La paradoja de la democracia que permite elegir a sus enterradores puede ser una fortaleza porque obliga a los ciudadanos, cada vez más informados a votar a conciencia
El voto es la máxima expresión de la democracia. En los ordenamientos jurídicos de Occidente, el poder –esa capacidad de mandar y decidir por los demás- se legitima porque los ciudadanos eligen a sus gobernantes mediante el sufragio. Esta ha sido la conquista más destacada de la humanidad en su proceso de ampliar a cada vez mayores capas poblacionales lo que antes era patrimonio exclusivo de un emperador, un rey, de una casta, un tirano.
Es cierto que el voto es un ritual que, si se está en democracia, se ejerce sólo periódicamente y no todos los días. Y que un elector en el momento de votar tiene apenas una fracción del poder entre los millones que votan. Uno sobre 20 millones de votantes, por ejemplo, si ese denominador representare la suma de los que ejercieron ese derecho.
Pero la democracia es el poder de los grandes números porque miles de unidades forman una tendencia, que expresa una determinada concepción política, económica, ética, moral, o la suma de algunas o todas estas variables, tendencias que constituyen las venas por donde transita la relación entre público y lo privado de una sociedad que está regida por el principio de que los individuos y los grupos tienen derecho de tener sus propios planes, proyectos, creencias y estilos de vida mientras no transgredan las reglas de convivencia y de gobierno que establece el ordenamiento jurídico.
Si una tendencia es mayoritaria tiene derecho a gobernar, y si no lo es tiene el derecho a hacer oposición dentro de los límites que fijan las normas constitucionales. Y es el gobierno de los elegidos lo que permite que las tendencias mayoritarias sigan gobernando porque el voto los avala, o sean cambiadas por otras que los ciudadanos aspiran a que lo hagan mejor.
De ahí, la importancia de votar bien. El verdadero ejercicio de la democracia exige que la oposición sea leal al sistema, es decir, que pueda estar en desacuerdo con las políticas del gobierno, pero respete el sistema, que le permite, entre otras cosas, llegar al poder. Pero ocurre que desde la extrema izquierda y la extrema derecha hay sujetos que quieren usar las elecciones para, en su mandato, desmontar la democracia.
Este es un fenómeno paradójico que se sigue del ordenamiento mismo. Su debilidad, o tal vez su fortaleza, es bien conocida desde las enseñanzas de Lenin a los revolucionarios: hay que utilizar todos los resquicios que da el sistema para tumbarlo. Lo hizo Chávez en Venezuela. Y hay que complementarlo con la aplicación de todos los métodos de lucha, el legal y el ilegal, como hace la extrema izquierda colombiana, la que además de utilizar a los idiotas útiles que le cargan ladrillo, constriñe a los electores de sus zonas de influencia a punta de muerte y de fusil y utiliza el terrorismo y la infiltración en las movilizaciones para sembrar la inestabilidad. Esa gente nos está rondando.
Pero he dicho más arriba que la paradoja de la democracia que permite elegir a sus enterradores puede ser una fortaleza porque obliga a los ciudadanos, cada vez más informados a votar a conciencia, a saber, más de sus candidatos, a analizar su trayectoria y sus propuestas, y una vez surtido ese proceso de selección, utilizar su más sagrado derecho político para salvar la democracia. Esa es nuestra obligación hoy.