La niñez dentro de una burguesía que cae

Autor: Memo Ánjel
27 enero de 2019 - 04:26 PM

(O de como Natalia Ginzburg habla de granujas)

Medellín

 

Y que el mundo está echado a perder por culpa de gente así, gente que se lo toma todo al pie de la letra.

Natalia Ginzburg. Nuestros ayeres (Tutti i nostri ieri).

La burguesía

Para una escritora comunista como Natalia Ginzburg, la burguesía no es una idea o algo que se sale a ver sentados desde un café o caminando por la ciudad. Ver a los burgueses, con sus atavíos y maneras, suele ser un entretenimiento para muchos: pasa en París, en Buenos Aires. Los burgueses (cuando existían, claro que algunos persisten), tienen un estilo muy peculiar: viven vidas ajenas, han maquillado los orígenes y cuentan historias de lo que no fueron o imaginaron viajando, de gente que conocieron y no volverán a ver, y de lo que han comprado porque eso es calidad de vida o al menos ya lo tienen. Y esto de ser burgueses no es ni bueno ni malo, que cada cual, si puede, se hace la vida y la goza en pequeños espacios que sazona con sueños, asombros, poses, impertinencias, con ayeres y postales. Los burgueses (yo persisto en serlo), a diferencia de los yankees, se toman la vida por la parte que engorda y así, de una u otra manera, mueren satisfechos. Y hablo de los yankees como mal ejemplo, porque esto se la pasan acumulando y así ni se enteran de que están vivos. Mueren como si su fin fuera ser un sistema de tuberías por fuera, lo que en arquitectura se llama brutalismo

Natalia Ginzburg provenía de una familia burguesa y en Nuestros ayeres escribe de una vida parecida a la suya. De la propia habla en una biografía-novela, llamada Léxico familiar, en la que dice que una biografía se compone de lo que uno se acuerda y lo divierte. Y si bien lo que somos es una tragicomedia, la vida es así para que tenga sentido y así nada se pierda. No se vive cuando falta algo. Y esto es lo que sucede en la historia de Anna, personaje que Natalia Ginzburg usa para leer los tiempos del fascismo en Italia desde una óptica cotidiana, que la historia no son los grandes hechos sino los más simples. Estos hechos simples se conectan con todo, con emociones y lugares, objetos y olores, con lo que pasa afuera y se conecta adentro, con las palabras dichas y las que no se dicen, con lo que es imaginado y lo que se frustra. Y en esa historia estamos vivos, subiendo y cayendo, con las gafas puestas o viendo todo borroso, buscando el bienestar (el estar bien) y no la felicidad, que es un estado de irresponsabilidad, pues en ella (la publicitada felicidad) solo soy yo y no los otros y lo que pasa. Y el papel de Anna (nombre palíndromo y por eso de lectura de izquierda a derecha o de derecha a izquierda, como sería en hebreo) es ver, oír, hacerse preguntas, actuar, mirar a los otros funcionando. Como en la tesis de Gustave Flaubert, hay una educación sentimental (lo que entra por los sentidos y anida en el corazón) y en esto los niños son mágicos porque lo creen todo y aún lo absurdo les parece curioso y objeto de juego. Creen para aprender y luego lo juegan con soldaditos o muñecas, hojitas y palitos. Muy distinto a los que creen porque están asustados y ya la vida no les cambia, sino que enmohece.

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La burguesía de Natalia Ginzburg es una burguesía decadente, pero no en términos morales, sino de dinero. Se han ido empobreciendo, prestan, usan lo que tienen al cien por ciento (a Anna, en la novela, le hacen un vestido con la tela de una cortina fina), cuidan los libros de la biblioteca y usan el comedor, si bien con menos cubiertos y platos, manteniendo el estilo aprendido en los colegios de monjas francesas. Estas monjas son curiosas: antes que enseñar a creer en D’s, enseñaron etiqueta. Hasta tendrían razón. Por la forma de comer ya se sabe quién va para el infierno.

Los granujas

El padre de Anna, que escribe unas memorias antifascistas y después las quema, mantenía en la boca la palabra granujas. Y se murió de un mal del estómago, quizá porque, debajo de su chaleco, siempre llevaba hojas de papel periódico, muy buenas para estar caliente. Se levantaba de la silla y crujía. Y como ya estaba perdiendo dinero y tenía pocos amigos (la mejor manera de quitarse gente de encima es empobrecerse), soltaba granujas en cada frase. Y no está mal: los tiempos de los que habla Natalia Ginzburg (parecidos a los nuestros), son de granujas. ¿Y qué es un granuja? Es un tipo astuto y marrullero, predispuesto a los delitos menores y va por ahí como los grillos y las arañas. Para saltar y trepar, el granuja la tiene fácil. Nace en cualquier parte y se cría con lo básico, se reproduce en varias mujeres y muere creyendo solo lo indispensable, a lo que le tiene mucha fe; la Virgen le perdona y los santos se han puesto negros de tantas velas que les pone en frente. Y es un buen cantante y bailarín, pues le saca partido al apriete y al entrepierne. A los burgueses, que de suyo son cultos o tratan de serlo, pues han estudiado, tienen buenos comercios y pequeñas fincas productivas, y fueron los creadores de los bienes de capital y las industrias, los granujas les caen como como sal de Glauber, esa que usan para purgar caballos. Y si están cayendo (como el padre de Anna), lo granujiento significa analfabetismo, inteligencia práctica y pícara, aprendizaje mirando y sueños plácidos debido a la digestión de comidas pesadas, que nunca resultan dañinas, así contengan más mugre que proteínas y vitaminas. Y antes que moral, lo que tiene el granuja es miedo de irse al infierno y por eso reza para que el diablo se resbale, mientras hace pequeños negocios turbios, se inclina al lado político de la mayoría, falsea balanzas, se hace el desentendido y busca la oportunidad, encontrándola para bien o para mal. Y como poco le importa lo que pasa, va por ahí, pues le gusta más caminar que estar trabajando, así como olvida todo lo que le enseñaron en la escuela, pues prefiere que el mundo sea al revés. De granujas alemanes habla Thomas Mann en Los Bruddenbrook y en Félix Krüll, pero son más traviesos los italianos, más alegres y hasta solidarios. Les viene de estar mezclados con sarracenos, sirenas de las de Ulises y demonios que botan de los barcos.

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Y de esos granujas se alimentó el fascismo italiano. El mismo Benito Mussolini era un granuja que saltó de la izquierda a la derecha como una rana, sin hacerse aguas ni cambiar de figura. Se le conoció por bocaza. Y sí, Anna, el personaje de Nuestros ayeres, asiste a los tiempos granujosos: la guerra que acaba con la razón, los negocios que tambalean, los locos normales, los desencantados que cierran los ojos y viven en otra parte, los malos amantes, los desertores (ser patriota era desertar), el mercado negro con sus variaciones, las últimas burguesías originales y esa Italia donde profesores y obreros no fueron más que curas y campesinos. Y en todo este revoltijo, la frase de Macbeth que sirve de epígrafe a la novela: Todos nuestros ayeres tienen luces locas que son el camino hasta la muerte polvosa. La locura ante todo, escribiría Violette Leduc. La locura de lo cotidiano, que a fin de cuentas es la vida con sus pequeños laberintos, sustos y alegrías, asombros y miedos; con sus luces y oscuridades, placeres cortos y arrepentimientos que se olvidan rápido. Una vida que se siente y, en este sentir, va conformando una molécula que al fin produce un algo que termina por cubrir el espacio, creando toda clase de reacciones. Y de locura en locura, llegamos a morirnos, unos sonriendo y otros muy pálidos. Todo depende del juego y la manera de jugarlo. De ser un granuja medio, al que se lo admite porque es un espejo de nosotros, sino de lo hecho, de lo pensado.

La casa que se desconcha

En la literatura norteamericana, las casas con paredes despintadas y agrietadas, los techos sin tejas y puertas y rejas que crujen (o chillan), son siempre de fantasmas y tienen algún crimen en su historia. Para Natalia Ginzburg, no. Ella que, siendo atea, dijo que ningún ateo tenía el derecho de decirle a un niño que D’s no existía, toma esas casas y les llena de vida por dentro. Allí no hay abandonados ni tullidos, tampoco viejas brujas o perros con sarna. Por el contrario, ahí está lo que fue alguien que busca volver a sus ayeres, a los valores y los rituales, a los sueños y a un mundo sin tanto granuja producto de los totalitarismos. El mundo de las vacaciones, de los viajes y los regalos, de la comida decente y las muchas cosas que observar, del buen gusto y las palabras adecuadas para nombrar cada cosa. Y si bien en esto no hay perfección, al menos hay un estilo, una niña que mira y aprende, que va con los suyos sabiéndolos despistados y divertidos, asustados y rellenando las maletas con lo que no necesitan, soñando y despertando del sueño con cara de estaba perdido. Nuestros ayeres, sean como sean, siempre contienen nuestros inicios.

Y en este mundo que se deshace (el siglo XX lo deshizo todo), una niña, Anna palíndroma (el término es de Eduardo Gudiño Kieffer en su novela Para comerte mejor), asistiendo a lo que ya mayor serían sus ayeres, esos que la situaron en la tierra y con el cielo encima, en una parte de la corteza terrestre llamada Italia, donde lo granujiento hizo de las suyas y para escapar a ello hubo que crear un neorrealismo (el que más me gusta es el de Federico Fellini) para que todo se volviera burla y comedia, absurdo y pasta. Los fideos tienen la virtud de revolverse con salsas variadas y, como no se comen en soledad sino en reuniones animadas, tienen historias de risa y de llanto, que al fin son historias corrientes.            

Natalia Ginzburg, nació en Palermo en 1916 y murió en Roma en 1991. Fue editora, novelista y ensayista combativa. Oriana Fallacci dice que no era ni bonita ni fea, y que su manera de vestir era tan simple que solo se le notaba la bufanda. Fue la madre de Carlo Ginzburg, el autor de El queso y los Gusanos (Il formagio e in vermi). Y de ella dice Elena Medel: uno la lee y siempre está hablando de nosotros. No hay manera de salirse de sus novelas. 

 

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