (invadido), ejecutando oficios extraños, asumiendo la traición y a los traidores, traficando con pequeñas cosas y no logrando más que puertas por las que logra escapes minúsculos. Y en esos trapicheos (asuntos de mercado negro), se hace preguntas que nunca resuelve bien.
Desde estos puntos de vista, vivimos siempre una novela negra y en el argumento que nos toca hay de todo: amor, desamor, riqueza, pobreza, salud, enfermedad, pasado, presente, memoria, intento de olvido, cordura, locura, vida variada, muerte, resurrección, desvaríos, delirios, cielos, infiernos, controles, descontroles, más adjetivos que sujetos y un tiempo que nos hace finitos. Y en esto que nos pasa, somos perseguidos y perseguimos, nos atrapan y nos escapamos, mentimos, decimos verdades, comemos, dormimos, hacemos el amor y al final una lápida, corriendo con suerte. Vista así la vida, entonces, como la de atarnos y luego escapar o tratar de hacerlo (Houdini fue el gran escapista), bailamos todo el tiempo una milonga y amamos el suburbio que no contiene prohibiciones. Para bien o para mal, la cosa no se ha resuelto.
En Lo que el día le debe a la noche, Yasmina Khadra (Pseudonimo del novelista franco-argelino Mohammad Moulessehoul, autor también de una serie policiaca titulada La trilogía de Argel), plantea que el hombre mantiene una doble condición social vivida, la de la pobreza originaria y la riqueza que no le resuelve nada esencial, la de la inclusión y la exclusión, lo que lo hace una especie de paria olvidando los suyos y señalado por los otros, siendo siempre un marginal, alguien entre la casa y la calle, entre el bar y los que pasan en frente. Y en esta marginación se aferra a la cultura (a la suya y la del otro), buscando controlar su condición inevitable de perdedor. Porque nunca se gana del todo, simplemente se juega. Somos unos sublimadores ¿Quién se dice mentiras a sí mismo?
El asunto (o caso) Simenon
Jules Maigret protagonizó 78 novelas. Y en cada una se enfrentó con un criminal, conociéndolo a fondo, en sus ambientes y en sus artimañas. O sea que Georges Simenon, el creador de este comisario que no para de fumar su pipa y de mojarse bajo su paraguas, se hizo 78 preguntas principales sobre el crimen y sus condiciones, sin contar las aledañas, propiciadas por personajes secundarios, que podrían señalarse como criminales menores y de bajo postín, más desesperados que otra cosa. Y la síntesis de la pregunta fue: ¿Por qué el criminal persiste en serlo? ¿Necesita del crimen como del agua y el aire?
El criminal, a diferencia de quien comete un crimen o un delito (asunto que puede suceder por azar, movido por una situación o una pasión), es alguien que vive del crimen y en el crimen, aunque no siempre en ambientes criminales. Y que reincide permanentemente porque si vida es esa y en ella ha logrado lo que tiene y pierde. Es un estafador profesional, un corrupto que vive como un parásito (son los más abundantes), un traficante de armas, de drogas o mujeres; un sicópata necesitado de emociones fuertes, un predicador que no cree en lo que predica, un inquisidor que tortura a gusto para imponer su verdad, un seductor de viudas y mujeres cándidas (los mantenidos por varias), un científico que engaña a sus ayudantes para quedarse con sus descubrimientos (como sucedió con tantos, mujeres y hombres, que entregaron lo suyo a quien después fue un Premio Nobel), un profesor que pide sexo a cambio de notas, los jueces racistas o clasistas etc. La fauna de los criminales es abundante y en cada generación se perfeccionan más (la historia les ayuda), habitan las ciudades y su necesidad de segregar adrenalina los desborda; por eso se mantienen siempre habitando el límite. Y en esa vida criminal, siempre tienen una doble personalidad: la del ser adorables y a la vez crueles, llegando al asesinato o pagando por él.
Maigret (De quien hay una estatua en Los Países Bajos, hecha por Pieter d’Hont), a través de Simenon, enfrenta criminales varios, de todas las nacionalidades. Paris es un buen lugar. Todas las grandes ciudades son un buen sitio para ejercer el crimen. Funcionarios corruptos, creyentes fanáticos, desquiciados y delirantes, emergentes, morales travestidas, drogadictos desesperados, soplones, endeudados, todos estos especímenes son un buen caldo de cultivo para el crimen. Además, la gran ciudad es el espacio fragmentado, el tiempo que no para, el confinamiento intensivo (la soledad entre miles), el del flujo de los peatones en todas las direcciones y el de la anomia, como bien lo describe Paul Auster en su trilogía New York. Y en esta ciudad contaminada y ruidosa, siempre de doble faz, el criminal hace su vida, tejiendo con paciencia. Porque el criminal es alguien que planea todo de manera racional, teniendo en cuenta experiencias pasadas, prospectando, revisando hechos, calculando impactos, llevando lo que piensa hasta el absurdo (que ahí es donde encuentra las fallas) y jugándose al azar el resto, que en la vida hay variables que no se controlan, como que el mismo criminal caiga muerto antes de cometer el delito.
El comisario Maigret, con su sombrero borsalino, su abrigo pesado, su pipa que hay que encender cada tanto, no resuelve un caso hasta que está bien metido en la vida del criminal, porque la respuesta no es un sí o un no sino una vida transcurrida en la marginalidad, en un organismo con fallas (tics, depresiones, fiebres), en una sociedad permisiva en la que el dinero es un fin. Y ese criminal, en el que Maigret ingresa como quien lee un libro o hace una autopsia, hay un espejo en el que se refleja él mismo. Buscando al criminal, se busca a sí mismo. Así, la respuesta del criminal también es una respuesta del investigador, que de alguna forma se asoma también al abismo para certificar si permanece en el borde o ya está cayendo. Quizá, mirándonos en la miseria del uno encontramos también nuestra miseria, nuestra complicidad con el descontrol practicado en la intimidad., donde con sevicia hemos pensado en matar a otros.
Jules Maigret, que fue estudiante de medicina y es posible que por esto se interese en enfermedades, pues si uno está enfermo el mundo está en igual condición, también ha pasado por las dos guerras que asolaron a Europa contaminando a todos, a los muertos y a los vivos, a los vencedores y a los vencidos, a los que de buenos burgueses pasaron a ser colaboracionistas y a los que en los bajos fondos le sacaron provecho a la traición haciéndose la pregunta bíblica de sí no yo quién, sí no ahora cuándo. Y en este juego decadente, en el que D’s se muere o se eclipsa (la primera propuesta es de Nietzsche, la segunda de Buber), o que está en lucha permanente con el demonio, como pasa en Los hermanos Karamazov de Dostoyevski, el criminal se pregunta sí quien lo sigue no es él mismo, eso que le queda de moral y de humano. Y que tiene la forma en el perseguidor, quien, a su vez, persigue para encontrarse con el criminal y reconocer que él también lo es (se mantiene en el casi) y por esto su obsesión en vencer al criminal y evitar así que él mismo lo sea. En este berenjenal, perseguidor y perseguido como espejo y en relación permanente de moral e inmoralidad, y de alter ego el uno del otro, Maigret (en este caso Simenon), se muestra como un buen lector y entendedor de Dostoyevski. El escritor ruso, el de las cuatro Rs (revelación de lo escondido en el corazón del hombre, revolución como necesidad de cambio abrupto, Rusia –la cultura- y religión en calidad de culpa. Esto de las cuatro Rs lo propone Manuel Komroff en el prólogo a The Brothers Karamazon, en la edición de bolsillo de Signet Classics. Este análisis lo escribió en 1957), que vivió entre criminales, fue jugador compulsivo y trató de demostrar que se podía salvar al peor de su condición de siervo del diablo, sin lograrlo, es la base sobre la que Simenon, sin ser un Alyosha, construye a Maigret que convive con el criminal antes de obligarlo a confesar, buscando primero verse en él y luego, siendo casi igual, saltar a un lado para que el otro caiga, dando así respuesta a esa parte de la pregunta del criminal en relación a la trampa. El criminal sabe, como en el juego inteligente del recateo, que hay algo que está escondido y no ve, que en el piso hay una baldosa floja, que el perseguidor tiene como oficio ser trampero, así y él caiga también en la trampa, de la que al fin sale porque tiene la llave, un carné que lo legitima como autoridad y esto le da poder y le sirve de limpieza.
El caso Maigret
Jules Maigret, a pesar de tener una buena mujer que lo atiende y lo cuida, una chimenea frente a la que calentarse y una cama con buen colchón, vive la más del tiempo como un criminal: recurre a la mentira, compromete soplones amenazándolos con el sumario, juega diversos roles, engaña con pericia, se conmueve con quien persigue (o con uno de los personajes secundarios), habita sitios donde el crimen siempre está presente, es paciente y calculador y, como se hace las mismas preguntas del criminal, es quien persiguiendo a personajes ficticios realmente persigue a Georges Simenon. Y este, quizá, es el juego de este autor de novelas: no dejarse atrapar por él mismo. Simenon se conoce, ha sido mujeriego, jugador, sabe de la virtud y el vicio aristotélicos pasando por ellos con la experiencia y, en la alteridad, juega doble. Y si bien no es un criminal, pareciera que le gustara serlo.
Cuando el escritor de novela policiaca es bueno (Raymond Chandler, Chester Himes –que fue falsificador-, Andrea Camilleri, Petros Márkaris, Dashiell Hammett, entre otros), no es un imaginador sino un conocedor a fondo de lo criminal, un muy buen lector de páginas judiciales y, en su intimidad, un sinvergüenza. Solo que no hace el mal sino que, en la realidad, trata de no hacerlo. Por esta razón, crea personajes que lo hacen y otro que los persigue, pero en resumidas cuentas es el autor quien se persigue ya que, concibiendo el crimen y cometiéndolo en el papel, se sabe criminal y entonces se persigue a sí mismo. Y antes de caer en evidencia, pone un punto final a la novela y anula a su perseguidor.
La pregunta del criminal, y esto lo sabe Jules Maigret, es, en síntesis, una: cuán criminal se siente quien lo persigue. Si es más criminal que él, lo atrapará. Si es menos, podrá escapar. Es un juego, es una milonga en la que pierde aquel que no siga un firulete inesperado.
Nota: el padre Brown, ese curita detective que crea Chesterton, sabe mucho de crímenes porque confiesa a los criminales y, oyendo las confesiones, se vuelve criminal él también. Según Chesterton, se salva, salta al otro lado, porque reza el credo y cree en él. Por una cabeza.