En particular, los norteamericanos han sido objeto de innumerables casos de corrupción, codicia y comportamiento nada ético en todos los ámbitos.
El dinero puede con todo, incluso para que los hijos de los poderosos entren a las mejores universidades de los Estados Unidos. Se acaba de develar un escándalo en el que un grupo de reconocidas personalidades pagaron fraudulentamente para que sus hijos entraran a esas instituciones consideradas de élite. Mediante un sofisticado ardid un número nada despreciable de padres, pagaron altas sumas a un consultor quien, aprovechándose de sus vínculos, hizo posible el ingreso a prestigiosas universidades como Georgetown, Yale, Stanford, Texas y la Universidad del sur de California entre otras.
Los métodos iban desde crear una organización sin ánimo de lucro para estudiantes con discapacidad física, hasta falsificar el examen que deben tomar los alumnos de ultimo año de secundaria para acceder a la universidad o hacer creer que los muchachos eran deportistas destacados. William Rick Singer era la cabeza de la organización que operaba desde 2010 y que pudo conseguir unos 25 millones de dólares camuflados como donaciones. Los cobros iban desde 15 mil hasta 75 mil dólares.
La trama ha provocado una mezcla de indignación y cinismo. La admisión a las universidades es un juego de suma cero, donde los que entran son los mismos que quedan por fuera. Estudiantes de clase media y pobres con altas calificaciones son excluidos gracias a las trampas y argucias de los padres adinerados. Por otro lado, los jóvenes implicados en este vergonzoso episodio, gracias a su posición y privilegios económicos, no necesitarían ser objeto de esta clase de maquinaciones.
Todo se resume a un asunto de orgullo y vanidad. El mundo social en que se mueven las familias adineradas debe quedar clara la percepción según la cual los muchachos son inteligentes y exitosos pues son egresados de universidades de prestigio. Viene a la memoria lo ocurrido con el yerno de Trump, Jared Kushner, quien pudo entrar nada menos que a Harvard luego de que su padre hiciera una “generosa” donación de 2.5 millones de dólares.
Lo anterior permite concluir cómo la desigualdad económica seguirá siendo una barrera para que los más brillantes tengan igualdad de oportunidades. O dicho de otra manera, que la injusticia de la economía moderna permita que haya semejante disparidad. O que en una sociedad estratificada la gente haga cosas en un intento por parecer exitosa.
El dinero no solo compra cosas resplandecientes. También compra poder e influencia. Compra clase social y permanencia. Compra la certidumbre torcida de que los problemas en la vida de cada uno se pueden superar utilizando trucos y engañifas, a costa de los más pobres y aquellos que no hacen parte del círculo de los favorecidos.
En los últimos años no resulta extraño ver a tantos en su búsqueda por la cima de la riqueza, popularidad o estatus y al final terminar en un verdadero fraude. En particular, los norteamericanos han sido objeto de innumerables casos de corrupción, codicia y comportamiento nada ético en todos los ámbitos.
Lo de ahora impacta porque los protagonistas hacen parte de un selecto grupo de banqueros, compañías de medicinas, organizaciones deportivas y hasta miembros de organizaciones religiosas. Cierto que el sueño americano existe, pero también que la ilusión de que la meritocracia podría ser un asunto al que muy pocos tienen acceso.