“Si una mente no está sana, no puede interpretar sanamente las cosas”, Giovanni Boccaccio. El Decamerón.
La peste
Llamada también la plaga, no ha sido rara en la historia. Muchos han sido los tiempos en que la gente murió por montones debido al contagio nacido de estar cerca de alguien, tocar algo del enfermo, comer alguna cosa sucia o simplemente respirar un miasma, un aire podrido o los hedores de un animal. El Antiguo Testamento habla de ella en el Éxodo (9:15) y el Levítico (26:25), llamándola el azote de D’s y, para controlarlo o al menos prevenirlo, los judíos establecieron una serie de leyes de pureza (la Nidá), lo que era puro (Kosher) y una Kashrut (culinaria permitida), a más de lavarse las manos al levantarse y antes de comer, bañarse a fondo los viernes, antes del Shabat, y recurrir a baños de purificación después de haberse curado (todas las sinagogas tienen un baño ritual, la mikve).
En los tratados de medicina de Esculapio, Hipócrates, Galeno, Avicena (el Al-Qanun) Averroes, Maimónides, se habla de la necesidad de la higiene permanente (de aquí las poncheras y jarras con agua en el interior de las casas, los aguamaniles, las bacinillas bajo la cama), la separación de los enfermos y el lavar debidamente a los muertos y enterrarlos en tierras secas. La cadaverina (los líquidos que emanan del proceso de putrefacción del fallecido, al tocar el agua generan el cólera) ya de alguna forma la conocían y la llamaban la muerte roja. Los romanos, en especial a partir de Julio Cesar y Augusto (cuando la ciudad de Roma llegó a tener casi un millón de personas) optaron por mantener el cabello corto, afeitarse y bañarse desnudos delante de otros para demostrar que no tenían el cuerpo con manchas, pústulas, supuraciones o granos. A lo que más temían era al tifus, a esa fiebre tifoidea producida por los piojos. Esto de raparse la cabeza y no dejarse crecer la barba lo imitaron los marineros (temerosos de que una enfermedad los cogiera en el barco y en plena mar) y los empleados públicos que mantenían contacto con gentes diversas. Los dos únicos césares que se dejaron crecer un poco la barba fueron Adriano y Marco Aurelio, porque mantenían su médico al lado, con un botijo de grasa de buitre atado a la correa de la túnica.
Las pestes llegaron con los mongoles, los tártaros, los hunos y, en el caso de América, con los españoles que trajeron la viruela, lo que llevó a que los indios sufrieran de fiebres altas (algo que no conocían) y, asustados con la nueva enfermedad, se lanzaran a las aguas de los ríos, adquiriendo la neumonía. De esto habla la crónica de Toribio de Benavente, conocido como Motolia, un fraile franciscano que sostuvo que la viruela llegó con un marinero de Colón, causando entre la población nativa más muertes que las que se pudieron producir con lanzas, ballestas, bombardas, arcabuces, perros de guerra y espadas. Hoy los historiadores se ponen de acuerdo en esto: la conquista trajo más mortandad en forma de enfermedad colectiva que de conquistador a caballo. Pasa que cuando dos culturas desconocidas se unen, lo primero que se transmiten son las enfermedades, para las que carecen de defensas biológicas.
La peste de Florencia, como la describió Boccaccio, ilustración de L. Sabatelli. Wellcome Library
Las crónicas de la peste
Todas las crónicas del hombre occidental hablan del Oriente: de allá llegaron la cultura, la religión, las especias, los lujos y las pandemias. Entraron por las rutas de comercio, llegaron por el mar con los cruzados provenientes de Tierra Santa, se hicieron realidad con las ratas negras (que como en la película de Drácula, de Coppola, fueron las primeras en salir de los barcos) y otros roedores y animales carroñeros. La enfermedad la trajo el extraño, el castigo de D’s y las miríadas de demonios, que fueron imposibles de calcular y limitar. Pero no aparecieron porque sí, sino porque en occidente hubo el caldo de cultivo para ello: antes de la peste del siglo XIV (de la que habla Boccaccio) en Europa se había decretado una gran persecución a los gatos (los mataron por millones) y a las brujas, que eran las curanderas de los pobres, como dice Jules Michelet en su libro La bruja. Y si a esto se agrega que la falta de higiene de los europeos era indescriptible (basta ver a Olafo, el vikingo, que cuando se baña el cielo se amplia, se llena de colores y los dioses se asoman para ver el milagro), las condiciones para la reproducción de cualquier germen extraño eran amplias y acogedoras. Ken Follet, en Un mundo sin fin, habla de las pestes medievales como el producto de la falta de limpieza, la promiscuidad y el contagio en las catedrales, sitio que no solo era para rezar y asistir a la belleza de los ritos sagrados sino para juntarse (pegados unos a otros), hacer sus necesidades en los vestidos o contra las paredes y columnas, y mezclarse entre sanos y enfermos. No es de extrañar que el incienso, en especial el fuerte traído de Siria, sirviera para matar los malos olores (y quizá muchos virus) de la concurrencia. Es famoso el Botafumeiro de la Catedral de Santiago de Compostela que, a través de un mecanismo pendular, recorría (y recorre) la totalidad del templo esparciendo sus humos sobre los peregrinos que, por esos días, llegaban muy cargados con las suciedades adquiridas a lo largo del camino. Muchas catedrales del viejo mundo quedaron inconclusas debido a la peste negra (que aparecía con bubas oscuras en las ingles y los sobacos, y eran más grandes que un huevo), de la que fueron un foco importante. A unas les faltan las torres (Nôtre Dame, por ejemplo), a otras naves completas, muchas solo son el pabellón central y el atrio.
El siglo XVII, que historiadores como Geoffrey Parker llaman el siglo maldito, fue un tiempo de pestes: aparecieron cometas anunciándola, los pecadores se refugiaron en las iglesias, aparecieron predicadores hablando del fin del mundo, curanderos delirantes vendiendo toda clase de pócimas y las ciudades se convirtieron en grandes cementerios públicos, como bien lo narra el zapatero londinense de El año de la peste, el libro de Daniel Defoe. Peste que también se apoderó de Paris, Estambul, Shangai, Viena (allí les echaron la culpa a los turcos) Roma etc. En los inicios del siglo XX apareció la peste de gripe española, de la que no hay cálculos sino palabras que hablan de millones de muertos. Y a mediados del siglo, apareció un tifus muy fuerte que mató a miles en los campos de concentración y exterminio nazis. En las hambrunas de Ucrania, planeadas por Stalin, donde muchas madres se comieron a sus hijos, las virosis fueron terribles. Y en China, durante la guerra, los japoneses contaminaron las fuentes de agua con gérmenes para matar a la población, produciendo una gran pestilencia y mortandad. Y a esto, podríamos anexar la peste que narra García Márquez en El amor en los tiempos del cólera, cuando las aguas del rio Magdalena se tocaron con la cadaverina de los cementerios que había a las orillas, contaminando a los peces y a las gentes que los comieron, obligando a izar la bandera amarilla, símbolo de los lugares donde anidaba la enfermedad. Ya, en La peste, de Albert Camus, se hace una metáfora de la pestilencia presente y sin cura que creó la Segunda Guerra Mundial y que acabó por contaminarnos a todos de ese germen que se llama el miedo y del que, en lugar de curarnos, ampliamos como táctica para poder gobernar, desviar la conciencia sobre la realidad y esclavizarnos del individualismo, el deseo desmesurado que se llama codicia y el delirio de ser más rompiendo los límites de cualquier libertad.
Giovanni Boccaccio.
La peste de Florencia
Giovanni Boccaccio, escritor italiano que llevó una vida sobresaltada y por ello vio lo más escondido y risible de la condición humana, encontró en su entorno falsedades en documentos y reliquias, burlas a la religión, falsos espiritualismos, picaresca en las artes amatorias, mezquindades de hombres que pasaban por sabios, ruindades clericales, pecados que seguían a los que abandonaban el mundo para vivir en lugares alejados, castidades de pose etc. Y esto lo escribió, muy alegremente, en su libro El Decamerón, cien cuentos en diez jornadas que se turnan para contar entre siete mujeres y tres hombres, mientras están en una finca tratando de escapar de la peste de Florencia. El libro no dice qué pasó con ellos, si sobrevivieron al contagio o alguno se murió, luego de haber reído, comido mucho y ejercido la concupiscencia, como dice Dioneo al final de la historia. Solo se sabe que regresaron a la ciudad, que todavía olía feo.
Pero en El Decamerón, antes de que empiecen las historias (en la jornada primera), Boccaccio hace una crónica detallada de lo que fue la peste: las bubas, la muerte rápida, los muertos inundando las calles y las puertas, los cementerios sobrepoblados, los ataúdes con dos o más cadáveres, los rezos en vano, los médicos impotentes ante la enfermedad y los que se hacían pasar por ellos ensayando con los enfermos dietas delirantes, que iban desde comer mucho y beber mucho, perder toda vergüenza y darse a los placeres carnales, hasta el no comer y oler inciensos. Y en medio de la confusión, los vendedores de amuletos, reliquias y ensalmos, los faquines (especie de hombres carroñeros) que servían para el traslado de los muertos y al tiempo se apropiaban de sus bienes, la gente huyendo para otras partes donde también había apestados, las casas vacías y propicias para el saqueo, los comentarios paranoicos y las muchas causas sobre lo que estaba pasando como consecuencia del pecado y de los extranjeros (se persiguió a los judíos), y de los animales que caían muertos por comer a otros (en especial los cerdos). Y en esta peste, donde se perdieron los valores y aumentó el egoísmo, la bondad se trocó en ruindad, el otro en un peligro, la muerte en una indecencia más y la vida en un algo que debía agotarse mediante el ejercicio de todas las pasiones, todos se igualaron en la desmesura, burlándose más que llorar o asustarse. Edgar Allan Poe, que posiblemente había leído la crónica de Boccaccio o la de Defoe sobre la peste de Londres, escribe La máscara de la muerte roja, en la que todo es una fiesta de lo horrible y esperpéntico.
A partir de Boccaccio sabemos que las pestes nos deshumanizan, crecen los intereses personales (aparece el estado de naturaleza, el egoísmo enfermizo), aumenta la ignorancia, se acaba la ley, nos damos a los sentidos y dejamos descubrir los demonios que nos habitan. Y frente a la sacralidad de la muerte, la convertimos en un carnaval.
Joseph Mede en 1627, un polímata (sabía de muchas cosas a fondo), astrónomo y escatólogo, entendedor del fin de la materia y del mundo (el dato proviene de El siglo Maldito, el libro de Geoffrey Parker), decía que, a más observaciones, más observadores. Esto quiere decir que frente a un hecho aparecen muchos intérpretes, los unos serios y los otros especuladores, aumentan las historias y la fantasía, la situación se desborda por falta de control y se cree más en lo inverosímil que en lo que tiene sentido. Y en este estado de cosas, cuando la ignorancia enardecida sitia a la inteligencia del conocimiento positivo, el humano regresa a su condición animal, sobreviviendo o muriendo sin importarle. Esto pasó en el siglo XVII y puede pasar en cualquier tiempo. Son los monstruos que produce la razón, como en esos grabados de Goya.