Yo tenía claro que Santos es un mentiroso compulsivo, un mitómano. Pero su discurso de despedida supera cualquier consideración al respecto
Escuchando el último discurso de Santos ante el Congreso, me sentí en el lugar equivocado: estoy en un universo paralelo, en el que hay una Colombia distinta a esta en la que habito, me dije, porque el presidente en funciones hablaba de un país lleno de realizaciones, que progresó a un ritmo extraordinario en los últimos ocho años, con cobertura universal en salud, educación para todos; con más de un millón doscientas mil viviendas nuevas, subsidiadas o gratis construidas por su administración; con autopistas de cuarta generación que cruzan el país; con un cuidado primoroso del medio ambiente, en un territorio en el que los bosques y las aguas eran el mayor tesoro; con una política social que había logrado disminuir la pobreza del 44% al 27% y, en consecuencia, había hecho crecer la clase media colombiana, con base economía pujante, en constante crecimiento y cuyos productos no sólo estaban destinados para los colombianos, sino que llegaban a más de mil millones de personas del mundo; una economía, entonces, en la que la empresa privada crecía y a la que llegaba una inversión extranjera directa en alza. Nada que ver con el país que recibió hace ocho años.
Ah, y el discurso sobre la paz: el país podría dedicarse a crecer y su gente a ser feliz, porque la guerra había terminado con las Farc, el principal grupo guerrillero y la tenía a punto con el Eln; es más había iniciado el sometimiento de las bandas criminales, de manera que la violencia contra la población era cosa del pasado; ese era su mayor logro: los colombianos todos por fin podrían dedicarse a sus actividades sin temor a ser asesinados o secuestrados. Distinto a como había recibido el país hace ocho años. Y las lecciones de ética y decencia política no se hicieron esperar: había que honrar los acuerdos firmados para establecer la paz, porque era la palabra empeñada, no de Juan Manuel Santos, sino del Estado y porque la comunidad internacional nos estaba vigilando. Cuiden la paz que está naciendo, exclamó, en medio de algunos aplausos. No hagan la guerra, como hace ocho años.
La lucha contra el narcotráfico no podía ir mejor, pues tenía un plan a cinco años, para acabar con los narcocultivos, pero eso sí, el mundo entero tendría que convenir con él, que habría de cambiarse la estrategia, haciendo énfasis en los capos y el tráfico, más que en los sembradíos. Nada que ver con lo que acontecía hace ocho años.
Y qué decir de la lucha contra la corrupción: su gobierno la había emprendido frontalmente. Cualquiera podría pensar que ya la había erradicado o estaba a punto de lograrlo. Su esfuerzo había sido descomunal, muy distinto a lo que se estilaba en el país hace ocho años.
La versión mía en ese universo paralelo, pude imaginarme, no podría sino felicitarse de tener un presidente como este, y hasta sería apenas un tributo de lealtad y admiración iniciar una campaña para que su Santos se quedara otros ocho años. Porque era el mejor mandatario de todos los tiempos y no podía ser que semejante liderazgo, talento, sabiduría y dedicación se despilfarraran dando conferencias internacionales con Obama y Felipe González.
Pero yo, el que escribe este artículo, no salgo de mi asombro. Porque todo mundo sabe que Santos entrega un país en quiebra, con un sistema de salud que hace agua por su falta real de cobertura y mala calidad; con una desigualdad y desempleo en aumento que solo se ocultan por los métodos de medición de la pobreza que hacen de un indigente una persona de la clase media y a alguien que trabaja 3 horas al mes, un empleado, en un país en el que mucho más de la mitad de trabajos son informales; que tiene más de la mitad de las obras civiles suspendidas por corrupción y fallos en la contratación; con un déficit de más de cinco millones de viviendas; una economía que ha crecido por debajo del 2%, cuya producción industrial se desacelera año tras año hasta el punto de que puede desaparecer; una economía en la que la producción de petróleo, principal producto colombiano, se desploma y en la que la inversión extranjera, contrario a lo afirmado por Santos, decrece cada año (sólo la inversión extranjera directa cayó este semestre pasado, un 3.9%, y los flujos extranjeros a carteras de inversión cayeron un 35%, según Portafolio). Y qué decir de la educación, cuyo presupuesto es el mayor rubro del país, pero eso no se refleja en calidad, especialmente en la educación pública, en la que la jornada única todavía es una utopía; ni en mejora y ampliación de cobertura a la primera infancia, que no alcanza a satisfacer las necesidades de los más vulnerables del país.
¿Y qué tal la lucha contra la corrupción? Pervirtió al Congreso con mermelada e infiltró las cortes para conseguir sus aviesos propósitos. Su primera y segunda elecciones estuvieron permeadas por dineros de Odebrecht y de narcotraficantes; el dinero de la alimentación de los niños se convirtió en el cartel de la comida; el de las enfermedades en los carteles de la hemofilia y de los medicamentos; la justicia se vio asaltada por el cartel de la toga; la infraestructura fue tomada por Odebrecht y otras firmas y puesta al servicio de intereses particulares de altos funcionaros del estado; el fiscal anticorrupción resultó ser el más corrupto de los colombianos; el exfiscal Montealegre persiguió a la oposición mientras los recursos de la institución se utilizaron para hacer contratos a diestra y siniestra con sus amigos. Y muchas corruptelas más.
De su interés: Manipulación, irrespeto, engaño, traición
Y como si fuera poco, su presunto mayor logro, la ‘paz´, le sirvió para revictimizar a las víctimas, creando un sistema de justicia, la Jep, que otorga impunidad total a criminales de lesa humanidad, algunos de los cuales debutaron el viernes como congresistas, sin haber sido juzgados y recibido una condena, ni siquiera, la simbólica que negociaron. Y esa política permitió que el narcotráfico se expandiera exponencialmente, inundando de coca, cocaína y de minería ilegal a Colombia, haciendo del territorio una colcha de retazos en manos de señores de la guerra de todas las denominaciones, que vuelan los oleoductos y destruyen los bosques y las fuentes de agua y que masacran y desplazan nuevamente a los colombianos. Entre esos grupos destacan las llamadas disidencias de las Farc, que quieren, como lo intentaron algún día los paramilitares, ‘refundar’ el país, que ya van por los 4.000 efectivos, y que, de seguir expandiéndose así, pronto superaran los centenares que se acogieron al acuerdo que enterró la institucionalidad del país. Y a esto agréguesele el Eln, el Epl (Pelusos), el Clan del Golfo y un largo etc. Entre todos ellos han convertido a la niñez y juventud colombianas en consumidores (el 5% y creciendo) y son los responsables de la creciente violencia en las ciudades en razón del microtráfico y las ollas de vicio.
Yo tenía claro que Santos es un mentiroso compulsivo, un mitómano. Pero su discurso de despedida supera cualquier consideración al respecto. Es la madre de todas las mentiras. Ahora sólo nos queda arreglar el desastre. ¡Qué tarea, presidente Duque! ¡Qué tarea!