Muchas veces parece que dichos funcionarios son elegidos para aprender en el puesto, o simplemente utilizan el cargo como plataforma de campaña política para buscar la Presidencia
El sistema político colombiano establece que el Procurador General de la Nación es elegido por el Senado, de una terna elaborada con un candidato del Presidente de la República, uno del Consejo de Estado y otro de la Corte Suprema de Justicia. A su vez, el Defensor del Pueblo es elegido por la Cámara de Representantes, de una terna elaborada por el Presidente de la República. Por su parte, el Fiscal General es elegido por la Corte Suprema de Justicia, de una terna que hace el Presidente de la República. En principio, todos elegidos para un periodo de cuatro años. Es decir, la salvaguarda de la democracia, entendida ésta no sólo como un adjetivo, descansa en poderes antidemocráticos directos, que si bien, pueden tener alguna legitimación indirecta, por medio del constituyente derivado, no son frutos democráticos puros.
Esta paradoja es bien conocida y puede llegar a ser funcional, dentro de un sistema político bien constituido, donde los asociados respetan las normas y confían en sus organizaciones. Cuando las reglas presentan una alta expectativa de cumplimiento, la maquinaria estatal produce control social y beneficios para los ciudadanos, pero cuando esa expectativa es muy baja, lo que reproduce es desconfianza, anomia y subdesarrollo. Sin embargo, es preciso volver sobre las reglas de juego señaladas al comienzo de este artículo, pues, “el diablo está en los detalles”. Si reflexiono un instante en el mecanismo de elección de estos altos cargo, inmediatamente emergen estas preguntas: ¿Qué tipos de acuerdos, y tensiones deben sortear estos aspirantes para llegar a sus posiciones?, ¿qué tipo de lealtades se derivan de la elección?, ¿de qué círculos sociales provienen?, ¿Quién controla a los controladores? Tal vez, las respuestas a estas preguntas no pueden ser contestada con los textos legales, ya que ni los acuerdos, ni los verdaderos poderes que mueven estas elecciones están en el plano formal. Son acuerdos y normas informales, que instrumentalizan las normas formales.
Un primer reto debe ser pensar una reforma integral a la estructura jurídico-política colombiana, que permita desmontar la tentación de caer en el juego de los mutuos nombramientos. Además de establecer un criterio más claro en cuanto a experiencia y cualificación del cargo. ¿Qué tipo de formación académica poseen, y cual deben poseer?, ¿son puestos técnicos o son meramente políticos? Muchas veces parece que dichos funcionarios son elegidos para aprender en el puesto, o simplemente utilizan el cargo como plataforma de campaña política para buscar la Presidencia. Replantear la arquitectura institucional, cambiar la forma en la cual se eligen a estos funcionarios, y revisar los pesos y contrapesos, es una tarea urgente en Colombia.
El “yo te nombro y tú me nombras” desvirtúa la democracia y les resta credibilidad a sus representantes. Toda vez que la actual arquitectura institucional, descansa en amiguismos, favores y cercanías afectivas y políticas. El sistema de amigocracia envía un mensaje muy desalentador para los colombianos, un mensaje que no es nuevo (inclusive es de la colonia): “para el enemigo la ley, para el amigo la excepción”. Los cargos que enuncio al comienzo deberían ser ocupados por técnicos en la materia, deberían ser la culminación de una vida dedicada a estos asuntos, por consiguiente, después de ejercerlos deberían quedar inhabilitados para ser congresistas, ministros o magistrados. De igual manera, alguien que trabajó en la corporación que los nombra no debería aspirar a ellos. ¿Qué tal si aumentamos los requisitos para acceder a estos puestos?, o, ¿qué tal si los rebajamos? Podemos empezar por quitar el requisito de ser amigo.