… como una bestia herida, se puso de pie y titubeó, mareado y sin ruta, como perdido entre las estrellas de la despejada noche.
Joseph Conrad. Gaspar Ruiz.
La Independencia
Y nos independizamos, eso se dijo, y a la vez apareció la pregunta: ¿de qué somos libres? ¿De nuestros padres, de las viejas creencias, del lugar que tenemos y no aceptamos? Independencia con preguntas, eso fue lo que nos pasó. Y después del independentismo (cada uno se liberó a su manera) hubo más guerras entre la misma gente, criollos y mestizos, por asuntos de tierras y obtención de indios sin bautizar que se podían cazar como animales, esclavizar a punta de aguardiente y situar en la escala más baja de la sociedad para que hicieran los trabajos sucios o los que crearon los caucheros, que fueron una entrada al infierno. Y a todo esto, los negros en los barrios bajos, en las haciendas, trabajando de sol a sol, y en las bandas de música con las que celebraban las fiestas a los santos y a la Virgen.
La Independencia de América Latina, que fue más una obtención de fincas y de desorden de ciudades (en esta se incluye la de Brasil, en cuya liberación no se disparó ni un tiro), fue más bien un cambio de mandos para seguir con lo mismo: rebeliones, asonadas, conquistas desmesuradas, gente perdida en la selva y dirigentes y principales que soñaban con irse a Europa para, según ellos, civilizarse. El primero que lo hizo fue José de San Martín, el libertador del Perú, que se asustó con las turbas que había independizado y mejor se largó para Francia. Dicen que allí se murió dormido y en lugar de un último suspiro tuvo un eructo.
Lo que haya sido la Independencia, que en sus cartas magnas nunca incluyó la libertad de empresa (lo que nos hizo dependientes de la metrópoli), dejó pueblos destruidos, españoles arrepentidos y otros renegados, brujas leyendo el futuro en sus cuencos con pócimas hirvientes y verdosas, ejércitos que marchaban con comida caminante (vacas y cerdos) y haciendo leva con todo lo que se moviera, que la gente de los caminos siendo liberal, por ejemplo, amanecía presa y reclutada, y se convertía en conservadora o lo que fuera, y volviendo a la batalla se escabullía o pasaba de nuevo al otro bando, cuando no era que se convertían en peces o pájaros, en culebras o hasta en hormigas, como se cuenta en las leyendas y en las historias de los muertos resucitados. Para saber de estas cosas, son buenos los libros de Eduardo Galeano y los de don Germán Arciniegas, quien escribió la historia burlándose. Al revés de Galeano, que lo hizo protestando.
Que nos hayamos independizado suena más a canción y borrachera, a baile que no para y a milagro que no se cumple. Pero, de todas maneras, los dirigentes españoles y portugueses se largaron y los demás volvieron a las aventuras hasta perderse en los montes o en pueblos de herejes ya olvidados de su religión. Y detrás de ellos, los liberados, armando broncas, mintiendo en la confesión y buscando en los ingleses lo que fuera algo de democracia. A la revolución francesa la miraron con miedo, pues allí le habían hecho un altar a la diosa Razón, y con estas cosas no se juega. Y ahí vamos, delirando.
La novela de Joseph Conrad: Gaspar Ruiz
Don Ramón del Valle Inclán, se inventó un personaje para estas tierras calientes: El Tirano Banderas, y con él inauguró su estilo literario: el esperpento. Joseph Conrad, luego de terminar su relato, Tifón, escribió también una novela llamada Nostromo, en la que crea la república de Costaguana, donde da cuenta de los muchos desordenes que se viven en Latinoamérica cuando se está cerca del oro, metal que no más sea huele comienza a hacer de las suyas en las mentes, las pasiones tristes (codicia, envidia, sensualidad desbordada, honores comprados) y la insensatez. El oro es el comienzo de la maldición, eso aprendió una guacamaya. Sin embargo, Conrad, ya famoso por su libro En el corazón de las tinieblas, al final de sus días ya no se preocupa por el asunto del miedo y la avaricia, sino que simplemente reflexiona sobre la condición humana, lo temible y valeroso, lo insípido y dulce, lo terrible y glorioso, lo absurdo y sabio. Y como consecuencia de esto, escribe Gaspar Ruiz, una novela corta y con un final soso. Quizá la vida al final sea cursi y sosa y allá cada uno con lo suyo, inventándose el pasado y sacando honra de donde no la hubo. O deshonrándose, cosa que a muchos gusta para morirse en pecado y retando al diablo. Hay de todo en este mundo y D’s se asusta.
Como en Lord Jim, la novela de Gaspar Ruiz es la de un hombre que habla y otros lo oyen, mientras pasan una velada con licores finos y pasabocas. El general Santierra, el anfitrión, da cuenta a sus huéspedes de sus días de teniente al mando de José de San Martín. Por esos días de independencia, que fue más de saqueos que de batallas, de gente siguiendo ejércitos para desnudar a los muertos, Santierra (que se dice hijo de un hombre rico y madre francesa), conoce a un hombre que van a fusilar. Es grande, casi un gigante, y tiene unas manos enormes. Este hombre, Gaspar Ruiz, ha sido acusado por los patriotas de desertor y la pena, junto con sus compañeros, es el fusilamiento, cosa que se hará cuando caiga la tarde. Y a pesar de las justificaciones que hace Gaspar (que a la vez pide agua), la ley es fusilarlo. Y fusilarlo sin darle el agua que pide, pues si lo van a matar ¿para qué quitarle la sed? Pero el asunto no va de ahí (al final, logran beber), sino que Gaspar Ruiz resiste el fusilazo y se hace el muerto, para luego irse a refugiar a la choza de un español loco que lo ha perdido todo y no hace sino reír. Y en esa situación, en la que media un temblor de tierra que acaba con casi todo (están en Chile), el superviviente al fusilamiento sobrevive otra vez y se lleva consigo a la hija del chapetón (nombre que se le daba a los españoles por la cantidad de medallas que llevaban en el pecho) y se hace bandido. La libertad y la ley hacen de Gaspar Ruiz un tipo intermedio que, sin patria y ya perseguido cuando saben de él, no tiene más alcance que darse al robo y al tropel. Y lo hace, porque sabe que la muerte lo sigue, pero no lo alcanza. Cuando al inicio de la historia fue capturado por los españoles, estos lo pusieron en primera fila como carne de cañón, amenazando con dispararle por detrás si reculaba (lo mismo que hicieron los comisarios comunistas con los siberianos en la batalla de Stalingrado), salió del mal paso para caer después en otro. Los españoles perdieron y fue tenido por realista y desertor, y condenado a morir. Pero ni en la primera ni en la segunda, la muerte pudo tocarlo. Y ahora que es bandido y solo obedece a los ojos de la española que va con él (la hija del loco riente), más seguro está de que la muerte no le vendrá de afuera. Son los días de los delirios, de los ingleses pactando y negociando con españoles y patriotas, de comerse medio buey y beber aguardiente y vino hasta reventarse, de caminar junto al abismo y de servir de Cañón, si el cuerpo lo resiste. Y esta es la médula de la conversación de Santierra con sus invitados: que, a falta de cureña (la base para poner el cañón y dirigirlo), Gaspar Ruiz se hace atar un cañón a la espalda y, apoyado en sus rodillas y codos, apunta hacia el lugar donde tienen presas a su mujer y a su hija. Mientras otro introduce la pólvora, carga la bala y enciende la mecha, el bandido aguanta encima el empuje de seis cañonazos (que debe ser a cada disparo como si lo jalaran tres caballos) y con el último se revienta. Así que nadie mata Gaspar Ruiz sino él mismo, desgarrándose por dentro y en medio de la obsesión de tumbar una puerta. La escena que cuenta Santierra, sobrepasa a la que narra Victor Hugo en Los miserables cuando este, escribiendo sobre la batalla de Waterloo, habla de Cambronne, aquel granadero de Napoleón al que los ingleses le pusieron un cañón en el pecho para que renegara de su emperador y se rindiera. La respuesta de Cambronne fue: ¡mierda!, muy distinta a la que le endilgan los historiadores: ¡la guardia se muere, no se rinde!
Es posible que Conrad hubiera escuchado esta historia, la del hombre cañón, y se hubiera emocionado al punto de hacer una novela sin barcos de piratas ni enloquecidos. Y que a falta de título le puso todo lo que podría contener ese título: Gaspar Ruiz, el nombre. El nombre de un latinoamericano simple, hijo de un campesino realista, que se llevaron a la guerra los patriotas y al que la independencia lo hizo andariego, aventurero, escapista de la muerte desde afuera y al fin una especie de símbolo: el hombre cañón.
Joseph Conrad
Josezf Teodor Konrad Naleçz Korzeniowski es uno de los mejores escritores en prosa inglesa (Javier Marías dice que bastante extraña pero contundente) y nació en Polonia (en el rabínico Berdichev, en 1857). Joven, se hizo marinero en Marsella y después de viajes a África y el Caribe, tormentas, historias de capitanes, contramaestres y grumetes, malos salterios y burdeles (tiempos corridos en los que, ya curtido, llegó a ser oficial y capitán de barco mercante), se dedicó a la literatura y, en lo tocante a novelas de mar y de ríos, de terrores silenciosos y escapes a la locura, se hizo indispensable. También supo de terroristas (El agente secreto) y nunca se hizo aguas con el colonialismo, la expansión ni el imperialismo. Su asunto no fue la política sino el hombre. ¿A qué puede llegar un hombre? ¿Qué se puede hacer en la vida, y que debe pasar en ella, para luego sentarse a conversar? El hombre es el único animal que relata y da cuenta de lo peor y lo mejor, de casi morir y reaparecer en alguna parte. En síntesis, el hombre es un marinero y sabe de este y aquel lado del mar, de sus maravillas y tropelías, del diablo y de los dioses, del hundirse y sobreaguar. Y al fin, si puede o le dejan, se despide de todo, sabiendo que vuelve y empieza en alguna parte. Así pasó con Gaspar Ruiz, el hombre cañón, que se reventó y apareció entre las palabras, en la memoria, en lo que es América Latina: algo haciéndose y deshaciéndose, independizada de nada y mutando en todas las direcciones. Tomando una nota del The Manchester Guardian, en 1902, “allí donde los discursos sobre la civilización se secan en el calor de semejantes experiencias”.
Conrad, en cuya tumba cometieron tres errores al poner su nombre en la lápida, murió en Bishopsbourne, en 1924. Antes había escrito Línea de Sombra, especie de autobiografía en la que recupera su vida con lo mejor que le ha dado: las aventuras. Nacido entre rabinos y muerto entre obispos, de Joseph Conrad se ha dicho que fue el mejor novelista sobre Latinoamérica vista desde afuera. Y puede serlo: en sus libros hay mucho calor y vientos encontrados.