Me preocupa el modelo de sociedad que se está configurando, y que muchos celebran, un modelo basado en la represión, el vigilantismo y las responsabilidades individuales.
Durante mi vida he presenciado que cada que se aproximan nuevas elecciones reaparecen con éxito y votos los discursos que elogian el castigo. Para ello, se anuncian mayores penas privativas de la libertad, se propone la eliminación de subrogados penales (medidas sustitutivas de la pena de prisión y arresto), se elogian los tratamientos de tolerancia cero contra el crimen y se pregonan las estrategias de mano dura. No hay mejor receta para ganar unas elecciones que hablar de castigo. El ideal colombiano de sus gobernantes no es el Rey filósofo de Platón, sino el padre castigador.
En las últimas décadas ha emergido con mucha fuerza la preocupación por la seguridad ciudadana, en términos de Robert Castel la seguridad y la protección ciudadana se han convertido en una suerte de nueva naturaleza humana, un nuevo derecho fundamental inalienable y exigible. No obstante, la creatividad colombiana -tan elogiada en el exterior-, parece no tener presencia en los discursos sobre las políticas públicas de seguridad y las políticas criminales.
En prensa suelo escuchar que la respuesta a los problemas de seguridad es simple: aumentar el número de policías, poner más cámaras de vigilancia y enviar a todos a prisión. En ocasiones algún periodista se pone intrépido y va más allá, señalando los graves problemas de la situación carcelaria en el país, y entonces, el entrevistado sin titubear responde que es necesario construir más penitenciarias.
¿Pero cuál es el límite?, ¿Cuándo intentaremos otras recetas para el control social?
Los policías se han aumentado, hemos construido más cárceles en los últimos quince años que en los cien años anteriores. Nos hemos llenado de cámaras de video por toda la ciudad. Los congresistas han aumentado las penas en cada legislatura y han eliminado muchos subrogados penales. Sin embargo, lejos de resolverse, el problema parece que se ha agudizado.
No sólo están llenas las penitenciarías, sino que también están repletas las Estaciones de Policía. Según los defensores de Derechos Humanos de la ciudad, en la Estación de Policía de la Candelaria se han llegado a tener hasta 412 personas en un espacio pensado para 40. En un lugar donde deberían pasar máximo 36 horas los sindicados, se han tenido personas allí por más de un año. Además, son los mismos ciudadanos recluidos los que claman para ser llevados a Bellavista, donde tampoco hay lugar para ellos (tomo estos datos de la intervención de Elkin Eduardo Gallego del ICDH en la Universidad Autónoma Latinoamericana 16/05/2019).
Me preocupa el modelo de sociedad que se está configurando, y que muchos celebran, un modelo basado en la represión, el vigilantismo y las responsabilidades individuales. Que castiga por partida doble a los sujetos, y que ve en el derecho penal y en el sistema carcelario la única solución al problema. Un sistema que termina de marginar, a los que desde su nacimiento ya estaban marginados. ¿En este panorama que tipo de resocialización es posible? ¿Cuál es el fin de todo este castigo?