Goethe y el juego de las nubes. El espacio de las transformaciones

Autor: Memo Ánjel
8 diciembre de 2019 - 12:08 AM

…pues en el sentido más amplio, toda excepción ya está contenida en la regla.

Johann Wolfgang Goethe. El juego de las nubes.

Medellín

El cielo

El hombre es el único animal que mira al cielo sin asustarse. Y si bien los lunáticos (nombre que se daba a los que sufrían cambios a causa de la luna) eran la excepción, lo cierto es que mirar hacia arriba nos hizo inteligentes y fabuladores. Más arriba de nuestras cabezas están los planetas, las estrellas, las galaxias, la vía láctea, la materia oscura, los exoplanetas, los agujeros negros, la energía que se contrae y la que se expande (la que no es clara sino negra). Y a esto que, incluida la Tierra, llamamos Universo, le hemos dado usos para pensar, sacar de ahí las matemáticas (la música de las esferas), la geometría, la astronomía, los horóscopos fabularios y una conciencia de la inmensidad, primero en términos de círculos esferoides (Aristóteles) que contienen lo sublunar (lo terrícola), lo supralunar (donde viven los seres especiales, como los ángeles, por ejemplo) y el empíreo (donde habitaría D’s), como terminaron por decir Ptolomeo y sus alumnos cristianos. Luego se habló de planetas que le dan la vuelta al sol (Copérnico), de elipses planetarias que contienen avances y retrasos (Kepler), de velocidad que anula los espacios y convierte la masa en un fotón (Einstein). Lo cierto es que el cielo, al que los lobos miran aullando y los gatos maullando y no sé si los lémures hacen otro tanto, nos envuelve y por más que avancemos, que subamos y nos extendamos, siempre estará allá sin que logremos alcanzarlo.

En la Tierra está la razón, en el cielo lo que creemos (unos lo llaman fe; otros, suposición). Y en este juego de mirar y ser mirados desde alguna parte (la teoría es de Arthur C. Clark), el asombro es la constante, igual que el movimiento y el atreverse a saber más, como decía Emmanuel Kant. Con los conocimientos que hemos ido acumulando a base de ensayo error (los que nos han proporcionado la física, la química, la biología, las matemáticas, la filosofía y la literatura), nos hemos situado en el Universo como un pequeño planeta de color azul, quizá tan pequeño como un nanogramo de arena con relación a la inmensidad, en el que se ama y se sufre, se crea, se construye y se piensa. Y en esta partícula habitada, somos nosotros y el agua que nos hace posibles. Somos para otros, somos la intención, somos viéndonos hacer, decía el profesor judío polaco Janusz Korczak, que con sus pequeños alumnos fue a la cámara de gas cantando. El cielo canta, no para de cantar.

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Desde las épocas asirias de Sargón II y su hijo Senaquerib (el dios-luna), que descubrieron el uso del tiempo y crearon las semanas para poder hacer una buena contabilidad de los hechos vividos y sus resultados, el cielo ha sido la medida de todas las cosas imaginadas y convertidas en hechos por las manos, que es lo que más se acerca a la inmensidad cuando las levantamos. Y en esto que es inmenso, están las transformaciones, los días y las noches, la luz que se vuelve oscuridad y los colores desde que amanece hasta el atardecer. Y en medio de estos colores, las nubes que se transforman constantemente, que se amplían y contraen, se vuelven formas efímeras y van siguiendo los vientos. Y si no hay vientos y permanecen quietas, crean una sombra oscura sobre las montañas y llueve: eso decían las señoras de Medellín cuando Santa Elena se ponía negro. 

Si hiciéramos una historia de las nubes, veríamos hombres siguiéndolas, pidiéndolas con rezos, temiéndolas previendo el aguacero y el vendaval, admitiéndolas con el invierno y haciendo cábalas para los tiempos de la siembra y la cosecha. Esas nubes, según Bereshit (el Génesis) fueron las aguas del cielo que fueron separadas de las aguas de la Tierra. Y estas aguas de arriba y abajo, las que caen y corren, son las de la purificación, como dicen los rabinos, y para que esto sea cierto en todas las sinagogas hay una Mikve (un baño que purifica). Para los indios pieles rojas, Manitú (su gran dios) era una gran niebla que se manifestaba al amanecer y que, para los días de la batalla, escogía los más lindos a fin de que los guerreros muertos llegaran al cielo muy bien iluminados. Los Vikingos creían algo así bajo las nubes cargadas de sus tierras. Para ellos, el Walhalla y las valquirias estaban sobre las nubes y allá los esperaban para los muertos en la guerra volvieran a nacer.

J.W Goethe y las nubes

"Wolfgang" traduciría "la senda del lobo". Y este nombre, después de "Johann", era el que tenía Goethe, el gran poeta alemán, quien no solo limpió de latinajos la lengua alemana, sino que también fue un gran viajero. Y de estos viajes, donde leyó la Ethica more geometrico de Baruj Spinoza, libro que cambió casi radicalmente su manera de pensar, viene su libro El juego de las nubes y sus apuntes sobre la meteorología.

En 1815, Goethe comenzó a interesarse en el paisaje montañoso y plano con nubes encima que veían sus ojos. Un paisaje enorme, cambiante, juguetón, con mucha información. Y ya algo sabía, pues había leído Sobre la modificación de las nubes, un texto publicado en 1803 por Luke Howard, un químico inglés, aficionado a la meteorología. Y como buen químico, a las transformaciones, y las más evidentes, además de las propiciadas por el fuego, eran las que se daban en las nubes, que a su vez contenían energía eléctrica.

El siglo XIX fue el de la geografía como ciencia. Antes la geografía era descriptiva: hablaba de cadenas montañosas, de costas, bahías, cursos de los ríos, valles desiertos etc. Pero con la aparición de Alexander von Humboldt y con él, Francisco José de Caldas y Bonpland (diría que la ciencia geográfica comienza en Colombia en 1800), la geografía comienza a ser ventajas comparativas (recursos y uso de estos por la naturaleza y los hombres), algo que ya no es solo para el paso de animales y el crecimiento de plantas sino ciencia. Y en la ciencia está la observación cuidadosa de los fenómenos, la clasificación de componentes y hechos, la anotación de los resultados y el descubrimiento de principios y leyes. Y si bien los previos fueron las expediciones botánicas que buscaban un febrífugo (para tratar las enfermedades hay que bajar la fiebre, en eso era claro Linneo), a partir de 1800 los conceptos geográficos hablan de la naturaleza, la etnografía, la disposición de recursos, el entendimiento de los climas y las distintas maneras que tienen los organismos para mantenerse vivos en una cadena de vida en el que lo uno depende de lo otro: la Biosfera.

Para un hombre ilustrado como Johann Wolfgang Goethe, el caminar hizo parte de su hacer, no solo literario sino científico. Nada estaba suelto, aun las pasiones humanas tenían que ver con las atmósferas que rodeaban los acontecimientos.  Y en estos andares para comprender y lograr las ideas adecuadas y los afectos (lo que nos afecta) que proponía Spinoza, Goethe escribió El viaje a Italia, La geografía de las flores y El juego de las nubes, humanizando estos textos en una curiosa novela: Las afinidades electivas. Para un poeta como él, en el que la poesía es poeia (creación), la ciencia naciente no pasó inadvertida. Caminar es observar, viajar es aprender, cuestionarse es ser más sabio, atreverse a saber es resolver problemas complejos para ser más inteligente, llevar un diario es saberse viviendo. Y amar, es querer sabiéndose querido, admitido, haciendo parte de los que hay y existe porque se entiende.

Nubes

En ese juego de las nubes donde todo es asombro y belleza y en el que el movimiento es lo que da la forma (las características y puntos de relación) y al fin las imágenes mutantes, está la vida. Y hay más vida cuando se usa lo que se sabe y está a la mano para que haya un mayor entendimiento del orden de las cosas, que no son por azar, sino que están ahí cumpliendo sus leyes. Esto lo tenía muy claro Goethe y para que las nubes tuvieran sentido y no fueran meros hechos contemplativos, el escritor recurre a elementos variados, como anota en su Ensayo de meteorología (palabra que viene de meteoro, estrella fugaz que cruza el universo): barómetro, termómetro, manómetro, veleta, atmósfera, condensación, formación de nubes, electricidad, generación de vientos, estaciones del año, línea central, la denominada oscilación, revisión, dominación y liberación de los elementos, analogía, reconocimiento de lo legítimo y autoexamen. Esta última palabra es muy poderosa, pues si lo que sabemos no nos cambia, de nada ha valido aprenderlo. Autoexaminarse es saber cuánto hemos crecido, cuánto más hemos visto, cuánto más hemos amado. Goethe era un romántico, entendiendo el romanticismo como llegar a lo más humano, que es lo que nos falta.

Las nubes

El libro de Goethe es un diario, un caminar y exponerse, un detenerse a mirar y un apoderarse del día. Es, como dice su traductora, Isabel Fernández, en el epílogo, una conexión del escritor con las nubes como seres animados “que reaccionan en función de las condiciones de la tierra y de su fuerza de atracción, puesto que no son ni fijas ni volátiles, sino, como todo en la naturaleza, formas en constante transformación”. Y que los seres sean animados, que contengan vida, hace que puedan leerse como símbolos y, en esos símbolos, como teoriza Carlos Gustavo Jung, están los sueños del hombre.

Las nubes son estratos (nieblas), nimboestratos (lluviosas); cirros, cirrocúmulos y cirroestratos, como las nubes altas; alto cúmulos y altoestratos, como las nubes medias; nimbo estratos, estrato cúmulos y estratos, como las nubes bajas; y nubes de desarrollo vertical como los cúmulos y cumulonimbos, que parecen montañas y su cabeza es como un hongo.  Algunas presentan sombras, otras son grises o meras nieblas que parecen una gasa, Y que estén ahí en el cielo y se nos muestren, dice de alguna manera quiénes somos, en qué se nos va la vida y cómo reaccionamos según las condiciones. Juntos, disueltos, lloviendo, tronando, moviéndonos en paz.

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Que Johann Wolfgang Goethe se haya interesado en las nubes, que haya mirado al cielo para entenderse más, es un acto de soberanía sobre la razón y la inteligencia que de esta se desprende admitiendo las transformaciones en un universo que cambia por dentro sin que nada cambie, pues los hechos se repiten y el lugar que ocupó uno es ocupado por otro. Somos en cadena, dependientes, pero al tiempo buscadores, viajeros sin parar.

Quizá Goethe buscaba entrar más en el demonio de Laplace, ese espíritu del mundo al que no se le podía ocultar nada. Por eso más grande la leyenda del Fausto, que se da en días nubosos.   

 

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