(…) y antes de que yo pudiera reaccionar, me dijo:
-Soy tu madre.
Gabriel García Márquez. Vivir para contarla.
La casa
Cien años de soledad, el libro mágico del Caribe, se iba a llamar La casa. Eso dijo el escritor, que decía tantas cosas. Pero el título no daba para identificar a la gente de Macondo. Era muy íntimo, se parecía además al de La casa grande, de Álvaro Cepeda Samudio (y quizá también al de Julio Cortázar: La casa tomada), y necesitaba un niño que pudiera narrarla. Las casas, para ser ellas, necesitan de niños, pues ellos (y pasó con nosotros cuando lo fuimos) construyen ahí su inicio por el mundo y por entre los otros. A la casa llega el siglo con lo permitido y lo prohibido, lo íntimo y lo público, lo misterioso y lo maravilloso, lo que da frío y calor, lo interno y el afuera, las correcciones y los permisos, etc. Y si bien es claro que la casa puede narrarla una persona mayor (Gastón Bachelard y su teoría de los espacios, por ejemplo) o el arquitecto que la diseña; un viajero como los de Azorín o alguien que regresa a ella para no salir más, como Ketherine la de Aharón Appeldeld, la esencia de la casa, de lo que significa como espacio mágico y propicio para el encuentro con lo desconocido, con el dormir y el despertar, sólo es posible a partir de un niño que carece de conciencia de fechas y de nombres precisos, que la recorre con los ojos y con el tacto, con los oídos y los olores.
La casa de un niño es su primera estancia sobre la tierra. Y en esta iniciación, la casa no es ni grande ni chica, lujosa o pobre, alta o baja, fría o calurosa: es solo la curiosidad. Y en eso que aparece, nos hacemos en la alteridad, jugando y sin prejuicios. Luego, en esa casa nos dirán quiénes somos, qué se debe comer, cómo hay que vestir, quiénes son los otros y cómo tratarlos, en qué hay que creer, cuál es la estética del espacio, a qué hay que obedecer y qué debemos hacer con lo que hay afuera. En la casa nos domestican (nos hacen parte de ella), pero en ese proceso de domesticación no se puede evitar que nos hagamos preguntas sobre lo que nos pasa estando allí entre los muebles y los mayores, gente extraña esa que no logra entender que una boa se pueda tragar un elefante para poder dormir seis meses sin parar, como bien lo explica Antoine de Saint Exupéry en El principito.
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En Vivir para contarla (esa autobiografía inconclusa), Gabriel García Márquez recupera la casa a través de su madre y a partir de ahí aparecen trozos de su infancia en el Caribe. Y aclaro: la niñez no son fechas ni lugares con dirección sino escenas que se dan al azar, según los intereses del niño. Se recuerdan impactos, sustos, alegrías, pequeñas maldades, relaciones con animales, apariciones, seres invisibles, a otros que por ser más grandes parecían monstruos. Y en ella se juega sin saber que se está jugando o se vive sin estar enterado de estar vivo.
La infancia por la madre
La niñez se compone de dos partes: lo que recordamos que hicimos en ella (que es una especie de fabulación) y lo que nos cuentan otros qué hicimos y esto nos maravilla, pues nos llega también como una fábula. Y para el caso de García Márquez, que regresa a la casa donde nació porque su madre le pide que la acompañe (van a venderla), esa infancia aparece con un abuelo coronel al que unos matones iban a echar al agua de una ciénaga, con las mujeres gordas y flacas, con la oficina del telégrafo (situada detrás de la iglesia), con un belga perdido que deja de jugar ajedrez, con las hamacas en el patio para hacer la siesta, de doce del día a tres de la tarde; con los taburetes bajo la sombra de los almendros, con el tren que atraviesa el puente sobre el río y la matanza de las bananeras, con una casa donde se dio el fin del mundo y el cierre de una compañía que daba trabajo. Y mientras el escritor recuerda, la madre habla y saluda, trayendo tiempos pasados al presente, lo que incluye comidas, festejos, cunas de bebes acalorados, esperas de cartas, miedos de gente que puede aparecer después de haber desaparecido, un abuelo que habla de una guerra que duró mil días y perdieron los liberales. Y en este mundo casero que la madre trae a colación, la infancia se llena de historias ciertas o irreales, de voces que las cuentan, de espacios que se renuevan por un segundo y de pecados que no se han podido lavar.
En Vivir para contarla, el primer capítulo es un asunto de recuperar la infancia, un regresar a lo primigenio con sus desmesuras y sus pequeños afanes, a personajes más viejos que los huevos de los dinosaurios y al calor que produce ese paisaje de pueblos iguales, quietos como lagartos al sol y anclados en un pasado que no se altera y en el que el tiempo es una mentira. Espacios donde si uno no imagina enloquece. O se vuelve inmensamente triste, como pasa con los personajes de Rulfo en las tierras baldías de México. Y en todo esto de la niñez reaparecida, la madre en movimiento, la madre hablando, la madre señalando lo que había, la madre encontrándose con las vecinas, las gallinas picoteando el suelo, el rumor del río, el padre casi invisible, el abuelo delirando, el lugar donde las indias botaban las bacinillas para que la casa no se llenara de mosquitos y olores malucos como el de las iguanas cuando se pudren.
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Una infancia en el Caribe
En las tierras del trópico las mujeres hablan todo el rato y solo dormidas se callan. Y si hay algunas que no hablan, es porque se les ha partido el corazón y más que gente son meras ánimas. Esas se vuelven verdes de tanto cargar moho encima o se secan como cueros, como la Celia de Rojas Herazo. Pero son más las que no paran de hablar y de hacer decir a los muchachos: hacer el amor con ellas es como sentir un temblor de tierra. Cosa que agradecen y Santa Bárbara perdona. Ya se sabe, la santa tiene en su interior un dios africano que ha venido del mar: Changó. Por ese dios, que hace hervir las aguas y los interiores, la echaron del santoral.
García Márquez se crío en el Caribe, tierra adentro, en la sabana. Y allí tuvo más río que mar, conoció más indios guajiros que negros y de historia nacional sólo supo de guerras civiles, victorias que no se dieron nunca y algo sobre gente del altiplano (los cachacos) que venía a enloquecerse en medio de la humedad y el calor. Y esto lo supo y conoció en la casa, donde le tomaron una foto que más parece un cuadro de Goya. Los ojos muy abiertos, muy imaginativos: ese fue el principio. Luego fueron los sonidos del acordeón, las guacharacas, la flauta de millo y de un cantor de las montañas que inmortalizó muchos paseos vallenatos con la guitarra, por allá en la ciénaga. Y de este criarse y mantenerse en el Caribe, cerca de ese mar con más historias demenciales que el Mediterráneo, se le llenó la cabeza de imaginaciones, que no fueron invenciones sino prolongaciones de lo que contaban las mujeres en las tardes, en el mercado y las cocinas, en las fiestas y los entierros. Y lo que murmuraban los hombres antes y después de las peleas de gallos, que ya salidos de la gallera propiciaban encuentros entre los vivos y los muertos.
Crecer en el Caribe, entre el calor y el sopor interminables, el olor a río y a bananera; ver los paisajes que parecen moverse y la gente rara que llega con burros y con trebejos (los gitanos, por ejemplo); asistir unas clases donde el maestro delira, jugar al fútbol con pelotas de trapo y al béisbol con un palo de escoba y tapitas de gaseosa, mirar por entre las rendijas de las paredes de caña brava y sentir pasar días y noches iguales, hace que un niño vea lo que hay y lo que no hay, que hable solo con más libertad y se baste con lo más simple: una caja, un palito, un insecto. Y que busque quien le cuente historias para salir de esa rutina calurosa y meterse en otro cuento que, entre más inverosímil, más cierto.
En La hojarasca, esa novela en primera persona que habla de lo que queda de la bananera, de los desperdicios, y donde García Márquez le hace un homenaje (copiando la técnica de narración) a Mientras agonizo, de William Faulkner, el niño protagonista ve por primera vez un cadáver y, como lo han llevado vestido de pana y de moño, asistir a ese velorio le hace pensar que es domingo. Y qué más da que lo sea; de todas maneras, los días no cambian más que por el vestido y alguna comida adicional. Lo demás sigue igual y para romper este encantamiento (o estupefacción permanente), hay que esperar a que la madre hable. A que las mujeres hablen. A que haya un coro de mujeres que lo transformen todo con sus historias, con los dedos que señalan, con sus párpados que caen cuando han sido miradas por los ojos de los hombres. Y en medio de esto, un niño que mira al abuelo, que escucha a la madre, que ve con los ojos cerrados y no está asistiendo a la muerte sino a una vida que es de colores y vuela como las guacamayas, que habla todas las lenguas y permite navegar. La infancia es una navegación. Primero con puertos de amarre (como los de los pecadores), luego con las derrotas (direcciones) y vientos que vienen de la luna. Es una aventura donde se entiende lo más pequeñito porque lo más grande son los muebles, las puertas y las ventanas. Y por ahí aparece gente adulta que no entiende lo que pasa.