Es la cultura y la práctica política y terrorista del narcotráfico, con la meta de convertir a Colombia en un narcoestado fallido y canalla, que tiene, en razón de su propia estructura, que destruir la democracia.
La bizarra afirmación del señor Petro de que el azúcar envenena y mata más que la cocaína, no resiste el menor análisis científico. De hecho, muchos expertos en nutrición se han expresado al respecto, por lo que no me referiré a ese tema en este artículo, más allá de señalar que la sacarosa, una de cuyos orígenes es el azúcar de la caña, provee la glucosa, energética fundamental que alimenta el cerebro, mientras que la cocaína lo destruye; y también, mostrar lo obvio, que el abuso de cualquier sustancia indispensable para el organismo, es perjudicial. En cambio, pondré mi foco en el aspecto político de su aserto.
Petro busca ganarse el voto de los consumidores de estupefacientes, de los cientos de miles que han quedado atrapados en las redes del vicio, diciendo lo que muchos de ellos quieren oír, sin que le importe un bledo el daño adicional que su declaración puede acarrearles al justificar el consumo de cocaína. No sé si es su convicción personal o él mismo un consumidor de cocaína, pero se trata de un político con cierta influencia, cuya primera obligación debería ser la búsqueda del bienestar de los colombianos, uno de cuyos componentes determinantes es la salud. La política tiene que ser un servicio público, independiente de la orilla ideológica que se profese. Los votos que se consigan a través de la promoción del vicio, son malditos.
Y lo peor es que, al hacerlo, sirve a los intereses de los mafiosos que están acabando con nuestros niños y jóvenes. Solo a aquellos les conviene la posición del senador Petro: ante las dificultades del mercado internacional, nuestros menores y adolescentes son el blanco de los narcotraficantes, los mismos que mueven ingentes capitales y que requieren de políticos que los protejan y sirvan.
Es el dinero y no la ideología lo que está detrás de esa estrategia que busca la toma del poder. Muchos piensan que este es un objetivo propio de los partidos políticos o de insurgentes, pero no hay tal. Cuando la ideología se pone al servicio del dinero sucio, este la convierte en mercancía de uso para propósitos inconfesables. Ya en otras latitudes hemos visto a los señores de la guerra capturar estados para asegurar su control de diamantes; y, para no ir más lejos, Venezuela está en manos del Cartel de los soles. El poder también les interesa a los mafiosos.
Ya lo vivimos en la época de Escobar –recuerden al M-19 financiado por la mafia para asaltar el Palacio de Justicia, con el objetivo de destruir los archivos que tenía la CSJ contra los mafiosos- pero ahora a mayor escala –piensen en las de 210.000 hectáreas sembradas en coca y la producción de cocaína que eso representa, sustentada en un ejército creciente de consumidores inducidos por inescrupulosos.
Es la cultura y la práctica política y terrorista del narcotráfico, con la meta de convertir a Colombia en un narcoestado fallido y canalla, que tiene, debido a su propia estructura, que destruir la democracia. Aquí no hay nada distinto. Piensen, amables lectores, quienes son los narcotraficantes: las llamadas disidencias de las Farc, el Eln, los desmovilizados de la primera que siguen en el negocio, como alias Santrich, el Epl, el Clan del Golfo y otras fuerzas en este país que representan, objetivamente, esa tendencia. Encarnan la demolición de nuestra democracia y la construcción de un estado mafioso.
Parodiando a Clinton, ¡es la mafia, estúpidos!