Hasta dónde somos sujetos vacíos

Autor: Memo Ánjel
6 agosto de 2017 - 04:00 PM

El escritor Memo Ánjel reflexiona sobre la vacuidad del sujeto americano, sobre la colonización europea y el eurocentrismo.

Latinoamérica

Si una idea propia coincide con la de otro, eso quiere decir que ese otro y yo estamos de acuerdo. A veces se nos ocurren cosas que dijeron otros de los que no teníamos ni idea”.
Oído en la calle o en alguna mesa de café.

Sobre el descubrimiento

Dijeron que nos descubrieron y el cuento hizo carrera entre nosotros. Durante cuatrocientos años llegó gente a estas tierras, ya obligada por la penuria o las leyes delirantes, o por el azar que es lo que más sitúa en lo inesperado. Y según dicen, los que estaban aquí (los aborígenes) también llegaron por el estrecho de Bering, atravesando hielos, huyéndole al hambre y a sus propios fantasmas. O sea que estos territorios estaban vacíos de hombres y mujeres, vacas, caballos, mulas, cerdos y hasta de gallinas. ¿Qué había entonces? Guaguas, guanábanas, pájaros de colores, culebras, los baguales (caballos enanos), chuchas, dioses que le rendían culto a los tomates, al chocolate, al jaguar. Y plantas muy grandes, selvas y viento de mar salado. Esto le sirvió al naturalista Buffon para decir que éramos inferiores, pues como íbamos a ser gente si aquí no había animales grandes.
Claro que cuando nos descubrieron (unos dicen que llegaron primero los vikingos y luego unos españoles perdidos entre los que iba Alonso Sánchez, que agonizando le contó a Colón sobre estas tierras), lo del estrecho de Bering era una desmemoria, al punto que la convirtieron en teoría para hacer coincidir las caras de los asiáticos con las de los indios, que se llamaron así por una confusión de mapas. Sea lo que sea, aquí en América había gente y de más allá del mar llegó gente más desesperada. Y entre unos y otros se vieron e hicieron convenios, guerras, amores, desamores, herejes, comidas mestizas, sincretismos, formas de vida, fronteras, amasijos, mentiras y una historia en la que convivían Dios y el diablo, váyase a saber quién haciendo más milagros. 

Los de aquí conocían las matemáticas y la arquitectura con base en los materiales más cercanos, sabían de agricultura y uso de algunas herramientas, y otros seguían recolectando, la naturaleza era pródiga; los que aguantaban hambre en las sequías ejercían algunas formas de canibalismo (¿qué pueblo no ha sido caníbal?) y los de las islas, cuando estaban llenas y no alcanzaba la comida, se dieron a otra sexualidad, que escandalizo a unos y justificó a otros. Esto es lo que se lee en las crónicas de Indias, que hablan de lo de aquí y no de lo de allá.

Fuimos descubiertos, lo que es raro que hoy se diga, porque la mayoría de los que habitamos América Latina descendemos de los que llegaron y esos españoles de los que denigramos están en nosotros haciendo de las suyas: robando, asustando, violando, quemando, haciendo iglesias, desconociendo indios, señalando negros, leyendo libros prohibidos, usando palabras de las lenguas nativas etc. Pero digamos que fuimos descubiertos, que levantaron una cobija y debajo estábamos nosotros, sin nada, pecando no más, como animales rijosos y sin nada que decir. 

Lea también: Los paisajes que perdieron la memoria

La metrópoli

Una forma de dominio es determinar quién tiene la razón y, en consecuencia, la verdad, si es que esta existe como tal o solo es una convención, una norma a seguir o un freno a lo por saber. Lo que sea, la verdad nos limita y una manera de sometimiento es supeditar al otro a lo que otros dicen porque tienen más poder o mejor cara (el corazón de Jesús se parece a un francés bretón), enseñándole lo que debe saber y despreciándole lo que sabe. 

América se hizo con información europea y las razones (ser, estar, convivir, hablar) llegaron de allá, tanto para conocer la tierra o irse al cielo. Por esto se crearon la nueva España, la nueva Granada, la nueva Andalucía, la Santa fe. Se colonizó: se trajo de más allá del mar lo que tenían allí y daba seguridad en el mundo, al menos a los administradores. Y no estuvo mal que eso pasara, pues los descendientes de los que llegaron siguieron en su sitio, configurando sus clases sociales, sus miedos, sus maneras de desobedecer y burlar, las mentiras en torno a la pureza de la sangre y el querer tener un sitio aquí ya que allá era imposible. Los que llegaron se liberaron de hambrunas, persecuciones religiosas, guerras de señores, señalamiento sociales y del diablo tras la puerta. Pero se olvidaron de ello y, en lugar de sentirse liberados, reprodujeron los elementos que los habían expulsado. Así que nadie se sintió de aquí sino de allá, pero en mejores condiciones y con más tierra. Vista así la situación, los que llegaron no descubrieron nada sino que se redescubrieron al llegar, y la metrópoli llegó con ellos: pudiéndose liberar, siguieron sometidos, pensando como allá, buscándose allá, pensándose desde allá, incluso desde la geografía (este es el momento en que todavía nos vemos en Europa cuando hablamos del lejano oriente, que realmente está al occidente de América) . Claro que el tirano Aguirre intentó algo, pero se lo acabó tragando la selva.

Despreciando lo que había aquí (las formas de ingeniería, el uso de la tierra, la manera de vivir en un territorio, las cosmogonías y cosmologías que pintaban otro cielo), pocos se enteraron de que estas tierras eran nuevas y las posibilidades eran distintas a las de Europa. A esos pocos que entendieron se los fusiló, se los aisló, se nombraron como locos. Y el pensamiento, que desde aquí sería diferente y por eso en capacidad de cuestionar y aportar, se lo anuló. La razón siguió llegando de la metrópoli y la historia universal (tal como me tocó estudiarla) fue la europea, que desconoció a todas las demás. En un mundo amplio, nos volvimos chiquitos y sin noción de dónde estábamos. Y así seguimos, queriendo no ser de aquí, lo que implica vernos en un espejo donde se refleja otro. Y ese otro nos burla porque a veces ni sabe que existimos. O lo sabe y nos clasifica en alguna jaula en la que anidan pájaros repetidores de palabras.

Sujetos vacíos

Pensar desde aquí, siempre ha sido burlesco (nos burlamos de nosotros mismos, incluso con ira). No reconocemos nuestro espacio, lo que implica que estamos perdidos, y siempre citamos a los de la metrópoli para que avalen lo que pensamos de acuerdo con ellos, quiénes somos según sus percepciones, qué es lo que sentimos sin algo nos pasa, cómo nos debemos gobernar para seguir dependiendo y cuáles son los dioses y adioses que nos sirven. Y lo peor, cuándo debemos entrar en crisis para seguirlos en sus propias crisis, como pasa con los asuntos bancarios, sus descomposiciones sociales o los miedos que los arremeten.

No creo que haya ideas universales, a no ser las que tienen que ver con las matemáticas y esta de que nacemos y morimos y, entre el nacer y el morir, están nuestras oportunidades y desvíos. Las demás ideas, así sean dichas de manera muy coherente, dependen del dónde estamos y quiénes somos ahí. Y una idea no es su exposición sino los resultados, que en la tierra son diversos porque todo depende de y nada se instala estando suelto. Somos en el escenario, en lo que este propicia y permite ensayar, logrando a veces algo que en otras condiciones no se podría dar.

Lo anterior implica que, para saber, conocer y entender, necesitamos de un aquí local, que si bien se puede confrontar con ideas ajenas, también, para estar en un sitio preciso, las debemos enfrentar con las nuestras, que hacen parte del sentirnos en esta parte de la tierra. Pero, si nos situamos como sujetos vacíos, como alguien que solo recibe y en lugar de respuesta elabora una esperanza de que todo funcione sin hacer ni vernos (somos el continente de la esperanza, como si a Dios no hubiera que ayudarle y aquí todo se diera por generación espontánea, en una especie de piñata que se revienta para que todos cojan), seguimos perdidos y sin más identidad que la que nos dan otros en sus clasificaciones, grados de inteligencia y capacidad de obediencia. Y así, como algunos gatos, raspamos con las uñas un aviso donde se ve un ratón que parece gordo porque está desenfocado.

Leer a los nuestros (que son muchos) pero a manera de ejemplo a Mario Bunge, José Faustino Sarmiento, Fernando González, Baldomero Sanín Cano, Rodolfo Llinás, incluso los ensayos rabiosos de Fernando Vallejo y confrontar lo que ellos dicen con lo que dicen otros, es un inicio de autosuficiencia para una identidad. Pero si optamos por querer ser como otros lejanos, desconectados de la realidad que vivimos, justificando que somos sujetos vacíos y por eso parasitamos, seguimos vacíos. Y en esa vaciedad se crea una especie de esquizofrenia en la que nos vemos siempre en una alteridad ajena que desprecia lo local, que es lo único que tenemos.

En unas tierras donde los que se consideran mejores no ven lo que hacen los vecinos de al lado (entre los escritores locales es común que no se lean, que se desprecien y se odien), la condición de sujetos vacíos hace carrera. Y en esa carrera se busca el reconocimiento de la metrópoli, así como antes se iba a las cortes de más allá del mar para que alguno supiera que existíamos y nos diera un lugar en la puerta, para lucirnos en caso de que hubiera que mostrar un animal extraño, terminamos por legitimar esto de que somos desde allá y no desde aquí. Y entonces no somos, que es lo que buscamos admitir para no estar aquí ni allá.

Un vacío se llena con lo más cercano, pero esta ley natural no opera entre nosotros. Seguimos en la desmesura de lo real maravilloso, que no es una realidad sino un deseo. Y todo deseo desmesurado es una idea falsa.  

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