Donde se viola el principio de no meter un chino en una novela policiaca
Cogí la taza que me tendía, y él se inclinó para estudiarme.
Kazuo Ishiguro. Cuando fuimos huérfanos.
Shangai
Las ciudades orientales nos siguen fascinando porque no son lo que vemos sino lo que sentimos en ellas, que no se sabe si es admiración o locura. Demasiada gente, mucho movimiento, caras inescrutables, olores cambiantes, pasos de la realidad a la irrealidad, deshechos inesperados, historias que parecen tiempos drogados, cielos con dragones y almas flotantes, aguas con seres misteriosos que se alimentan de mujeres (vírgenes o no, todo depende del ritual), mercados en los que el viajero se pierde o lo pierden, templos con un sinfín de jarrones que contienen muertos (váyase a saber si mezclados con tierra), europeos con miedo, budas rientes, avisos que no se entienden porque el óxido ha hecho ya su trabajo, farolas de papel que contienen adentro una mano encendida, fumadores de opio y , en medio de todo esto, un inglés que busca a sus padres y al mismo tiempo saber quién es, yendo de negación en negación, como bien lo proclama la filosofía negativa: si no soy esto, por relación tampoco puedo ser aquello.
En Shangai, ciudad puerto en la que los ingleses reprodujeron Liverpool, la ciudad que narra Kazuo Ishiguro en Cuando fuimos huérfanos, pasa de todo. En 1930, esta ciudad es un rompecabezas con piezas trucadas o, si se quiere, es una caja china, en la que la primera contiene a otra y ésta a una tercera que a su vez contienen una cuarta y así, ad infinitum, haciendo saltar de cada interior una cara que se burla o una serpiente, unos ojos que lloran o una boca que muerde, las historias se suceden sin parar, llevando de un sobresalto a otro. Mientras se toma té o se rueda en bicicleta, se compra una seda fina o se asiste a un asesinato con una aguja, los japoneses invaden China, las colonias asiáticas de las potencias (las inglesas, las francesas, las alemanas) se están desmoronando, todavía se habla de la guerra de los boxers, los comunistas complotan, los contrabandistas le mezclan opio a las mercancías y a los pastores protestantes los persigue el diablo. Y aquí, en medio de esta ciudad mutante, se da la historia de Christopher Banks, el mejor detective de Londres, ahora en aprietos porque no sabe qué pasa ni dónde está. Igual que al mundo de esos días, donde se crían el fascismo, las purgas de la revolución rusa, pone los huevos el nazismo y en los Estados Unidos los bancos se vienen al suelo. Todo funciona como en El camino del tabaco, de Erskine Caldwell. O como en Moisés y el monoteísmo, el libre de Sigmund Freud, donde al fin lo que estamos adorando es la explosión de un volcán.
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Shangai 1930 es un pandemonium, la ciudad creada por John Milton, en El Paraiso perdido, para que allí habiten todos los demonios. Y ahí es donde se mete Kazuo Ishiguro con su novela, que es histórica, detectivesca, psicoanalítica y de búsqueda de sus propias circunstancias en Inglaterra y en la tierra. Al escritor inglés, de origen japonés, lo siguen muchos kamis, esos monstruos que habitan en Japón, bajo la tierra, y no se deben alterar bailando encima o haciéndoles oler una mujer.
La memoria del huérfano
Los huérfanos han sido famosos en las novelas de Charles Dickens y el más conocido es Oliver Twist, que se mueve por los bajos fondos, igual que un ángel por los linderos de Satanás. Son los días de la naciente ciudad industrial, de Marx matando chinches y pensando en el trabajo proletario, y los de la post peste de Londres, que fue peor que el incendio de 1666, cuando apareció el falso mesías Zabetai Zvi y en las iglesias se prepararon para el Apocalipsis. Claro que el primero se terminó convirtiendo al Islam y lo segundo no pasó, seguro por falta de rezos. Y es quizás en este huérfano dickensiano que Kazuo Ishiguro se inspira para crear a Christopher Banks y situarlo en Shangai. Y no para copiarlo sino para situar a su personaje en estado de inocencia y orfandad en medio de una ciudad que altera los sentidos y más cuando se busca en ella la memoria y no un caso en concreto.
Un huérfano, en estado de razón, recuerda claro lo último que le pasó. Esto lo prueba Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de literatura 2015) en su libro Últimos testigos (los niños de la segunda guerra mundial). El impacto de la separación ha sido tan brutal que les queda de una vez marcado en los ojos. Lo que sigue de su memoria antes del hecho y posterior a él, son fabulaciones, cosas que oyeron o leyeron, películas que vieron etc. El huérfano se refugia en él mismo mientras puede y, si sale a la exterioridad, es con cautela. Claro que algunos no salen, como Caspar Hauser, el personaje de Jakob Wassermman. Y otros, como en el caso del cómic Supermán, en la vida ordinaria son tímidos y en los sueños super héroes.
Para el caso de Christoph Banks, Kazuo Ishiguro construye un alter ego suyo. Banks, que ha nacido en Shangai de padres ingleses, vive algo parecido a lo que vivió el escritor japonés-inglés al subir al barco y dejar lo propio, la primera memoria, las primeras magias, los caminos seguros, la infancia, la lengua oída. En la novela Cuando fuimos huérfanos, la frase de ruptura, dicha en la cubierta de un barco que parte, es: “Mira, muchacho. Tienes que alegrarte. A fin de cuentas, vas a Inglaterra. Vuelves a casa”. Ishuguro se va de casa (le sucede al revés), Banks regresa a una casa que no conoce. Ambos dejan de ser ellos, pues su memoria queda atrás y van a integrarse a una nueva. Y su orfandad es perder lo primero que vivieron, eso que en términos de Rudyard Kipling, sería el libro de la selva, el de las selvas vírgenes, que es donde se construye lo que uno será. Kipling dijo alguna vez: “denme los primeros 8 años de un hombre y les regalo el resto”. Y en ese resto, para el caso de Kazuo Ishiguro, llega la construcción en la contradicción. Ya no puede ser él en su primera memoria (la más segura) y tiene que construirse en otra, en una occidental que es opuesta a la japonesa. Y si bien intenta hacer dos novelas con tinte japonés, una sobre una mujer que recuerda a Nagazaki en 1950 y otra sobre un pintor que colecciona cuadros japoneses, el asunto no le resulta. Su memoria no le da. Así que, como cualquier huérfano, se construye otra y se vuelve inglés, logrando lo que Patrick Modiano (Premio Nobel de literatura 2014) no quiso intentar sino que, al contrario, cuestiona como francés de alojamiento, produciendo personajes sin memoria buscando, en pequeños espacios, otras memorias. O desmemorias en las que lo poco encontrado vuelve y se pierde.
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Christopher Banks, el mejor detective de Londres, graduado de Cambridge, va por su memoria a Shangai. Y allí, en esa ciudad mutante y de historia convulsa, de movimientos encontrados y pensamientos delirantes, que incluyen a una mujer que se enreda con un conde francés y a muchos chinos, la memoria no se reconstruye sino que se altera proporcionándole caminos que no llevan a nada, lo que al final no le importa. Y así queda convertido solo en un peatón, y no le va mal. Los museos y las bibliotecas siguen teniendo su atractivo. También el smog londinense.
En primera persona
Kazuo Ishiguro todo lo ha escrito en primera persona, lo que le permite ser el que narra y opina, y al quien le pasa lo que cuenta. En el caso de Cuando fuimos huérfanos (2000), un inglés que se presenta como detective con aires victorianos (ya antes, en su novela Los restos del día -1986-, había sido un mayordomo a la vieja usanza) y, haciendo una mezcla de novela policiaca al estilo de Conan Doyle y Agatha Christie, en la que incluye algunas lecturas freudianas y otras del viejo oeste, y no sé si algo de Jazz, nos introduce en ese espacio terrible que se movió entre 1918 y 1939, convirtiendo así las dos guerras mundiales en una sola, como dice Erich Hobsbawm, y en la que el hombre, en primera persona, fue uno para ser degradado y desposeído de su memoria buena, donde no mataba en masa y usando la razón para ello.
Que Kazuo Ishiguro sea otro y en esa alteridad se encuentre consigo mismo, responde al deseo moderno de ser el de allá y no cargar con las culpas del de aquí. Y esto es lo que logra con sus novelas, habitar lo otro y no salirse de ahí. El escritor es un producto de la globalidad, del ser de donde uno entiende el mundo sin lastres de orígenes, que en resumen son más fábula y ancla que otra cosa. Y en este punto, une las éticas mínimas, le da más presencia al hombre y pertenece a una historia que ya no es local sino de la tierra. Ya, con esto, logra ser el fin de la historia, esto que Francis Fukuyama confundió con la caída del muro de Berlín, en un análisis más servil al capitalismo que concerniente a lo humano.
Cuando se escribe en primera persona no hay posibilidad de comparar al personaje que narra. O sea que es él mismo y lo que le pasa sucede en él. Y en este mundo de la individualidad, el mundo se nos viene encima y así somos solo nosotros, seres de memoria alterada y hechos múltiples. Para bien o para mal. Y como en el libro de Confucio, el I-Ching, mutando.